Exclusión, discriminación y pobreza de los indígenas urbanos en México. Jorge Enrique Horbath Corredor
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      Esta nueva reforma no solo se fundó en la apertura a nuevos mercados, sino en las consecuencias políticas que las transformaciones traerían consigo a la seguridad de la estructura estatal, sostenida a partir de la década de los treinta en el presidencialismo y en la vigencia de un único partido, que se encargaba centralizadamente de la operación política, económica y administrativa del Estado. De acuerdo a Rubio (1992:198) para el gobierno mexicano de entonces,

      “reformar causaba inestabilidad porque atacaba a los intereses creados que tradicionalmente habían sostenido al régimen. No reformar causaba inestabilidad porque el estancamiento económico y la inflación carcomían a la sociedad, deterioraban los niveles de vida de los mexicanos, desequilibraban aún más la ya de por sí pésima distribución del ingreso, facilitaban el desarrollo de movimientos fundamentales y mesiánicos y, en general corroían la malla social”.

      A finales del gobierno de José López Portillo (1976-1982) se reorganizaron las instituciones del Estado, se reasignaron competencias, y se hizo frente al déficit fiscal por medio de la disminución de las importaciones, pero sin tocar la estructura misma del aparato estatal, es decir, se realizó una reforma de carácter institucional. Esto cambió a partir del gobierno de Miguel de la Madrid (1982- 1988) y hasta finales de la década de los noventa con el del ex Presidente Ernesto Zedillo (1994-2000) en tanto se identificó que el hecho de no reformar ya no era un curso de acción posible.

      “A partir de la crisis fiscal de 1982 y sus posteriores políticas de ajuste y reforma estructural del modelo económico, así como de la crisis político-electoral de 1988, se entronizan dos propuestas que se entreveran para determinar las nuevas relaciones entre Estado y sociedad: reducir el tamaño del Estado y avanzar en el camino de la alternancia electoral. De esta manera, la reforma del Estado caminó de nuevo por dos avenidas dominantes, la electoral y la económica-administrativa” (Aguilar, 2006:40).

      En los noventa, la reestructuración se enmarcó en seis grandes ejes: caída de salario, reorganización de los procesos productivos y reorganización de las relaciones laborales (acabando con los contaros colectivos); modificación constitucional del régimen de propiedad agraria (artículo 27) con la transformación del ejido y la incorporación de la tierra al intercambio mercantil privado; transferencia de bienes y servicios de propiedad pública (tierra, recursos naturales, medios de comunicación etc) a agentes privados; reestructuración del sistema educativo, quebrantando su carácter de patrimonio público; redefinición de las relaciones con la iglesia y, por último, integración subordinada al proyecto hemisférico estadounidense.

      Esta reestructuración cambió el país de manera radical, penetrando todos los ámbitos de la vida social; reconfiguró las relaciones sociales, reformó la legislación, reconfiguró códigos culturales y reorganizó la dominación; no solo modificó la pirámide social aumentando la desigualdad sino también destruyó las formas de sociabilidad y de organización colectiva (como el sindicato o el ejido) sustituyéndolas por formas individualizadas y fragmentadas.

      “…la reorganización del capitalismo mexicano ha significado la disolución de los lazos protectores implicados en la comunidad estatal, la respuesta espontánea a esta orfandad es el resguardo de la otra comunidad: la de la identidad étnica, la de la rabia compartida ante un horizonte de certidumbres (como la de jóvenes y estudiantes racialmente excluidos y pobres); la del éxodo forzado, tejida en la vivencia del maltrato y humillación-también racial-compartida por los migrañitas (Roux 2005: 245)

      Dado el tipo de régimen político de México, en un primer momento las reformas alentaron la esperanza de un cambio profundo en el sentido de conformación de un nuevo pacto social; al mismo tiempo las movilizaciones se ampliaban las movilizaciones de los sectores de sociedad que buscaban afirmar sus nuevos derechos, entre ellos los pueblos indígenas.

      En la historia de México hay distintos intentos de generar instancias de inclusión de los indígenas a la vida nacional. En términos muy esquemáticos se puede reconocer un primer momento signado por los anhelos de modernización y los deslizamientos de la lógica occidental que, al buscar la homogeneidad, tendieron a volver invisible la condición indígena; en un segundo momento, en cambio, la preocupación por la cuestión indígena se estableció a partir del reconocimiento y el respeto de las diferencias; sin embargo, como luego veremos, hay distintos aspectos de la política pública mexicana que permiten observar que dicho reconocimiento es más bien una cuestión formal que efectiva.

      Entre estos dos momentos hay uno intermedio (cronológicamente hablando) que es la visión de la integración en el que desaparece prácticamente el concepto de raza y la definición de lo indígena se basa en la cultura y, de manera especial, en la lengua como su rasgo diagnóstico; desde esta concepción de integración, empieza a adquirir sentido la política de desarrollo de la comunidad para lograr hacer integral la acción indigenista.

      Pese a las diferencias entre el primer momento y el intermedio, hasta finales de la década de los noventa del siglo pasado las perspectivas planteadas acerca del tema indígena se han caracterizado por responder a una política de Estado denominada como indigenismo que, bajo diferentes modalidades, ha configurado la acción gubernamental de forma unidireccional hacia la población indígena, en un intento por construir una única nación mexicana en la que “todos hablen el mismo idioma”.

      Aguirre Beltrán identifica tres políticas indigenistas: una es la política indigenista de segregación que se da durante el régimen colonial en América y que establece una barrera étnica que estructura a la sociedad colonial como una sociedad dividida en castas. La política indigenista incorporativa que surge con la emergencia de los Estados nacionales independientes; tal política se desarrolló bajo el signo de las ideas liberales y la incorporación se sostuvo sobre la base de la libre competencia, la ganancia y la propiedad privada. El objetivo de esta política era “convertir al indio en ciudadano de la nación emergente, concebida ésta como una nación occidental”. Finalmente la política de integración que pretende introducir, desde la diferencia, un elemento de justicia social en la política indigenista (Díaz Polanco, 1979: 18-19). El papel de los tratados internacionales ha cumplido un rol fundamental en esta tarea de la “inclusión” de los distintos grupos indígenas (Rouland, 1999).

      El indigenismo puede ser concebido como un “estilo de pensamiento” que forma parte central de una corriente cultural y política más amplia, identificable como el pensamiento nacionalista, pensamiento que orientó el discurso del Estado desde los años veinte a los ochenta del siglo pasado. Es así que se puede reconocer como “indigenista” no sólo a los intelectuales, a las instituciones, a las acciones y visiones de los funcionarios en torno a la política pública hacia los indígenas sino también a los discursos educativos estatales sobre estos temas. Es posible incluir arqueólogos y la producción artística que exalta a las culturas indígenas como origen de la nacionalidad mexicana (Zolla Márquez, 2004). A continuación expondremos las principales características de estos períodos.