Tal vez somos eléctricos. Val Emmich
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Название: Tal vez somos eléctricos

Автор: Val Emmich

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия:

isbn: 9788418509308

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СКАЧАТЬ hay algo mal en ti. Te surge la duda sobre lo «normal» que eres. Empiezas a obsesionarte con tus diferencias de una manera que sabes que no resulta ni saludable ni útil. Te miras la mano hasta que deja de ser tal. Es una pequeña calzone unida a tu muñeca. O una serpiente que se ha tragado una vieja antena de televisor. Es el último fragmento de cinta adhesiva extraído de un rollo que no para de pegarse a sí mismo y se vuelve un nudo frustrante.

      Tratas de atraer la atención de los demás para alejarla de lo que te diferencia de ellos. Llevas manga larga en verano, camisetas con eslóganes atrevidos e hipnóticos en la parte delantera. Bromeas, mucho, sobre todo a tu costa.

      Cuando llegas a la adolescencia, lo superas. Te aburre el tema. En serio, ¿a quién le importa? Solo es una mano. Nada especial, ni mucho menos. Nadie le presta atención a una mano. Tú no. Ni tus amigos o familia. Eres consciente de ella, pero no te obsesionas. Solo parece que les importa a los desconocidos. El problema es que hay muchos extraños, siempre aparecen más y te recuerdan lo que habías olvidado. Resulta agotador. No tienes energía para educar a cada persona nueva que conoces. O para enfrentarte a los adultos de tu vida que aún no han aprendido. Es más fácil hundirte en la última fila, evitar sus ojos, hacerte pequeñita y callarte, callarte siempre.

      18:54

      Recojo el botiquín de primeros auxilios y vuelvo a colocarlo en el último estante. Me quedo agachada detrás del mostrador y lo toqueteo durante más tiempo de lo normal. Necesito pensar. ¿A qué ha venido esa llamada telefónica? ¿Por qué me ha pedido que la haga yo? ¡Y la sangre! ¡No podemos olvidar la mala sangre! Tal vez, al ponerme de pie, Mac haya desaparecido por arte de magia para que pueda volver a centrarme solo en mí.

      Me levanto y mis plegarias han sido escuchadas, porque se ha desvanecido. No ha costado nada. Miro por la ventana, pero no hay rastro de él. A continuación, me apresuro hacia la puerta principal y echo el pestillo pegajoso para abstraerme del mundo. Suspiro de alivio. ¿O es de decepción? ¿Acabo de desaprovechar el momento más interesante de mi vida? Juro que estaba aquí hasta hace un segundo. Mac Durant. Se ha marchado sin despedirse. Ni darme las gracias por vendarle la mano. De repente, un ruido en la habitación de atrás hace que me gire. Cuando llego, Mac está sujetando uno de los fonógrafos.

      —Cuidado —le advierto, aliviada al encontrarlo aquí y, a la vez, asustada de nuevo. Da tanto miedo como toparse con un unicornio: porque has asumido que no es real.

      Doy un paso hacia delante y alcanzo el brazo del gramófono antes de que toque el disco. Ya hemos manchado la cara del señor Edison. Lo último que necesito es ser responsable de dañar uno de estos valiosos aparatos.

      —Es de los años treinta —le informo—. No se puede romper.

      —Tenemos un tocadiscos en casa.

      —No es como este.

      —Bastante similar. —Supongo que es genial que haya recuperado la confianza al máximo, pero, por desgracia, no tiene ni idea de lo que habla—. ¿Funciona? —pregunta.

      Incluso en su estado actual, con el pelo grasiento y desaliñado y un claro rubor en las mejillas, Mac desprende un poder del que es difícil defenderse. Sí, el tocadiscos funciona, aunque no con cualquier disco, solo con los que pertenecían a Edison y estos se usan únicamente durante las visitas guiadas. El museo abre cuatro días a la semana. Hoy, sábado, ha cerrado a las cuatro y volverá a abrir mañana a las diez, si el tiempo lo permite. Sin embargo, hace meses que no trabajo en el Thomas Edison Center y ninguno de los dos debería estar aquí.

      Pero aquí estamos. Genial. Vamos a darnos prisa. Abro el panel frontal del fonógrafo más grande y dejo caer la aguja. La música suena alta y llena de vida. La escuchamos durante un largo minuto (aunque me cueste). Por injusto que parezca, me siento responsable de lo que estamos escuchando, como si fuera el artista que ha grabado la canción y lo que pensase Mac me afectara personalmente. Marca el compás con un pie y lo mueve a un ritmo rápido. Echa un vistazo al móvil antes de guardarlo. Cuando la música termina, enfundo la aguja y cierro el panel.

      —Es un gran éxito para el público de más de noventa años —comento con la esperanza de que no me asocie con el rollo que le he obligado a soportar.

      Entonces se dirige hacia otra exhibición. Su forma de andar, pausada e inquisitiva, crea la absurda sensación de que esto era lo que tenía planeado para la tarde del sábado, repasar la historia de Thomas Edison que llevaba mucho tiempo ignorando. Sigo sus movimientos y lo estudio de perfil (por razones de seguridad, por supuesto). Tiene una nariz pronunciada que le queda bien. Los labios parecen pintados con un caro pincel. Para ser sincera, he soñado despierta con difamar su cuadro.

      —¿No deberíais haber cerrado ya? —pregunta Mac—. La cosa se está poniendo fea ahí fuera.

      Me dedica una mirada rápida y solo entonces asimila mi apariencia, cada curioso centímetro de ella. La sudadera roja encogida en la lavadora con la que llevaba holgazaneando todo el día es mi apuesta segura de comodidad y vaguería, pero no es un atuendo de trabajo muy convincente. Quizá parezca una empleada del museo por la forma de hablar, pero es evidente que mi aspecto indica lo contrario.

      —El taxi está a punto de llegar —contesto—. En cualquier momento. —Una mentira en toda regla.

      —Puede que el Gobierno declare el estado de emergencia. —Niega con la cabeza—. Siempre exageran este tipo de cosas. A la gente le encanta el drama.

      Gente. Es decir, otras personas. A él no. A Mac Durant no le gusta el drama. Ese es el mensaje que trata de mandar. Aun así, es él quien está provocando el drama ahora mismo. Planeaba esconderme en el museo durante un tiempo, pero, por su culpa, mi refugio ya no es un lugar seguro. Debería irme. Ya.

      No quiero volver a casa, pero ¿qué otra opción me queda? No tengo dinero ni móvil. Ninguno de mis amigos vive lo bastante cerca como para llegar a su casa a pie. Tal vez acudiría a Neel en un momento así, pero nos hemos peleado. Volver a casa no tiene por qué significar que vaya a hablar con mi madre. Podría ir directamente a mi habitación y esconderme bajo la manta. Sin embargo, antes de eso, tengo que conseguir que Mac se vaya. Me aclaro la garganta.

      —Estoy segura de que tienes… ya sabes, planes o lo que sea.

      No responde, está demasiado ocupado leyendo con atención las paredes del museo. Voy a apagar las luces para que pille la indirecta. Es una decisión extrema y tal vez lo descoloque, pero ha llegado el momento de atreverse a hacer las cosas. Supero la aversión a mí misma y me escabullo hasta el interruptor de la luz; sin embargo, cuando lo alcanzo, Mac se interpone en mi camino sin darse cuenta y me veo obligada a retroceder.

      —¿Todavía vas en bus? —me pregunta mientras hace una pequeña pirueta para interceptarme.

      —Sí —respondo, sorprendida de que lo recuerde—. Por desgracia.

      Mac no ha cogido el bus desde primaria y, entonces, casi siempre estaba dormido por las mañanas. Este es un tema del que me encantaría oírle hablar largo y tendido: el pasado, nuestro pasado, los pequeños momentos que compartimos, pero abandona el recuerdo de forma tan abrupta como lo ha evocado.

      Decido que es hora de enviar el mensaje que está demostrado que funciona: un bostezo. Mientras Mac explora, hago mi primer intento, pero apenas es audible. En mi segundo intento, proyecto la voz y lo preparo para que suene como un viejo mago que está expulsando una piedra del riñón.

      —Tío —digo, sobreactuando—. СКАЧАТЬ