Tal vez somos eléctricos. Val Emmich
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Название: Tal vez somos eléctricos

Автор: Val Emmich

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия:

isbn: 9788418509308

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СКАЧАТЬ Me pongo en pie y salgo al pasillo como una espía escondida en una esquina. Se acerca al viejo teléfono, pero no coge el auricular. En ese momento, me doy cuenta de que tiene la mano ensangrentada. Entonces, levanta la cabeza y me ve.

      —Hazlo tú —me pide. Me cuesta hablar. Me tiende el auricular—. Necesito que hagas la llamada. Yo te diré lo que tienes que decir.

      No veo maldad en sus ojos, solo apremio. Lo observo mientras presiona tres números con la mano ensangrentada. No quiero tener nada que ver con ninguna llamada que se pueda hacer con solo tres números. Estoy a punto de advertirlo de esta nueva política no escrita que me he inventado, pero me hace un gesto con un movimiento rápido de la mano y pronuncia mi nombre.

      —Tegan —dice. Acaba de decir mi nombre, sabe mi nombre… Es demasiado.

      Dejo que me pase el auricular. Una débil voz dice:

      —911. ¿Cuál es su emergencia?

      Mac me hace un gesto para que me lleve el auricular a la oreja. Es como si me enseñara a utilizar un aparato que no he visto antes, como si perteneciera a la época de Edison. Es lo que hace cualquier persona cuando llama por teléfono: colocarse la parte superior en la oreja y la inferior junto a la boca antes de hablar, pero ¿qué se dice?

      —Me gustaría informar sobre algo que ha pasado —susurra Mac para indicarme lo que tengo que decirle a la operadora.

      No puedo. Me he quedado muda. Me suplica con sus enormes ojos y, claro, me oigo repetir la frase palabra por palabra:

      —Me gustaría informar sobre algo que ha pasado.

      Mac entorna los párpados por el dolor antes de dictar la siguiente frase.

      —Hay un hombre dentro de un garaje.

      —Hay un hombre… —comienzo.

      —Dentro de un garaje —me apremia Mac.

      —Dentro de un garaje.

      —Tiene el coche en marcha. Dentro del garaje.

      —Tiene el coche en marcha dentro del garaje —repito.

      —Creo que está intentando autolesionarse —prosigue.

      Me detengo. Mac asiente. No pasa nada. No pasa absolutamente nada. Con los ojos me promete que estamos juntos en esto, por lo que le digo a la operadora:

      —Puede que esté intentando autolesionarse.

      Levanta los pulgares. Alejo el auricular de mi boca y le informo de que la operadora me ha pedido una dirección.

      —El número 88 de Anchorage Road —contesta Mac.

      Le doy la dirección a la operadora y solo entonces asimilo la información. Mac vive en Anchorage, cerca del museo, en la dirección opuesta a mi casa. El centro cultural se encuentra más o menos a medio camino.

      La operadora me pregunta cómo me llamo. Al oír esto, Mac me indica mediante señas que cuelgue. Vacilo, pero me arrebata el auricular y cuelga. El museo está en silencio, tranquilo. Me doy cuenta de que tiene la mano ensangrentada, pero se la mete en el bolsillo del abrigo.

      Mac Durant respira hondo, levanta los hombros y exhala. Toda la tensión con la que ha entrado en el museo ha desaparecido. Una transformación. Vuelve a ser el chico de siempre, con sus distendidos hoyuelos, ojos de un dorado líquido y eterna fanfarronería. Y me está mirando a mí, a mí, mientras pronuncia la palabra más directa en la situación menos directa de todas:

      —Gracias.

      18:39

      El teléfono permanece en silencio entre ambos. Lo observamos como si se tratara de un cadáver abandonado en una fosa. Me enfrento a la idea de que acabo de participar en algo gordo y que no sé qué es.

      —Ha sido raro. Iba caminando y he visto a un tipo sentado en el coche, en su garaje —comienza a explicarme Mac.

      Espero a que siga contando el resto de la historia, pero se limita a sonreír como si dijera: «Bueno, ha sido divertido. ¿Qué hacemos ahora?». Un momento. Después de lo que me ha obligado a hacer, me debe una explicación seria. ¿A dónde iba en mitad de una tormenta de nieve? ¿Qué le ha hecho pensar que el tipo trataba de hacerse daño? ¿La puerta del garaje no tendría que estar cerrada? Entonces, ¿cómo lo ha visto? Además, si estaba tan cerca de casa, en su propia calle, ¿por qué no ha llamado desde allí? Ah, sí, y ¿qué le ha pasado en la mano?

      Es una pena que no pueda verbalizar nada de esto. Las cosas no funcionan así. Hablar significaría romper con las reglas de nuestro universo compartido en el que él impone su voluntad y yo obedezco en silencio. Mi sorpresa aumenta todavía más cuando se mete la mano en el bolsillo del abrigo y enciende el móvil. ¡Su móvil, el que podría haber usado perfectamente para pedir ayuda! No puedo dejar pasar esto. A la porra el universo.

      —Bonito teléfono —suelto.

      Lo examina como si buscara qué tiene de bonito.

      —Gracias —comenta y me mira como si yo fuera la rara de los dos. Acto seguido, se mete el móvil en el bolsillo y echa un vistazo a la sala—. Nunca había entrado. Paso por aquí a todas horas, pero…

      Entonces, se pone en movimiento con un aspecto elegante incluso en mitad de una crisis: chinos holgados, deportivas blancas y un abrigo acolchado con la capucha de pelo artificial. Se acerca al busto de Thomas Edison que da la bienvenida a todos los visitantes cuando entran en el museo. Lo llaman «El mago de Menlo Park». A Edison, no a Mac Durant, aunque, sinceramente, el nombre sirve para ambos.

      —Así que aquí está —dice Mac con el tono más neutro posible—. El hombre, el mito, la leyenda.

      —El mito —repito y mi propia voz me sorprende.

      Mac me muestra uno de sus profundos hoyuelos.

      —¿No te gusta?

      Me encojo de hombros. Como mi padre, antes admiraba a Thomas Edison, pero ahora creo que está sobrevalorado. De todas maneras, ¿de qué estamos hablando? ¿Por qué Mac sonríe como si todo esto le divirtiera? Al mismo tiempo, el miedo ante la desconocida gravedad de la situación me sacude y la gran predictibilidad de esta me desconcierta. ¿Me encuentro en peligro o solo atrapada en el mismo programa de telebasura adolescente que vivo todos los días? Porque, en cierto modo, es muy típico de los chicos como Mac Durant colarse aquí como si el lugar fuera suyo mientras todas las puertas del patio de los dioses se abren para él y todas las mujeres que cree que merecen su mirada dorada se pliegan a su mandato, incluso si eso supone implicarse en posibles actos criminales. ¿Y ahora qué? ¿Estamos pasando el rato y hablando de forma inocente?

      Centro los ojos en el suelo. Junto al patrón cuadrado ahora hay una nueva imperfección: puntos rojos. Sigo la trayectoria hasta la mano de Mac, que hasta hace un momento estaba tocando el busto de Edison.

      —No —digo.

      —¿Qué pasa?

      —No, no, no.

      —¿Estás bien?

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