Название: Ostracia
Автор: Teresa Moure
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788409329564
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Ostracia es un tiempo para sacar fuerzas de algún recóndito lugar sin nombre. Es posible que las cartas no lleguen a destino; incluso así, hay que intentar siempre escribir. Escribir para que Inna no se olvide de mamá. Escribir para que Vladimir se sienta querido como los otros hijos. Escribir para que Alexander y Fedor entiendan que ella no ha hecho mal alguno. Escribir para que Várvara y Andrei no vean cómo se borra la imagen vaga de su madre. Escribir para que el marido sepa que todo continúa en orden, que ella es quien quiere ser. Escribir para ser. Escribir para matar el tiempo y que discurra rápido. Escribir para olvidar que el mar es blanco, que son blancos los lagos y el estuario, que todo es tan blanco como las lápidas del cementerio, que todo es frío e inerte, que en estas tierras abunda la sífilis y la malaria, que el alimento es escaso, que los animales salvajes vagan próximos y en las largas noches aúllan a la puerta. <<Siguiendo hacia el norte, ni os imagináis cómo son los osos: ¡Son blancos! ¡Y tan lindos!>>. Pero no todo en la vida es escribir. Las largas horas de espera dan para ensayar las artes de la cocina, para aprender todos los dialectos del ruso, todas las formas de la camaradería y el humor. <<A decir verdad, debería levantarme para poner el samovar, pero tengo fama de ser perezosa. Me levanto más tarde que los demás y, cuando consigo llegar, el té ya está listo>>.
Una tarde, un poco antes de las dos, cuando el sol se pone, sale por leña. Es difícil caminar entre la nieve sin mojarse completamente. El aire glacial quema la nariz por dentro y, aun protegiendo las manos con guantes gruesos, el frío no permite que la tarea mínima de coger unos cuantos troncos se resuelva con rapidez. Todo es lento, lento y blanco, como los fantasmas, que tal vez haya comenzado, ella también, a padecer alucinaciones. Entonces es cuando lo ve. A pocos pasos de ella, un ejemplar magnífico de lobo ártico está mirándola intensamente. De los labios del animal sale el humo de la respiración, como si fuese un dragón de las leyendas infantiles. Inessa no grita; es probable que esté asustada pero no corre. Una camarada no hace pucheros como una burguesita moscovita, aunque lo sea. El lobo podría ser un hombre, tan atrayente le parece. En sus ojos se aprecia que guarda la tenacidad de los seres míticos, la firmeza de los rebeldes que no se dejan domesticar. Por eso, tal vez, Inessa permanece quieta: para merecer esa mirada. Para merecerlo. No mueve un músculo y cualquiera que pudiese ver la estampa pensaría que el pánico la ha dejado paralizada, pero las cosas no son tan simples. Los cuentos de la infancia relataban que quien sostenía la mirada del lobo durante unos segundos se quedaba para siempre cautivo de su belleza, del poderío. El lobo nunca se excede en nada, se ajusta a la disciplina de su manada y caza en grupo, respetando la jerarquía y actuando de manera organizada, como un comando revolucionario. El lobo no es sanguinario: a veces tiene que llevarse una oveja, de ahí el relato de su ferocidad, pero es raro que mate el rebaño entero. El lobo no habla. No se fatiga en transmitir su pasión por la libertad. El lobo recorre enormes distancias a medio trote, eficaz, sin correr y sin pararse nunca, concentrado, como si hiciese un esfuerzo por resumirse, por atender lo esencial y olvidar los lujos. Igual que las gentes de esta tundra inmensa; igual que los revolucionarios, todos ellos gente sobria. El lobo tiene una figura imponente pero bien cara le hacen pagar esa buena planta, el sigilo de sus movimientos y, sobre todo, ese fulgor de la mirada: la belleza. El lobo que Inessa contempla tiene los ojos rasgados, como un mongol, y exhibe la luz brillante de su poder. O de su voluntad de poder, más bien. La belleza del lobo le mete a Inessa el bosque entero dentro. Pasados unos segundos, esos segundos de entendimiento fuera del código ancestral de dos especies enfrentadas, se marcha a trote ligero. Inessa recoge los leños que ha de devorar el fuego en esa noche ártica y regresa a casa sin darse la vuelta. Está segura de que no será atacada. En los años siguientes ha de vivir a la espera de perderse, una vez más, en unos ojos como esos: unos ojos que anuncian el placer de caminar al lado del lobo, de ser suya.
15
Todos los días a esta misma hora, a las once en punto de la mañana, el Café des Manilleurs hierve de animación. Cómo es de linda París es cosa para no contar por falta de palabras, pero la ciudad es demasiado grande y algo hostil al viajero, pues todo cuesta dinero, así que los rusos en la emigración, entre pasear y buscarse un trabajo, se refugian del frío y hablan y hablan de política y aquí Gaston, el propietario, sabe atender a su clientela, porque, si le hablan de lo buenos que eran los tiempos antiguos, él dirá oui, oui!, con todo convencimiento, pero si le hablan de socialismo y de la imprescindible reorganización para un último ataque antes de que los Románov paguen sus pecados con las propias cabezas, él responderá bien sûr. Quien tiene la fortuna de poseer un local como el Café des Manilleurs no debe nunca contradecir a quien habla, pues hasta un perro sabe que debe lamer la mano que le da de comer. Así que Gaston −que un día llegará a regentar tres cafés y casar a sus hijas, todas feas, con auténticos monsieurs− va danzando al ritmo que marca la música. A los nostálgicos les sirve algo de un vodka pésimo que destilan en Poitiers, aunque él asegure que se lo mandan directamente de Kiev, que es el único nombre ruso que conoce con certeza. Cuando finalmente beben, tiene que sacar el pañuelo del bolsillo para secarles las lágrimas, que el carácter ruso es así, tendente a la melancolía y puede emocionarse con un vodka cualquiera. A los otros, a los más enérgicos, les sirve un té al estilo ruso y hace luego indicación oportuna con el dedo índice para que suban al piso superior, que es donde, en un cómodo reservado, pueden hablar a gusto de sus cosas. En caso de que hagan un día todo lo que prometen, por lo menos cuando hablan en francés –que esos rusos son todos educados y políglotas–, mejor será que se acuerden de él como amigo que como enemigo. Porque si todo puede suceder –y según estos conspiradores puede suceder cualquier cosa– incluso puede florecer un desierto y llegar el día en que los obreros sean iguales a los ricos, aunque eso exigirá derramar algo de sangre y ahí Gaston está atento a vigilar que no sea la suya la derramada. Mientras se mesa el bigote y baja las escaleras con la bandeja en la mano, Gaston ve entrar a un asiduo de las últimas semanas, que apenas un ojo de águila como el suyo podría haber distinguido y reconocido entre el grupo, porque este, que está ahora recorriendo el local hasta el fondo, es un hombre como todos, ni muy alto ni muy elegante, ni muy afable ni bebedor; un hombre como tantos otros hombres en el mundo. Gaston se tiene a sí mismo por un especialista en la rara arte de catalogar a la gente porque, sin haber asistido a universidad alguna, aprovechó en tantas conversaciones profundas que ha escuchado, la buena inteligencia que le legó su madre, una campesina de Poitiers, lista como una ardilla. Es por todo eso que Gaston sabe reconocer a alguien importante en cuanto lo ve. Esa nueva ciencia de la psicología es fundamental para quien lucha por el progreso de un local como el suyo, un local donde se cocinan algo más que lentejas todos los días. Gaston, algo distraído en tantos pensamientos sobre sí mismo, contempla cómo el hombre gris, seguido por su gris esposa, СКАЧАТЬ