Название: Once escándalos para enamorar a un duque
Автор: Sarah MacLean
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: El amor en cifras
isbn: 9788418883118
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—No tardaremos en verlo. Todo el mundo sabe que los italianos son de moral relajada.
Juliana no pudo soportarlo más.
Dejó atrás a Mariana y se abrió paso hasta el salón de las damas, donde las tres mujeres estaban retocándose el maquillaje frente al enorme espejo colgado en una de las paredes de la sala. Sonriendo abiertamente a las mujeres, Juliana disfrutó de su inmovilidad, resultado de una combinación de sorpresa y disgusto.
Lady Sparrow, con su fría hermosura y su absoluta maldad, seguía riéndose de su propia ocurrencia. La dama se había casado con un vizconde, rico como Creso y el doble de viejo, tres meses antes de que este muriera y la dejara en posesión de una inmensa fortuna. La vizcondesa estaba acompañada de lady Davis, quien aparentemente no había tenido bastante con su legendaria extravagancia naranja, pues iba enfundada en un atroz vestido que acentuaba de tal modo su cintura que más que una mujer parecía una enorme calabaza.
Había una joven dama con ellas a la que Juliana no conocía. Menuda y rubia, con un rostro redondo, ancho y ordinario y ojos asustados. Juliana se preguntó fugazmente cómo habría acabado en semejante nido de víboras. De él saldría muerta o transformada. Tampoco le preocupaba demasiado.
—Señoras —dijo en un tono ligero—, un grupo más sagaz se habría asegurado de encontrarse a solas antes de iniciar una conversación que afecta a tanta gente.
La boca de lady Davis se abrió y se cerró como la de una trucha, y después desvió la mirada. La mujer menuda se sonrojó y entrelazó las manos con fuerza a la altura del pecho, en un gesto que solo podía indicar arrepentimiento.
No así lady Sparrow.
—A lo mejor sí que éramos perfectamente conscientes de la compañía —se burló—. Solo que no temíamos ofenderla.
Mariana, eligiendo el momento a la perfección, salió entonces de la antecámara. El resto de las damas contuvieron el aliento al reparar en la presencia de la duquesa de Rivington.
—Pues es una lástima —dijo en el tono claro e imperioso propio de su título—, porque me siento profundamente ofendida.
Mariana abandonó la habitación, y Juliana contuvo la sonrisa ante la impecable y justificada actuación de su amiga. Devolvió la atención hacia el grupo de mujeres y se acercó a ellas, disfrutando del modo en que se removían, incómodas. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para oler su empalagoso perfume, dijo:
—No teman, señoras. Al contrario que mi cuñada, yo no estoy ofendida.
Hizo una pausa y movió la cabeza de un lado al otro, comprobando de un modo exagerado el estado de su cabello y recolocando un rizo errante de vuelta a su tocado. Cuando estuvo segura de contar con toda su atención, añadió:
—Han planteado su desafío. Lo acepto encantada.
No volvió a respirar hasta encontrarse fuera del salón de las damas; la ira, la frustración y la aflicción que bullían en su interior le provocaron vértigo.
No debería haberle sorprendido que cotillearan sobre ella. Había sido así desde el mismo día en que llegó a Londres.
Aunque se había convencido a sí misma de que por aquel entonces habrían dejado de hacerlo.
Pero no. Nunca lo harían. Aquella era su vida.
Llevaba el estigma de su madre, que seguía siendo un escándalo, veinticinco años después de abandonar a su marido, el marqués de Ralston, y a sus dos hijos gemelos, huyendo de aquella reluciente vida aristocrática para refugiarse en el Continente. Su periplo terminó en Italia, donde conquistó al padre de Juliana, un comerciante muy trabajador que juró no haber deseado nada más en la vida que a ella, su inglesa de cabello azabache, ojos brillantes y sonrisa generosa.
Se había casado con él, una decisión que Juliana había acabado identificando como el tipo de comportamiento temerario e impulsivo por el que su madre había sido conocida.
Un comportamiento que ahora amenazaba con dominarla a ella.
Juliana esbozó una mueca ante semejante pensamiento. Cuando actuaba impulsivamente, lo hacía para protegerse.
Su madre había sido una aristócrata con una tendencia casi infantil por el dramatismo. Pese a haber envejecido, nunca había madurado.
Juliana supuso que debía dar gracias por el hecho de que la marquesa también la hubiera abandonado a ella y a su padre. No quería ni imaginar las cicatrices que podría haberles dejado.
Su padre hizo todo lo que estuvo en su mano para criar solo a una hija. Le había enseñado a hacer nudos, a reconocer una carga defectuosa y a regatear con los peores y mejores comerciantes…, pero nunca le contó lo más importante.
Nunca le dijo que tenía una familia.
Se enteró de la existencia de sus dos hermanastros, nacidos de la madre a la que apenas había conocido, después de la muerte de su padre, cuando descubrió que sus fondos habían sido depositados en un fideicomiso y que un desconocido marqués británico iba a ser su custodio.
En cuestión de pocas semanas, su vida dio un vuelco.
La dejaron en la puerta de Ralston House junto a tres baúles con sus posesiones y su doncella.
Y todo gracias a una madre sin un ápice de instinto maternal.
¿Cómo sorprenderse de que la gente cuestionara la personalidad de su hija?
¿De que incluso ella misma de la cuestionara?
No.
Ella no era como su madre.
Nunca había dado la más mínima muestra de serlo.
Al menos no a propósito.
Pero aquello no parecía tener ninguna importancia. Aquellos aristócratas se fortalecían insultándola, mirándola con sus rectas y largas narices, erguidos. En ella solo veían el rostro de su madre, el escándalo de su madre, la reputación de su madre.
A nadie le interesaba saber quién era ella en realidad. Solo les importaba que era diferente, que no era como ellos.
Sentía la tentación de demostrarles lo distinta que era de ellos…, de aquellas criaturas impertérritas, insulsas y desapasionadas.
Respiró hondo para recuperar la compostura y dirigió la mirada hacia el otro extremo de la sala de baile, hacia las puertas que daban al jardín. Empezó a moverse en aquella dirección pese a saber que no debía.
Sin embargo, en el torbellino de emociones que la embargaban, fue incapaz de encontrar un motivo para no hacerlo.
Mariana apareció de la nada y apoyó una delicada mano enguantada en el hombro de Juliana.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. —No miró a su amiga. No podía.
—Son horribles.
—Y СКАЧАТЬ