Название: Once escándalos para enamorar a un duque
Автор: Sarah MacLean
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: El amor en cifras
isbn: 9788418883118
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Los ojos de su amiga centellearon.
—Oh, es realmente agotador. Espera un poco y lo descubrirás por ti misma.
Juliana lo dudaba.
Mariana, apodada el Ángel de Allendale, no había perdido el tiempo a la hora de conocer y casarse con su marido, el duque de Rivington, en su primera temporada. Había sido el cotilleo del año, un encuentro amoroso cuasi instantáneo que había resultado en una boda espléndida y en un torbellino de compromisos sociales para la joven pareja.
Mariana era la clase de persona a la que la gente adoraba. Todo el mundo deseaba estar cerca de ella, y por eso nunca estaba sola. Había sido la primera amiga de Juliana en Londres; tanto ella como su duque habían decidido mostrar a los demás que la aceptaban, independientemente de su genealogía.
En la presentación pública de Juliana, Rivington la había reclamado para el primer baile, estampando en ella de forma instantánea el sello de la venerable aprobación ducal.
Tan distinto del otro duque que había asistido al baile aquella noche. Leighton no había mostrado la más mínima emoción aquella noche, ni cuando lo miró a sus ojos fríos del color de la miel desde el otro extremo del salón, ni cuando pasó por su lado de camino a la mesa de los refrigerios; ni siquiera cuando se encontró con ella en una sala privada alejada del baile.
Aquello último no era completamente cierto. En ese momento sí mostró emoción. Aunque no el tipo de emoción que ella esperaba.
El duque estaba furioso.
—¿Por qué no me dijo quién era?
—¿Tan importante es?
—Sí.
—¿Qué parte? ¿Que mi madre sea la descarriada marquesa de Ralston? ¿Que mi padre fuera un comerciante? ¿Que yo no tenga título?
—Todo es importante.
A Juliana la habían advertido sobre él. El duque del desdén, profundamente consciente del lugar que ocupaba en la sociedad, sin interés alguno por aquellos que consideraba inferiores a él. Era conocido por su actitud huraña, por su frío desprecio. Juliana había oído que elegía a sus sirvientes por su discreción; a sus amantes, por su carencia de emoción; y a sus amigos, por…, bueno, nada hacía pensar que el duque se rebajara ante algo tan mundano como la amistad.
Pero hasta ese momento, cuando descubrió su identidad, Juliana no había creído en las habladurías. Hasta experimentar en persona su infame desdén.
Había sido doloroso. Mucho más que las opiniones de todos los demás.
Y entonces Juliana lo había besado. Como una estúpida. Y había sido más que agradable. Hasta que él la apartó con una violencia que aún seguía avergonzándola.
—Es un peligro tanto para usted como para los demás. Debería regresar a Italia. Si se queda aquí, sus instintos la llevarán a la ruina más rápido de lo que imagina.
—Lo ha disfrutado —dijo Juliana con la acusación manteniendo a raya el dolor.
El duque le dirigió una mirada fría, calculadora.
—Por supuesto. Pero a menos que desee convertirse en mi amante, para lo que está más que capacitada… —Juliana jadeó, y él terminó la frase como si estuviera clavándole una daga en el pecho—, haría bien en recordar cuál es su posición.
En aquel momento Juliana decidió quedarse en Londres para demostrarles, a él y a todo aquel que la juzgaba desde detrás de sus elegantes abanicos y sus impávidos rostros ingleses, que ella era más de lo que aparentaba.
Juliana se pasó la punta del dedo por la rosada cicatriz en su sien apenas visible, el último vestigio de la noche en que acabó en el carruaje de Leighton, y volvió a rememorar todos los momentos dolorosos de las primeras semanas en Londres, cuando era inexperta y estaba sola, y aún esperaba convertirse en uno de ellos…, en una aristócrata.
Tendría que haberse dado cuenta antes, por supuesto. Jamás la aceptarían.
La doncella terminó de arreglar el dobladillo de Mariana y Juliana observó cómo se zarandeaba la falda antes de girar sobre sus talones.
—¿Regresamos?
Juliana encorvó los hombros exageradamente.
—Si no queda más remedio…
La duquesa se rio, y juntas se encaminaron hacia la sala principal del salón.
—He oído que la noche del baile de otoño en Ralston House la descubrieron en un tórrido abrazo en los jardines.
Juliana se quedó petrificada al reconocer el tono agudo y nasal de lady Sparrow, una de las cotillas más notables de la sociedad.
—¿En los jardines de su hermano? —El jadeo de asombro dejó claro que Juliana era el tema de conversación.
Dirigió la mirada hacia una furiosa Mariana, que parecía dispuesta a asaltar la habitación y a sus indiscretas moradoras, cosa que Juliana no podía permitir. Apoyó una mano en el brazo de su amiga, para detenerla, y esperó mientras escuchaba.
—Es solo mitad aristócrata.
—Y todas sabemos cómo era esa mitad. —Un coro de risas acompañó el escarnio, dolorosamente preciso.
—Resulta sorprendente que haya tanta gente dispuesta a invitarla —dijo otra arrastrando las palabras—. Esta noche, por ejemplo… Pensaba que lady Weston sabía juzgar mejor a las personas.
Juliana también lo pensaba.
—Es complicado invitar a lord y lady Ralston sin extender la invitación a la señorita Fiori —señaló una nueva voz, seguida por un resoplido de escarnio.
—No es que ellos sean mucho mejores… Con el escandaloso pasado del marqués y el poco interés que despierta la marquesa. Aún me pregunto qué hizo para ganárselo.
—Por no hablar de lord Nicholas, casado con una palurda de campo. ¡Qué horror!
—Eso es lo que ocurre cuando se mezcla una mala estirpe con la buena sangre inglesa. Es evidente que la madre ha… dejado su huella.
Aquello último llegó en forma de un cacareo histérico. La ira de Juliana empezó a desbordarse. Una cosa era que aquellas infames brujas la insultaran a ella, pero otra muy distinta que sus insinuaciones alcanzaran a su familia. A aquellos a quienes amaba.
—No entiendo por qué Ralston no le da una asignación y la envía de vuelta a Italia.
Juliana tampoco lo entendía. Había esperado que lo hiciera en incontables ocasiones desde que llegó, sin ser invitada, a la puerta de Ralston House. Su hermano ni siquiera lo había sugerido una sola vez.
Pero a Juliana aún le costaba creer que no deseara quitársela de encima.
—No les hagas caso —susurró Mariana—. Son unas mujeres horribles y detestables que СКАЧАТЬ