Memoria del frío. Miguel Ángel Martínez del Arco
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Название: Memoria del frío

Автор: Miguel Ángel Martínez del Arco

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Sensibles a las Letras

isbn: 9788418918186

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СКАЧАТЬ —y ahora es él el que sonríe.

      ¿Se le está insinuando? ¿O es una mera conversación sin más, pura cortesía? Tendrá que cuidarse, pero tiene cierta sensación de seguridad, tiene menos miedo. Lo observa de nuevo con más detalle, ese azul que se le trasluce también en la cara de barba cerrada. Unas manos grandes que reposan en su abrigo negro. Ahora que lo mira bien, repara en el bulto marrón a un lado, lleva pistola. Vuelve a mirarlo con expresión segura y le pasa como tantas veces, parece que sea un muñeco, un disfraz, una construcción de su cabeza. La encarnación del régimen como en un cuento. La camisa azul.

      —¿Por dónde vamos?

      —Estamos llegando a Valladolid, ya queda menos.

      Y en ese momento otro frenazo. De nuevo, un rollo pesado cubierto de tela cae del saco de viaje al suelo frente a ella. Él vuelve a levantarse y ella también, casi chocan. No va a llegar a Madrid. Se va a descubrir. Esto no es un cuento, ella no es Alicia. Ni él el conejo.

      Apenas ve el edificio al entrar, han llegado rápido. Es el número 36 de la calle Almagro. Tiene un portal monumental, inmenso, con una gran enrejada negra. La suben a trompicones por las escaleras a la segunda planta, abren la puerta sin más y dentro aparece una multitud. Una multitud que la acoge. Junto a la puerta hay una mesa y un montón de hombres con camisas azules que parecen ordenar papeles. La paran ahí. Un joven de civil y un falangista le piden los datos. Por detrás oye una voz. «La puta roja del PC, la sobrina de los de la carbonería de la calle Caracas. Que te dé los datos y para dentro».

      ¿De dónde han salido tantos falangistas, tanta tela azul? Los amos disfrazados de nuevos amos. No tiene miedo, está tan sofocada, tan excitada que no tiene miedo ahora. Solo queda expectación, curiosidad. Apenas da sus datos, los apuntan en un libro de registro. Pregunta dónde está y por qué la han traído. Nadie contesta. Vuelve a preguntarlo, entre los ruidos de gente dando vueltas y voces que se entrecruzan. «Estás aquí porque eres peligrosa, esto es una comisaría. Nosotros somos la policía del nuevo Estado».

      Pero esto no es una comisaría, ella lo sabe. La empujan hacia dentro y llega a lo que habría sido el salón de la casa. No tiene un solo mueble, salvo un par de sillas en un lado. La chimenea preside el espacio y hay tanta gente que incluso en su embocadura ve a tres mujeres mayores. Trata de encontrar caras conocidas, rostros en los que descansar sus ojos. Gente tirada encadenada a los radiadores, otros sentados, otros parados junto a las paredes. Va de cara en cara y descubre que es un deambular de miradas. Todas las fisionomías le parecen cercanas, todas observan con expresión asombrada, todas son como ella.

      El hombre con traje oscuro se sitúa en medio del gran salón. Habla con tono paternal, rodeado de otros cuatro en mangas de camisa, con las pistolas en la sobaquera. A su lado, ese montón de guardias y falangistas con los fusiles en ristre. Habla y habla sobre la justicia que llegará, la vida nueva que ha venido, que no hay nada que temer, que solo los asesinos tendrán castigo. Lo escucha sin atención, las palabras resbalan mientras sigue observando, de pie junto al radiador. La luz enorme de la primavera en la ventana, en la otra el albor contenido del patio interior.

      Al otro lado del salón se abre un pasillo. Largo. Con puertas a los lados. La conducen hacia allí. Abren una puerta al lado derecho. Un cuarto lleno de mujeres. La empujan dentro.

      Sentadas en el suelo de la habitación que hace de celda esperan que vuelva esa mujer a la que se llevaron hace más de una hora. Cuando la puerta se abre y la tiran en el suelo como un fardo, se vuelcan todas hacia ella. La acunan, viendo sus heridas abiertas en la boca y la expresión de desconsuelo. «Dejadme descansar». «¿Qué ha pasado, qué te han hecho?». «Dejadme descansar». Al cabo de un rato va volviendo a la vida, y las mira desde lejos. «No me han preguntado nada, nada de nada. Solo me pegaban. No me preguntaban, solo insultaban y me decían tú eres de Vallecas, de los del tren de la muerte. Pero nada más. ¿Por qué me pegaban así, sin preguntarme nada?». Para divertirse, piensa Manoli, por puro placer. Pero calla.

      Cuando se vuelve a abrir la puerta, la llaman a ella. Se levanta y sale al pasillo, mira a cada lado y ve el revuelo constante del sitio, la gente amontonada, las puertas cerradas. Quiere ir al baño, pero no lo dice. La puerta de la habitación del fondo se abre y entra en un lugar con ventanas tapiadas con maderos informes y luz en el techo. Paredes sucias. «Hombre, esta es la secretaria de Mendezona, y de Pepe Díaz. De los asesinos, que se han largado y te han dejado aquí tirada. Mírate niña, ven, siéntate aquí». Cuando otro policía le aprieta el hombro y se sienta, solo tiene en los ojos la luz de la lámpara. Un destello. Y silencio.

      Piojos. Y chinches. Se lo dice la de Vallecas. No sabía lo que eran, solo era rascarse, no los había visto hasta ahora. Luego los verá mucho más, aún no lo imagina. No hay ninguna higiene, dos minutos para lavarse las manos y la cara una vez al día, cuando las llevan al baño. Una manta que le ha traído Angelines es lo único que tiene, sobre lo que duerme. Como todas. Reparten lo que una vez a la semana traen las familias, las que pueden. Pero no están hundidas, no están desalentadas, ni siquiera después de las sesiones de golpes. Piensan que ya se va acabar. No puede durar. Van a salir indemnes. La de Vallecas, que es la mayor del grupo de catorce mujeres amontonadas en el cuarto, es la menos animosa. «Nos matarán aquí, o nos matarán fuera de aquí, vamos a envidiar a los que ya se murieron antes», dice de repente cuando ve a alguna de ellas llegar hecha un sudario tras algún interrogatorio. Pero luego pasan horas, incluso días sin que la puerta se abra salvo para ir al baño. Y entonces todas piensan que ese tiempo ha de acabar. Se cuentan sus vidas, algunas se conocen de vista, o conocen a gente común. Una malla que se teje y se desteje.

      Se abre la puerta y otra vez llaman. Todas están en tensión. Se levanta de nuevo. Ya sabe.

      Ve al hombre con la camisa sucia, el más mayor. En la mano sujeta una taza. Quizá de café, pero no logra verlo ni olerlo. Mantiene la taza en el aire sin probarlo mientras la observa en silencio. Sentada en una silla con tapicería color burdeos, una silla de patas torneadas, espera. Los primeros golpes llegan sin preguntas. Luego los dos que la golpean comienzan a hablar. No interrogan, solo hablan. Acusan. Desde el suelo al que ha caído, le parece imposible lo que escucha. «¿A cuánta gente matabais en tu oficina del partido, la escondíais allí mismo? ¿Dónde están los cuerpos de las monjas a las que habéis matado? ¿Dónde habéis enterrado a los niños?». Escucha, pero no escucha. Se dobla en el suelo tratando de protegerse de las patadas en la tripa, en los costados, en la espalda. La suben de nuevo a la silla. La boca le sabe a sangre. Tiene tanta sed. Desplaza los ojos y lo sigue viendo, frente a ella, con la taza suspendida en la mano.

      «Dinos el nombre de tu jefe. Quién era tu jefe. ¿En la carbonería escondías las armas? ¿Mataste a gente en la carbonería?». Piensa en su tío Pedro, en su tía Mariana. Tan mayores, trabajando aún con el carbón para que ella estudiara. Por dentro se ríe. Es como una defensa. Escucha por primera vez la voz del hombre de la camisa sucia. «Atadla». Ve entonces cómo inclina la taza sobre su boca y se la bebe de un trago. Un solo trago. Sí, parecía café.

      Cuando regresa al cuarto no es capaz de sentarse en el suelo. De apoyarse en la pared. Le han guardado un poco de agua en un frasco y se lo dan cuando se tiende. Sabe que tiene que esperar un rato. Aguardar. No dice nada. Con los ojos cerrados trata de imaginar lo que ha pasado. En medio del dolor, duerme.

      Ya no tiene hambre. ¿Qué día es hoy? Ya no lo saben, pero ayer trajeron a cuatro mujeres nuevas, tres habían salido por la mañana. Vienen de la calle Jorge Juan, otro lugar como este. «Hay muchos lugares como este, chicas. Y las cárceles están llenas». ¿Qué día es hoy? Es miércoles. ¿Miércoles qué? Miércoles 19. 19 de abril de 1939. «Mañana cumplo diecinueve años», dice Manoli. «Lo vamos a pasar en grande, ya verás». Y se ríen.

      La puerta se abre otra vez. Otra vez. Se callan. Silencio.

      Modesta, СКАЧАТЬ