Название: Memoria del frío
Автор: Miguel Ángel Martínez del Arco
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Sensibles a las Letras
isbn: 9788418918186
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«Pues así fue, chicas. A nosotras también nos llevaron. Acabamos en la cárcel de Ventas. Después de los Salesianos, aquello fue un paraíso, teníamos celdas con camas y había agua. Y comida, mala, la verdad, pero comida. Eso sí, seguíamos como lelas, sin saber qué estaba pasando. Nos fuimos dando cuenta, y también vimos las celdas que tenían retratos de vírgenes y de José Antonio, imagínate. Quería decir que habían liberado a las presas franquistas cuando llegamos a Ventas. Quería decir que estábamos perdiendo la guerra, quería decir, no sé… El caso es que ayer o antes de ayer nos dimos cuenta de que estos sinvergüenzas iban a entregar la ciudad a Franco, así, por las buenas. Desde anoche hemos presionado mucho a la dirección, ayer casi nos amotinamos, no faltaba más que los franquistas entraran en Madrid y nos encontraran a nosotras dentro, ahí colocadas, como pajarillos en jaulas. Ni hablar. Nos dio por gritar y por dar golpes, y esta mañana un grupo de nosotras, con Pilar Valbuena, ¿te acuerdas, Manola?, se ha puesto a parlamentar con la jefa de las funcionarias, Pura de la Aldea, y al final esta ha cedido y nos han puesto en la calle. Hace un rato. Pero claro, ella esperaba órdenes. ¿Qué órdenes, ya me dirás tú? Y he venido hasta aquí como una autómata, porque ir a mi casa vacía, no sé, me daba miedo. Pensaba ir a casa de mi prima Angelines, pero lo mismo está vigilada, mejor ir más tarde, creo yo. En fin, que aquí os he caído como tantas veces».
Manola vuelve a darle esos besos sonoros, esos besos que son como un refugio. «¿Dónde está Feli?». «Con mi padre, viendo cómo conseguir comida para unos días, la cosa se va a poner mal. Imagínate, ya han salido los facciosos del primero, que ya sabíamos nosotras que andaban ahí escondidos y esta mañana han insultado a mi madre. Pero tú ahora no te preocupes. Te quedas aquí, esta noche me voy yo a acercar donde tu prima Angelines, averiguo cómo está la cosa y decidimos».
—Iré contigo.
Cuando escucha de nuevo la sirena del tren, están entrando en Vitoria. Lleva alejada de ese vagón un buen rato, dando vueltas al anillo, mirando por la ventana sin ver, evitando la mirada del falangista frente a ella, sin meditar qué hacer con su viaje, cómo acabar, cómo no provocar sospechas. El tren frena con brusquedad y, de repente, un rollo de multicopista cae desde su saco de viaje. Cae con un sonido seco en medio del departamento. Envuelto en tela blanca, que ella misma había dispuesto. Lo mira como quien observa una bomba, un pájaro muerto, algo que no quiere ver. Observa con cara embobada y no es capaz ni de levantarse para cogerlo. Ahora sí, la suerte se le ha venido encima, y no es capaz de recuperar algo que le indique cómo seguir. ¿Salir corriendo del departamento hacia el pasillo, tratar de huir? Ve al falangista cómo se levanta, se agacha frente a ella y recoge el rollo, ese rollo pesado de la multicopista, que va despiezada como un animal en el matadero dentro de su saco. La imagen de la pieza animal se le hace enorme, y casi puede ver la huella ensangrentada cuando él, con toda normalidad, le tiende la mano con el rollo y le dice: «Señorita, esto ha caído de su bolso de viaje».
Por fin reacciona, se levanta y muy sonriente, lo recoge y, dándose la vuelta y poniéndose de puntillas, vuelve a poner el rollo en su sitio, dentro del saco de piel, y lo cierra con empeño. Se vuelve exhausta:
—Muchísimas gracias por molestarse.
—Las que la adornan. No es molestia. Veo que pesa…
—Son rollos de una máquina de coser, para hacer distintos tipos de costura…
—Ah. No sabía. ¿Se dedica usted a la costura?
—No, son para mi tía. Se los llevo a Madrid.
—Pero usted no es de San Sebastián.
—Pero vivo aquí hace ya tiempo. Como si lo fuera.
—¿Le gusta vivir en San Sebastián?
—Me gusta mucho. La ciudad es tan hermosa. Me gusta mucho el mar, voy mucho a pasear por la Concha, cada vez que puedo.
—¿Vive usted cerca de la playa?
—Bueno, relativamente cerca sí… ¿Y usted?
—Yo no, yo vivo más a las afueras, por Aiete.
—Un precioso barrio, Aiete.
El falangista saca un paquete de tabaco del bolsillo de su pantalón, ofrece rápidamente al señor mayor que se sienta junto a él y se enciende un cigarrillo. A ella, claro, no le ofrece ninguno. Pero ella está tan nerviosa que le encantaría poder encenderlo. Tiene la sensación de estar sometida a un interrogatorio, de que él no se fía, de que no puede imaginar qué hace con ese bolsón. Vuelve a pensar cómo escapar, cómo salir ilesa de este embrollo. El tren sigue su lento discurrir y aún queda tanto viaje.
Decide levantarse y salir al corredor. Pero le da miedo que vuelva a caerse algo del saco y todo se venga abajo. Le falta el aire, mientras sigue poniendo cara de nada frente a la mirada de él, que parece escrutarla entre el humo. ¿De verdad la observa? ¿O simplemente mira sin más, y es ella la que concentra en su cara la curiosidad de él? Tiene la sensación de estar roja, de sofocarse. Se levanta sonriente, abre la portezuela y sale al pasillo de primera clase. Para no alejarse, por si acaso, simplemente se apoya en la ventana y mira hacia fuera.
El paisaje se ha aquietado. Van entrando en los llanos castellanos que están verdes en primavera. En esta continuidad sin aspavientos piensa en que no hay pasado ni presente alguno, solo el perpetuo cambio en el que se haya imbuida… Un cambio que quiere llevarla hacia el futuro, pero ¿llegará hacia él? ¿Adónde la conduce este tren que serpentea entre la nada, como si no hubiera peligro? Pero sabe que está amenazada. En realidad, siempre está amenazada.
Se da la vuelta y regresa a su sitio. Suavemente se sienta y saca de nuevo el libro para tratar de leer. De repente, el tomo primero de La montaña mágica le resuena a peligro. Y saca el otro, el que debería servirle de señuelo para su cita en Madrid, Alicia en el País de las Maravillas. Lo abre por donde está señalado y lee para sí: La cuestión es, dijo Alicia, si puedes hacer a las palabras significar cosas diferentes. La cuestión es, dijo Humpty Dumpty, quién va a ser el amo, eso es todo.
¿Cómo puede hacer para que las palabras signifiquen otras cosas? Levanta los ojos y mira al falangista que la mira. No es una figura inocente, no es un simple peligro en su camino. Ese hombre quiere ser el amo, ahora también. Representa justo todo aquello que ella aborrece: el orden, la misa diaria, las mujeres sometidas a dictados que no quieren, en el que son figuritas decorativas o sirvientas dóciles, o las dos cosas a la vez. Ese hombre no la dejará fumar. Ese hombre no es un enigma, ella lo sabe. Necesita saberlo ahora que tiene que llegar a su cita y entregar la multicopista en piezas. Necesita seguir. La cuestión es quién va a ser el amo, sí. Y no quiere amos. Quiere un cigarrillo.
Apagan el cigarrillo en la terraza de la azotea de Feli y Manola. Manoli y Manola lo han fumado como si fuera el último. Luego, ha ido con Manola hasta casa de su prima Angelines. Caminando casi escondidas, parapetadas bajo los muros de los edificios de la calle Santa Engracia. Las dos tocayas han avanzado sin apenas hablarse, cogidas del brazo, mientras a su alrededor hay un ambiente viscoso, gente como ellas que deambula sin ojos, huecas las cuencas mientras avanzan por la acera. Están tan asombradas que no son capaces ni de mirarse, y solo se aprietan con las manos y respiran esa tarde del 27 de marzo. Algunas detonaciones, más cercanas, más lejanas. Una tarde de lunes de Madrid con las tropas del ejército de ocupación a punto de entrar en sus calles.
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