100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
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Читать онлайн книгу 100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери страница 135

Название: 100 Clásicos de la Literatura

Автор: Люси Мод Монтгомери

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782378079987

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СКАЧАТЬ musicales, algún baile al aire libre y las representaciones teatrales se sucedían en cadena. Nunca faltaba motivo de diversión y distracción.

      Incluso Bess, por complacer a su padre, dejó de pasar horas y horas modelando en el estudio y colaboró activamente en las diversiones comunes. Pronto adquirió mejor color por aquella vida al aire libre.

      Teddy se estaba revelando como un jinete de innatas condiciones y, en cuanto le dejaban, intentaba una y otra vez emular las exhibiciones de Dan con su montura.

      Quien salía ganando era Jossie, que se veía libre de las travesuras y pullas del muchacho pelirrojo.

      Rob, siempre pacífico, encontró amplia ocasión para practicar en la fotografía. Armado con su cámara y trípode, se fue ganando la admiración de todos por las cada vez más logradas fotografías, en las cuales ponía el gusto de un artista en la selección y composición, y el cuidado de un técnico en el revelado. Su modelo favorita era la lindísima y espiritual Bess.

      Nath preveía, deseaba y temía su próxima partida. Por eso aprovechó al máximo las ocasiones de estar junto a Daisy. Faltaban sólo unos siete días para la partida del Brenda, y el tiempo pasaba rápidamente.

      Llegó el momento de la partida de Nath. Dan, que ya estaba impaciente por reanudar su vida aventurera, anunció que le acompañaría y que luego marcharía por las suyas.

      Por esta doble marcha se organizó un baile de despedida, que se celebró en el «Parnaso».

      Tom se presentó ante Nan. Iba radiante de alegría por la oportunidad de bailar con ella. Se había esmerado de tal manera, que parecía un figurín. Pero Nan arrugó la nariz ante su presencia.

      ―¡Por Dios, Tom! ¿Eres tú quien huele así?

      El muchacho enrojeció de placer, porque creyó que era una lisonja.

      ―Sí. Me he puesto un poco de cosmético para mantener el peinado y… ya ves.

      ―¿Un poco dices? ¡Si huele que apesta! Te habrás puesto un tarro, ¡seguro!

      La sonriente cara de Tom se cambió instantáneamente por otra de aturdimiento. Tímidamente balbució:

      ―¿Tú crees que he puesto demasiado?

      La respuesta de Nan fue concluyente. Con gran energía movió su abanico para alejar aquel perfume envolvente, y con voz firme dictó la sentencia:

      ―No intentes bailar conmigo. Ni te acerques siquiera. Me marearía.

      El martirio de Tom aumentó aún cuando llegó Dan. Como no había tenido tiempo de encargarse un traje más apropiado para el baile, se le ocurrió vestir las ropas de charro mejicano que poseía. Su éxito fue total. Aquel traje negro recamado de bordados plateados, camisa blanca de encaje, fajín de seda roja y ancho sombrero le daban un aspecto interesantísimo. Al andar con pausados y elásticos pasos tintineaban las espuelas de plata y sus ojos parecían aún más negros que de ordinario. Desde que entró en la sala fue el centro de las miradas femeninas.

      Emil tenía también un gran éxito. Los uniformes siempre gustan a las mujeres, especialmente cuando quien los lleva es un apuesto joven, alegre, bullicioso y excelente bailarín.

      Jo, Meg y Amy procuraron animar a los remisos, a los tímidos. Las hermanas bailaron con ellos para que tomasen confianza. Cuando la tomaron, empezaron a bailar con entusiasmo de tal forma que los pisotones y empellones se sucedían sin interrupción.

      También el profesor Bhaer y el señor Laurie dedicaron especial atención a las chicas menos agraciadas, vestidas con poca elegancia, o simplemente aquellas que la juventud, más egoísta, tenía un poco olvidadas. Era de admirar la exquisitez con que lo disimulaban.

      Cansados de aquel trajín, Jo y Laurie se encontraron en un aparte.

      ―Tomémonos un respiro, Jo. Lo merecemos. Mientras, podemos contemplar unos cuadros que acabo de adquirir.

      ―Me parece excelente. Me han zarandeado tanto para bailar que me duele todo el cuerpo.

      Desde la sala de música y encuadrados por el marco de un ventanal vieron a un interesante grupo.

      Eran el señor March, sentado en la terraza sobre un cómodo butacón; a sus pies, sobre unos cojines, Bess. Y de pie ante ellos, gesticulando con vehemencia, Dan.

      ―Observa, Jo. Parecen Otelo y Desdémona.

      ―Así es. El brillante atuendo de Dan y su color cetrino, acentuado por las sombras, su apasionamiento, su voz grave, todo, todo es de un Otelo. Bess, tan dulce, vestida de blanco, de dorados cabellos que la luna ilumina, es una inmejorable Desdémona. ¡Ay! Casi me alegro de que Dan se vaya. Es demasiado pintoresco, demasiado arrebatador. Hay tantos corazones románticos por aquí, que causaría estragos sin proponérselo.

      Un poco más allá, en la misma terraza, otra escena teatral. Pero tragicómica. La componían Nan y el inevitable Tom.

      ―¿Es que se ha herido en la cabeza? ―preguntó alarmado Laurie a Jo.

      ―¡Qué va! ―respondió ella riendo―. Nan le ha prohibido acercarse a ella porque olía demasiado, y él lo ha solucionado liándose la cabeza con un pañuelo. Lo que no sé es lo que estarán haciendo ahora.

      Lo que Nan estaba haciendo era practicar en Tom, por necesidad, sus habilidades médicas.

      Sintiéndose romántico, Tom había querido ofrecerle una rosa con tan mala fortuna, habitual en él, que se le clavó una espina. Al muchacho le fue de maravilla, porque ahora su mano estaba retenida por las de Nan, empeñada en sacarle el pincho.

      ―¿Duele?

      ―No, Nan. No duele. Me agrada. Me tiraría de cabeza al rosal si tú habías de quitarme los pinchos.

      ―Pruébalo. A lo mejor entonces tengo un enfermo más grave y te quedas como un cactus.

      ―¡Oh, Nan, porque no…!

      ―Por favor, Tom No acerques a mí tu perfumada cabezota. Me marea, ya te lo dije. En una cabeza, Tom, lo importante no es lo de fuera, sino lo de dentro.

      ―En mi cabeza, como en mi corazón, estás tú.

      Jo y Laurie apenas podían contener la risa.

      ―Deberías intervenir, Jo. Aconseja al muchacho que deje de insistir. Está haciendo un papel demasiado ridículo.

      ―Ya se lo he insinuado muchas veces, pero es constante y tenaz hasta la ceguera. Necesita alguna emoción fuerte.

      Jo y Laurie siguieron su paseo. Poco después se detuvieron un momento para contemplar a Teddy.

      ―¡Vaya, ya está haciendo alguna de las suyas! ―se lamentó la madre.

      ―Espera, espera. Veamos en qué consiste.

      Teddy estaba sobre un taburete, sosteniéndose sobre un solo pie. La otra pierna la tenía levantada hacia atrás, el cuerpo proyectado hacia adelante y las manos en actitud de querer alcanzar algo lejano. Jossie y dos amiguitas comentaban alegremente aquella exhibición.

      Laurie, СКАЧАТЬ