100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу 100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери страница 134

Название: 100 Clásicos de la Literatura

Автор: Люси Мод Монтгомери

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782378079987

isbn:

СКАЧАТЬ Rob.

      ―Relámpago. Por su velocidad merece bien este nombre. Halcón Negro me la dio a cambio de mi rifle. Ella y yo hemos corrido grandes aventuras. ¿Veis esta cicatriz?

      Todos se acercaron para ver mejor una pequeña señal que las crines de la yegua ocultaban.

      ―Cierto día salimos Halcón Negro y yo en busca de búfalos para la tribu. Las praderas estaban desiertas sin rastro alguno de los rebaños. Nos fuimos alejando del campamento durante varias jornadas hasta estar totalmente faltos de alimentos. Ni un animal a nuestro alcance. Ni un pájaro. Yo estaba realmente preocupado aunque procuraba disimularlo. Entonces Halcón Negro me dijo: «Voy a enseñarte cómo podemos resistir hasta que vuelvan los búfalos».

      ―¿Y cómo lo hiciste? ―preguntó Teddy.

      ―Comiendo gusanos como los australianos ―sugirió Rob.

      ―Cociendo hierbas y hojas ―digo Jo.

      ―Mataste uno de los caballos ―aventuró Teddy, más expeditivo.

      ―No. No matamos ningún caballo. Pero los sangramos. Aquí precisamente. Halcón negro les hizo una breve incisión, que nos permitió recoger parte de su sangre. Luego la cocimos con unas hojas de salvia.

      ―Pobre Octto ―se lamentó Jo, acariciando la yegua.

      ―No fue un corte doloroso, ni mucho menos peligroso. Además, la pérdida de sangre, que para nosotros representó un sano alimento, para ella no tenía importancia porque podía pastar y recuperarse. Por fortuna los búfalos volvieron y no tuvimos necesidad de repetir la operación. Pero se habría podido hacer sin peligro alguno para estos nobles animales.

      Al «león» le llamó la atención una correa que pendía del cuello de la yegua.

      ―¿Para qué sirve esta correa?

      ―Cuando nos tendemos en plena carrera a uno de los lados del caballo, para disparar por debajo de su cuello, esta correa sirve para que nos podamos sujetar. ¿Quieres que haga la prueba?

      ―¡Sí, sí, hazla!

      Dan montó de un salto. Casi inmediatamente Octto inició un armonioso y rítmico galope a través del prado. Súbitamente, la yegua pareció haber desmontado al jinete, que sin embargo no estaba por el suelo. Luego el jinete reapareció en la silla, para tenderse inmediatamente al otro flanco de manera que pudo verse cómo iba colocado y dónde se sujetaba.

      Hizo más aún. En plena marcha montó y desmontó varias veces. Corrió al lado de la yegua, y la mantuvo sujeta de las bridas. Montó con la cara hacia atrás y ejecutó otras muchas habilidades, que demostraban su extraordinaria pericia de jinete.

      Si acaso hasta el momento hubiese sido indiferente a Teddy, desde entonces habría contado con la admiración del chiquillo. Pero como Dan había sido siempre el ídolo del «león», aquellas piruetas acabaron de entusiasmarle.

      También Jo se animó. Por un momento añoró aquellos tiempos en que era una revoltosa muchacha, que habría corrido a pedir a Dan que le enseñase aquellas habilidades.

      ―Es realmente maravilloso. Mejor que un número de circo. Me figuro que Nan deberá trabajar mucho componiendo huesos rotos. Lo digo por Tom. Mírale, mírale.

      El profesor miró hacia donde estaba Tom. Vio al joven mordiéndose los labios y malhumorado ante las exclamaciones de entusiasmo con que Nan coreaba la exhibición del jinete. Sí, Tom probablemente querría imitarle.

      Después de un corto galope de la yegua negra, Dan desmontó de un limpio salto ante el grupo, que prorrumpió en aplausos y felicitaciones. Teddy no tardó en pedir que se le dejase montar, a lo que accedió Dan porque Octto era tan dócil y manejable como briosa y veloz.

      El ejemplo habría sido imitado por todos, pero llegaron los bártulos de Dan, que contenían los regalos, y eso fue lo que entonces acaparó la atención general.

      ―No me gusta llevar peso cuando viajo ―aclaró Dan―. Pero esta vez es distinto. Os iba a ver a vosotros, tenía dinero… y me he cargado como una acémila.

      Así era. De los amplios baúles fueron saliendo cosas y cosas, que entusiasmaban a la concurrencia. Unas por su rareza, otras por lo valiosas; todas tenían algo interesante.

      ―Esa piel de lobo de las praderas será una alfombra para tía Jo.

      ―Es muy bonita, Dan. Me gusta muchísimo.

      ―Esa otra de oso pardo para el despacho del profesor.

      El señor Bhaer acarició aquel pelaje con auténtica complacencia.

      ―Esos son trajes de indio. Auténticos. De piel de ante, adornados con abalorios y rabos de raposa.

      Un momento después Teddy, Rob, Jossie y la misma Bess estaban más o menos vestidos con aquellos trajes o llevando las clásicas plumas. Teddy estaba armando un ruido fenomenal lanzando grandes alaridos que querían ser indios y bailando a grandes saltos, blandiendo hachas y arcos con flechas.

      Dan sacó también una serie de hierbas medicinales, cuyo secreto sólo conocían los indios, delicados y curiosos trabajos en madera, mantas indias de tejido multicolor y originales dibujos, exóticos pájaros disecados, muestras de minerales para el profesor, puntas para hachas y flechas de sílex. Para Laurie había también unos melancólicos cantos indios grabados en unas tiras de corteza de abedul.

      También salió la anunciada y esperada cabeza de búfalo. Enorme, majestuosa. Fascinaba por el poder que representaba, aunque a Bess no le hizo ninguna gracia. Para ella había también unos idolillos de barro cocido, policromados con tinturas vegetales.

      Observando aquel despliegue de pieles, trajes, animales disecados, vestidos, armas e ídolos indios, el perrazo Don y la yegua Occtto, Jo sonrió con buen humor.

      ―Ya sólo faltarían unas tiendas.

      ―… y traigo dos ―interrumpió Dan, con acento burlón.

      ―Bueno, pues las dos tiendas plantadas por ahí y un asado campestre. ¿Qué nos darían tus amigos los Montana, Dan?

      ―Para obsequiaros os darían lengua de búfalo asada, jamón de oso, tuétanos con miel y frutas ácidas de las praderas. Para beber, agua limpia de los arroyos.

      Aquél fue el principio de las vacaciones. Ruidoso, alegre y movido, como presagio de lo que habían de ser los días venideros.

      Entre Dan y Emil animaron aquella pequeña colonia. Algunos colegiales, cuyas familias vivían muy distantes y estaban faltos de recursos para ir de vacaciones, se quedaron en Plumfield. Otros fueron acomodados en el «Parnaso» y todos se esforzaron en hacerlas gratos aquellos días.

      Emil se encontraba tan a gusto entre los chicos como entre las chicas. Su carácter alegre le abría siempre un hueco. Dan sentía cierto respetuoso temor de las «lindas estudiantes». Cuando estaba ante ellas, y era frecuentemente porque ellas le buscaban, se sentía cortado, como inseguro. Eso era debido a que quería aparecer como un hombre bien educado y, por temor a soltar alguna inconveniencia, se retenía demasiado.

      Aunque con ellas hablase poco, le encontraban simpatiquísimo. Le llamaban el «español», СКАЧАТЬ