Название: 100 Clásicos de la Literatura
Автор: Люси Мод Монтгомери
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782378079987
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―De todo ha habido. Rosas, espinas, hojas muertas… No, no han faltado las preocupaciones. Incluso ahora ―añadió Jo.
―Bueno, bueno, bueno. No vayamos ahora a ponernos ―tristes. Permítanme, bellas damas, acompañarlas hacia el salón. Tomaremos una taza de té. Creo que ha de sentarnos de maravilla.
En el salón encontraron a Meg. En aquella habitación se había instalado una especie de santuario familiar. En las paredes había tres retratos, y sobre dos rinconeras, sendos bustos de mármol. Los únicos muebles eran un diván y una mesa ovalada con un búcaro de flores.
Los bustos eran de John y de Beth, ambos obra de Amy. Reflejaban la serena placidez y belleza que recuerda aquella frase: «el yeso representa la vida, el barro la muerte y el mármol la inmortalidad». A la derecha, colgaba el retrato del señor Laurence, con su clásica expresión en la que armonizaban la bondad y la altivez. Frente por frente, el retrato de tía March, legado a Amy, en que aparecía con un enorme tocado, ampulosas mangas y largos mitones.
En el sitio de honor figuraba el retrato de la madre amada, pintada por un gran artista, al que ella favoreció cuando era un desconocido. El lienzo era magnífico; tan lleno de vida que desde él parecía lanzar un perenne consejo a sus hijas: «Sed felices; aún estoy entre vosotras».
Las tres hermanas permanecieron un momento en silencio mirando el retrato de su madre. El recuerdo estaba en sus corazones y ningún otro podía reemplazarlo.
Con voz emocionada, Laurie formuló un deseo:
―Lo mejor que deseo para mi hija es que llegue a ser una mujer como vuestra madre. Todo lo bueno que pueda haber en mí a ella se lo debo.
En aquel momento, en el salón de música se oyó una voz juvenil que empezó a cantar el Ave María. Era Bess que, sin saberlo, parecía querer complacer el deseo de su padre cantando aquella dulce plegaria que tanto gustaba a «mamá».
Como atraídos por aquella voz llegaron Nath y John, Teddy y Jossie; después lo hicieron también el profesor con su fiel Rob, «el cordero».
El profesor Bhaer había encanecido, pero estaba fuerte y alegre como en sus mejores tiempos. Era feliz enseñando. Roberto se le parecía tanto que ya se le llamaba también «el joven profesor», lo cual le complacía mucho hasta el punto de esforzarse en imitar a su padre. Con expresión radiante, el profesor se sentó al lado de su esposa.
―De manera que vamos a tener entre nosotros al alguno de los chicos, ¿eh?
―¡Oh, Fritz! Estoy encantada con lo de Emil. Espero que lo de Franz te parezca bien. ¿Conocías a Ludmilla? Será una buena boda, ¿verdad? ―preguntó Jo, mientras servía a su esposo una taza de té. Inconscientemente se acercó a él, como lo hacía en ocasiones buscando refugio y protección.
―¡Oh, sí! Será una buena boda. A Ludmilla la conocía cuando fui a colocar a Franz. Entonces era una muchachita, pero muy bella y cariñosa. Me parece que Franz será feliz. Los Blumenthal son alemanes como yo, y esa boda unirá más la vieja patria con la nuestra.
―En cuanto a Emil, ¡va a ser segundo piloto en el próximo viaje! ¡Qué contenta estoy de que los chicos vayan saliendo adelante! Por ti especialmente. Sacrificaste tanto por ellos y por mí… ―dijo Jo con emoción, poniendo su mano sobre la de su marido, con la dulzura de una novia.
Rio él para disimular su turbación. Se inclinó suavemente y le susurró muy quedo al oído:
―El afortunado fui yo. De no haber venido a América no te habría conocido, mi queridísima Jo. Los tiempos duros ya pasaron, gracias a Dios. Ahora, la bendición de vivir a tu lado es insuperable.
Repentinamente, Teddy tuvo una de sus ocurrencias. A grandes voces gritó:
―¡Atención, señoras y señores! Aquí hay una parejita haciéndose el amor.
Jo quedó azorada por las risas de los presentes, provocadas por «el león». En cambio su marido sonreía satisfecho. Al profesor le complacía pregonar lo muy enamorado que estaba de su esposa.
A una señal del señor Bhaer, se acercó Nath, que respetuosamente escuchó las palabras de aquel hombre que tanto apreciaba.
―Tengo unas cartas de recomendación para ti. Van dirigidas a unos antiguos y buenos amigos míos de Leipzig, cuya ayuda te será muy valiosa en tu nueva vida. Tómalas y procura vencer la añoranza de tus primeros tiempos.
―Muchas gracias, señor. Sé que la sentiré de todos ustedes. Luego, cuando vaya haciendo nuevas amistades y progresando en la música, ya será distinto ―contestó Nath con sentimiento. Deseaba y temía el momento de dejar a todos sus viejos amigos. Lo sentía de veras. No podía remediarlo.
Era un hombre ya. Pero en sus ojos azules había todavía aquella ingenuidad de sus años infantiles, y de su expresión casi podría adivinarse la extraordinario afición que sentía por la música. Modesto, afectuoso y atento, Jo le consideraba digno de cariño y confianza. Sin embargo, dudaba acerca de sus posibilidades de ser alguien importante, salvo que el nuevo rumbo que emprendiera diera más entereza a su carácter.
―Todas tus cosas las ha marcado Daisy. De modo que en cuanto hayas recogido tus libros podremos hacer el equipaje ―le dijo Jo con naturalidad. Estaba tan acostumbrada a la partida de sus muchachos que ya era imposible la alterase una súbita excursión al Polo Norte.
Nath enrojeció al oír el nombre de Daisy mientras el corazón aceleraba el ritmo de sus latidos sólo de pensar que las blancas manos de la muchacha habían marcado su ropa con tanto cariño. Interiormente deseaba triunfar para poner gloria y dinero a ―los pies de Daisy.
Jo lo sabía bien. Aunque Nath no era el hombre que ella hubiera deseado para su sobrina comprendía que la influencia de la muchacha podía hacerle mucho bien. Tal vez por ella sería capaz de superarse y triunfar. Por otra parte, era indudable que se querían.
Sin embargo, Meg no se sentía satisfecha. Ella deseaba para su hija el mejor hombre del mundo. Se mostraba amable con el muchacho, pero, con la firmeza de que son capaces las personas de carácter dulce, se mantenía intransigente. Había sido siempre una romántica, pero tratándose del porvenir de su hija se mostraba firme. Opinaba que Nath no estaba aún suficientemente formado y que el porvenir de los músicos no solía tener mucha solidez. En cuanto a Daisy, era excesivamente joven para pensar en amoríos. Más adelante… tal vez. Ahora, no.
Como siempre, la interrupción de Teddy fue ruidosa y ocurrente:
―¡Atención! Ahí llegan Platón y sus discípulos.
«Platón», según el muchacho, era el señor March; sus discípulos, los muchachos y muchachas que le acompañaban.
Bess corrió a su encuentro. Desde que faltaba la abuelita, ella cuidaba del abuelo. Era conmovedor ver su solicitud, y contrastaban sus rubios cabellos con los blancos del viejecito cuando ella se inclinó para acercarle la butaca.
Laurie le ofreció té y pastelillos. Sin embargo el señor March tomó un vaso de leche fresca que Bess le ofrecía.
Se acercó entonces Jossie, acalorada por una discusión sostenida como de costumbre con Teddy, que gozaba molestándola. Apasionadamente, la muchacha preguntó:
―Dime, СКАЧАТЬ