100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
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Читать онлайн книгу 100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери страница 122

Название: 100 Clásicos de la Literatura

Автор: Люси Мод Монтгомери

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782378079987

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СКАЧАТЬ es natural, los doce niños con que había comenzado el colegio estaban esparcidos por el mundo. Habían tomado distintos derroteros, muy de acuerdo con sus naturales inclinaciones. Sin embargo, todos tenían siempre un cariñoso recuerdo para Plumfield, y con frecuencia aparecían por aquel lugar a recordar tiempos felices.

      Luego, saturados de recuerdos, emprendían nuevamente sus deberes con redoblado ardor, con un intenso deseo de ser útiles a sus semejantes. Porque recordar los inocentes días de la infancia mantiene la ternura del corazón.

      En breves palabras relataremos la historia de cada uno. Luego seguiremos con un nuevo capítulo de sus vidas.

      Franz vivía en Hamburgo con un pariente suyo. Contaba ya veintiséis años y prosperaba en el comercio.

      Emil era marino. Nunca otro más alegre que él surcó los mares. Su vocación marinera despertó súbitamente tras un viaje por mar, y pudo realizarla gracias a un pariente suyo, alemán, que le empleó en sus negocios marítimos. Era, pues, completamente feliz.

      Dan seguía inquieto, vagabundo. Habíase dedicado a investigaciones geológicas en América del Sur. Ensayó luego un arrendamiento de ganado en Australia. Por aquel tiempo se hallaba en California, dedicado a prospecciones mineras.

      Nath estudiaba con ahínco en el Conservatorio de Música, con el deseo de pasar un par de años en Alemania para perfeccionarse en sus estudios.

      Jack iba en camino de hacer fortuna con los negocios de su padre. Dolly seguía en el colegio, así como Jorge, a quien seguían llamando «Relleno». Por su parte, Ned estudiaba Derecho.

      Dick y Billy habían fallecido. De su pérdida se consolaron todos pensando en lo poco afortunados que habían sido en vida.

      A Teddy y a Rob se les llamaba «el león y el cordero», a causa de su opuesto carácter. Mientras el primero era bravo e impetuoso, como el rey de la selva, el segundo era tranquilo y sumiso hasta la exageración. Ted destacaba por su voz bronca y enérgica, su crespo y rebelde cabello rubio y sus largas extremidades. Jo veía en él todos los defectos, antojos y faltas que ella poseyó de niña. Por este motivo era a la vez su orgullo y preocupación cuando pensaba en el futuro de aquel muchacho de inteligencia precoz y de condiciones extraordinarias.

      Rob era su reverso. Dulce, apacible, afectuoso y de excelente carácter. Respecto a él su madre no tenía preocupación alguna. Le consideraba el mejor de los hijos.

      John «Medio-Brooke» había coronado sus estudios en forma muy brillante. Su madre, Meg, intentó en vano inclinarle hacia la carrera eclesiástica. Deseaba ilusionadamente verle convertido en clérigo y se complacía imaginando oír su primer sermón. Pero John bien pronto manifestó unas intenciones bien distintas: deseaba ser periodista. Aunque Meg no quiso forzar su voluntad, Jo se indignó. Le parecía horrible tener un periodista en la familia.

      Fiel a sus deseos, pese a las protestas de los mayores y a las bromas de los amigos, «Medio-Brooke» puso en práctica su determinación. Tío Teddy le alentaba en secreto.

      También las muchachas se habían transformado mucho.

      Daisy era como una compañera para su propia madre. Dulce, afectuosa y de excelente carácter.

      Jossie tenía catorce años recién cumplidos y a esa edad era la más original muchacha, cuyas excentricidades causaban asombro. Por encima de todo, sentía delirio por el arte escénico y, aunque su madre y hermana se divertían con ella, en el fondo las inquietaba aquella afición.

      Bess era ya una bellísima mujercita, que conservaba las delicadas maneras que le valieron el apodo de «Princesita».

      Pero el orgullo de la comunidad era Nan. A los dieciséis años inició la carrera de medicina, que terminó a los veinte. Ahora era una linda mujercita, enérgica, activa y segura de sí misma. Bien lo demostraba con hechos al terminar la carrera de médico como anticipó, muy niña aún, cuando dijo resueltamente a Daisy:

      ―Yo no quiero una familia que esté pendiente de mí. Deseo la independencia. Con un botiquín y una caja de instrumental, andaré curando gente por ahí.

      Nadie podía apartarla del camino elegido. Era tenaz.

      No faltaba quien lo había intentado. Eran muchos los jóvenes que le habían ofrecido «una bonita casita y una familia a quien cuidar». Pero Nan no atendió ningún requerimiento. Bromeaba con los enamorados, les decía que tenían cara de enfermos y les ofrecía sus servicios médicos. Tal actitud fue enfriando los ánimos de sus pretendientes, que poco a poco fueron desistiendo.

      Hubo uno que no abandonó, perseverando en una mezcla de constancia y tozudez: era Tom, que desde la infancia estaba encariñado con Nan.

      Tom llevó a tal extremo su abnegación, que incluso estudió medicina como Nan, para poder estar con ella, cuando lo que a él le gustaba era el comercio. Pero Nan no se conmovía, aunque su amistad con él era firme y sincera.

      La tarde en que Jo y Meg conversaban en la plaza de Plumfield, Nan y Tom se acercaban al pueblo por el mismo camino. Pero no iban uno al lado del otro.

      Nan andaba elásticamente, ajena a la proximidad de Tom, que un trecho más atrás se esforzaba en atraparla sin hacer ruido para hacerse el encontradizo.

      Nan era hermosa. Franca la mirada, fácil la sonrisa, firme y seguro el gesto, sano el color. De inmediato daba la impresión de entereza y seguridad que dominaba a los demás sin proponérselo ella.

      Vestía con sencillez, pero con elegancia. Cualquiera que se cruzaba con ella volvía luego la mirada para admirarla, hermosa, alegre, sana y decidida.

      Todas esas virtudes y más aún le encontraba Tom. Pero su esfuerzo en aquel momento estaba dedicado exclusivamente en alcanzarla. Cuando estuvo a unos metros de ella, la llamó. Ella se detuvo.

      ―¡Ah! ¿Pero eres tú, Tom?

      ―En efecto. Pensé que tal vez estuvieses paseando y…

      ―Lo adivinaste ―y tomando un aire profesional que desarmaba a Tom, preguntó―: ¿Qué tal va tu garganta?

      Tom quedó desconcertado. Una supuesta irritación de garganta fue la excusa inventada días atrás para estar un rato con ella.

      ―¿Mi garganta?… ¡Ah, sí, claro! Pues… ya está bien. Lo que me recetaste obró maravillas. Eres un médico genial.

      ―Sí, ¿eh? Pues tú, como médico, eres una calamidad. Debieras saber fingir mejor y que para curar tu supuesta irritación te receté agua con azúcar.

      Nan se puso a reír al ver el compungido aspecto del muchacho. Luego, ya seria, preguntó:

      ―¡Oh, Tom, Tom!… Dime ¿cuándo van a terminar todas esas tonterías?

      ―¡Oh, Nan, Nan!… ¿Dejarás algún día de burlarte de mí?

      Sus risas se juntaron espontáneamente.

      ―Ya desesperaba de verte en toda la semana, salvo que inventase una excusa para ir a consultarte a la clínica. ¡Estás siempre tan ocupada!

      ―Eso es precisamente lo que debieras hacer tú ―sentenció Nan nuevamente seria―. Ocúpate de los libros. De otro modo no terminarás nunca los estudios.

      ―¡Dichosos СКАЧАТЬ