El aprendiz de doma española. Francisco José Duarte Casilda
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Название: El aprendiz de doma española

Автор: Francisco José Duarte Casilda

Издательство: Bookwire

Жанр: Сделай Сам

Серия: Estilo de vida

isbn: 9788418811128

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СКАЧАТЬ arneses, así como las cabezadas y las monturas, también tuvieron modificaciones, pero siempre en un alto porcentaje de monta a la jineta.

      –Esta historia que usted me está contando supongo que la sabrán todos los jinetes que se dedican a la doma, porque yo de historia sí sabía algo por lo que aprendí en el colegio, pero estos detalles sobre el origen de la doma española me eran totalmente desconocidos.

      –Amigo Juan, no todos los aficionados y caballistas que te encuentres a lo largo de tu vida sabrán muchas de las cosas que yo te cuente. Desgraciadamente tengo que decirte que en España, en lo que al caballo se refiere, se ha escrito poco y leído mucho menos. Todos los conocimientos han ido pasando de padres a hijos, o bien han sido comunicados por maestros a nobles y a los hijos de estos. Pero no quiero decirte con esto que no haya nada en las bibliotecas, que lo hay, y muy buenos tratados de equitación escritos por españoles, pero siempre fuimos muy amigos de lo extranjero y adaptamos lo de fuera como si no fuera nuestro, cuando fuera no se ha hecho otra cosa más que copiar nuestras raíces y costumbres ecuestres.

      –Es una lástima que teniendo este tesoro único en el mundo y bebiendo todos de nuestras fuentes no sepamos exportarlo como se debe. Siempre he oído hablar de la monta a la inglesa o de la monta western, pero la monta española no se oye tal como usted, maestro, me la está explicando –le dije algo preocupado.

      –El problema de saber historia y a la vez domar un caballo es que cuando cuentes algo muchos te dirán que más montar a caballo y menos explicar. Ese ha sido el problema que ha tenido la cultura ecuestre en España: nadie se ha preocupado en decir las cosas como son, y como lo típico era el «cada maestrillo tiene su librillo», no tenían la mente abierta para adquirir nuevos conocimientos de formas de montar de escuelas provenientes de otros países, o de compartir su sabiduría con los que estaban perdidos en las labores de su afición ecuestre. Los antiguos jinetes decían que el mejor libro era el caballo. No les faltaba razón, pero también leer es necesario. En los libros está reflejada la sabiduría de jinetes anteriores; en ellos se cuenta cómo deben hacerse las cosas y evitar cometer los errores que ellos en su día cometieron.

      Dimos la tertulia por terminada. Era hora de irse a dormir. Al día siguiente, como de costumbre, empecé con la rutina de las labores de mozo de cuadra y a mover a los potros y a los sementales en el caminador. El día transcurrió con normalidad. Al caer la noche de nuevo, y como siempre, me dirigí a la casa del señor Luis para cenar juntos. En la mesa de la cocina encontré una nota que decía que esa noche tenía que ausentarse y que no le esperara para cenar.

      Después de cenar me puse a dar vueltas por la cocina y a ver utensilios antiguos que colgaban de las paredes adornando el lugar. Me paré en una puerta que siempre estaba cerrada, pero con la llave puesta. Lleno de curiosidad la abrí y entré tras encender la luz. Mi asombro fue tan grande al ver lo que había en aquella habitación que tardé unos segundos en reaccionar y poder curiosear lo que lleno de telarañas y polvo allí se tapaba. Pude contemplar una estantería plagada de trofeos. Limpié un poco para leer lo que ponía en las placas. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo; trofeos y medallas de campeonatos y concursos nacionales de doma vaquera y alta escuela. Había medallas de oro, plata y bronce; predominaban las de oro. Los trofeos igualmente de primeros puestos. Por sus fechas pude sacar la conclusión de que eran de los comienzos de estas disciplinas. Las paredes estaban repletas de fotografías de caballos realizando diferentes números de doma; los había castaños, negros, alazanes y tordos en todas sus variedades de tonalidades, más oscuros, más claros, de diversas edades y niveles de doma. Pero lo más llamativo de las fotografías era que en todas ellas aparecía el mismo jinete: un hombre joven, alegre, delgado y que encima del caballo parecía una estatua, el centauro más perfecto que jamás había contemplado. En mi casa tenía muchas revistas donde aparecían jinetes a caballo, pero haciendo memoria ninguna de las fotografías se asemejaba a la de aquel jinete de estampa inigualable. Cogí un cuadro, limpié el polvo y acerqué la vista a la imagen para poder observar más de cerca al jinete, pues para mí era todo un misterio saber de quién se podía tratar. De pronto sentí que el corazón me explotaba. El cuadro se me escapó de las manos y cayó al suelo rompiéndose. Me agaché y recogí los trozos de cristal y los deposité en la basura para tirarlos. Después, sin el cristal observé de nuevo la imagen del jinete de la foto. No cabía duda: era don Luis García, mi maestro, en sus años de juventud. Me acerqué a la chimenea, aticé la candela para que no se apagara y le añadí otro trozo de leña de encina. Tenía decidido esperar a mi maestro; quería que me aclarara aquel descubrimiento y me dijese quién era realmente. Estaba eclipsado mirando la foto al calor de la lumbre cuando llegó.

      –Hoy has descubierto más de lo esperado, ¿verdad, Juan? –me dijo una voz desde la puerta.

      Miré sorprendido, pues no esperaba que alguien estuviese en la puerta y, con la fotografía en la mano, le pregunté:

      –¿Usted no es un simple mayoral, verdad? Me dijo que se había criado en estas tierras. Esas medallas, trofeos y fotografías colgadas en la pared tienen muchas historias detrás.

      El señor Luis García se acercó a mí lentamente, se sentó a mi lado, de tal manera que el calor de la lumbre también le llegara, alargó una mano, cogió la fotografía, la miró fijamente, y me relató lo siguiente:

      –No te mentí. En estos momentos soy un simple mayoral. Tú nunca me preguntaste sobre mi vida anterior, y es más, sí, me crié en estas tierras; mi padre era el guarda de la finca y mi madre el ama de llaves. En un accidente de tráfico murieron los dos cuando yo apenas tenía ocho años. El padre de don Gregorio me crió como a un hijo suyo y me enseñó a ser hombre realizando las labores ganaderas con las ovejas y los cerdos para aprender el oficio y a la vez pagar mi sustento y estudios. Pero mi gran ilusión eran los caballos. En el cortijo siempre había habido ganado caballar de raza indefinida, probado en el trabajo diario, que producía mulas para las labores agrícolas. Aprendí a arar, sembrar, trillar, y sobre todo a recoger los melones y las sandías con los serones, a recoger los haces de trigo con las cangallas para ser trillados en las eras y cuando era la época de las sacas del corcho, yo era, por mi juventud, el «aguaó», es decir, el encargado de ofrecer agua con una mula y unas aguaeras con cántaros llenos de agua fresca para calmar la sed a los corcheros. Estas labores, lo creas o no, me han sido de gran utilizad, labores que por cierto muy pocos caballistas de hoy en día conocen.

      –¿Pero qué aportan esos conocimientos a la doma? –le dije a mi maestro, no encontrando encaje a todo eso.

      –Más de lo que nadie se pueda imaginar. Ten presente que para poder realizar estas labores, el animal ha de estar la mayor parte del tiempo suelto, obedeciendo a la voz del arriero, que es como se llama la persona encargada de estar con estos animales. Los hombres de campo me enseñaron a tener a las yeguas y a las mulas quietas para aparejarlas, echarles sus cargas correspondientes, subir y bajarme de ellas, a que anduviesen mucho y bien por campos y veredas, a conocer cuáles eran trabajadoras incansables o cuáles protestaban en el trabajo; dicho de otra forma: a ser psicólogo, saber entenderlas, lo que actualmente se conoce con el nombre de etología, que es la ciencia que estudia el comportamiento de los animales en su medio natural, algo que parece que es importado, cuando realmente de siempre en la Península Ibérica el hombre y el caballo han tenido un vínculo especial, un vínculo de confianza mutua y fiel colaboración. Las yeguas que daban un servicio leal a su arriero y se veía que se empleaban con corazón eran destinadas a la reproducción, yeguas que estando sueltas en la manada nunca rehusaban a la presencia del hombre cuando se acerca a ellas con una jáquima en la mano y se la ponía. De un salto se montaba a pelo en su lomo y se la llevaba al cortijo sin renuncia ni protesta alguna. Yeguas que por su buena base de doma y confianza mutua nunca se rebelaban ni mostraban dificultad para abandonar a las compañeras de manada.

      »Aquí quiero aclararte, Juan, que nunca subestimes a nadie. El que menos te imagines te puede dar una lección magistral, como puedan ser los arrieros, personas de clase humilde y trabajadora que heredan СКАЧАТЬ