Tiempo mío, tiempo nuestro. Carlos Javier Morales Alonso
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СКАЧАТЬ realidad y consistencia propias. Esa certeza se desdibujó con la irrupción del racionalismo y de los idealismos subsiguientes, pero aún hoy puede seguir iluminando nuestro conocimiento del mundo.

      Partiendo del ser, la filosofía clásica nos explicaba el actuar, el obrar, entendido como una consecuencia directa del ser. Sin embargo, de tanto centrarse en la analogía entre el ser creado y el Ser supremo, de cuya realidad todas las demás cosas participan, esta filosofía no llegó a afrontar de un modo adecuado la relación entre el ser y el existir, al menos en el caso de una realidad tan peculiar como la persona humana.

      Con la convicción de que en Dios el ser y el existir se identifican, esa tradición de pensamiento no llegó a dilucidar satisfactoriamente la relación entre el ser y el existir del hombre: un ser que no es absoluto, como el de Dios, sino participado; pero un ser que tiende al Absoluto, de quien es imagen y semejanza.

      De esta manera se pensó que la esencia o naturaleza (el principio por el que una cosa es lo que es, y no otra) era una realidad tan propia de cada ser humano, y tan común a todos los individuos de nuestra especie, que el existir diario de cada hombre y de cada mujer no añadía nada esencial a su ser personal.

      Gracias al personalismo del siglo XX y a la filosofía de un autor contemporáneo tan imprescindible como Leonardo Polo, he llegado a una convicción fundamental en mis reflexiones sobre el ser humano. Se podría enunciar de una forma muy sencilla: el existir diario, temporal, de cada persona conforma su ser, su identidad más profunda. Sí, es cierto que cada hombre o mujer no son solo lo que hacen y reciben cada día, pero también es cierto que cada día, en una medida mayor o menor, el ser humano puede crear o destruir su mismo ser.

      De modo que el hombre no es un creador absoluto de sí mismo, pero sí que, a través de su actuar libre, puede contribuir a crear su ser propio, personalísimo, o puede contribuir a destruirlo, convirtiéndolo en un ser más chato y más esclavo.

      En la naturaleza casi todas las cosas obedecen a un orden que se puede explicar empíricamente. Para ello se necesita conocer unas leyes de comportamiento que pueden descubrirse de un modo más simple o más complejo. De ahí que las ciencias de la naturaleza estén siempre en busca de un saber sobre el cosmos cada vez más cierto y extenso.

      Es verdad que los científicos no han conseguido explicar todos los hechos físicos que se han producido a lo largo de la historia o que se pueden prever de cara al futuro. Sin embargo, el profesional de las ciencias naturales actúa con la certeza de que todos los hechos pueden ser explicados en un momento u otro, porque, de suyo, la naturaleza no solo está sometida a unas leyes, sino que jamás podrá actuar contra esas leyes.

      De hecho, cuando el equilibrio de la naturaleza se disloca o se destruye, actuando incluso contra el ser humano, esto se debe a que el hombre ha violado sus leyes previamente.

      En la naturaleza —decía— casi todas las cosas obedecen a un orden que las antecede. La excepción está en el hombre. En efecto, en el hombre hay algo que está dado, que posee desde su nacimiento, pero hay un sinfín de rasgos distintivos de su ser que no le vienen dados, porque en la mano de cada hombre o mujer está la decisión de adquirir unas cualidades u otras, y aun de adoptar cualidades contrarias entre sí. Dentro de la naturaleza solo el ser humano puede contrariarse y contradecirse a sí mismo.

      Curiosamente, esos rasgos distintivos adquiridos son los más relevantes en su vida, los que más cuentan en la felicidad de cada momento y en la felicidad total de su existencia. La felicidad es la conciencia de una vida cumplida, de una vida cuyo sentido se ha alcanzado satisfactoriamente.

      Para ahondar en este punto, tengamos en cuenta que todo hombre o mujer es un ser humano porque ha recibido la esencia o naturaleza humana. Pero esta esencia tampoco se le ha dado cumplidamente: necesita la educación y la cultura para alcanzar la felicidad deseada. Sin educación y sin cultura la esencia o naturaleza de cada persona se deforma y se animaliza (el «buen salvaje» es un mito; con todo el atractivo de lo mítico, sí, pero no una realidad verificable). La educación y la cultura pertenecen al ámbito infinito de la libertad.

      El ser humano es naturaleza y libertad. Mejor dicho: es una naturaleza libre, de modo que solo puede ser natural cuando actúa libremente; solo puede crearse cumplidamente cuando la libertad de la persona ha elegido el sentido de su vida y los medios cotidianos para alcanzarlo, para dotar a su vida de un significado pleno. El hombre ha sido creado al ser concebido (lo que he llamado creación primera) y está en continua creación de sí mismo (lo que puede denominarse creación segunda).

      Esta segunda creación debe realizarse constantemente en relación con la primera: no puedo destruir el don de la naturaleza que me ha sido dada para luego crear un ser totalmente distinto. Pero tampoco puedo conformarme con lo que me ha sido dado al nacer: en ese momento el don de mi ser no está totalmente creado; necesita completarse cada día según la dirección que yo elija libremente, para llegar al destino que también habré elegido con plena libertad.

      Como el artista, el hombre proyecta libremente lo que desea, partiendo siempre de las facultades recibidas en su naturaleza (de lo contrario sería un insensato). Y, como el artista, el hombre puede realizar lo proyectado en cada momento de su vida o, por el contrario, cambiar de proyecto e incluso empezar a proyectar lo contrario. El hombre, como el artista, es dueño de su proyecto creador y del modo de cumplirlo.

      Nos movemos en el ámbito inmenso de la libertad. No obstante, si cada persona humana ha recibido el don de su naturaleza para que lo desarrolle libremente, entonces el sentido de su vida, el hacia dónde quiere llegar, tampoco es una elección únicamente suya, como no es suyo el punto de partida. Cada persona elige libremente el sentido de su vida, sí; pero en esa elección, en ese proyecto vital, hay alguien que la llama a ser lo que ella quiere ser. Hay alguien que le da dado el ser personal, singularísimo, libérrimo, y que, precisamente por habérselo dado, sabe llamarla al destino que a esa persona le conviene. De ella depende, también de modo libre, dirigirse hacia ese destino personal y único.

      El sentido final de cada vida humana es elección de la propia persona y, sin dejar de serlo plenamente, también es elección de quien le ha hado el ser, de esa otra persona a quien llamamos Dios. ¡Gran paradoja de la existencia humana! Dios llama a cada persona libremente, por medio de una vocación personal, personalísima; y de acuerdo con esa vocación que la antecede, de acuerdo con esa llamada que la persona siente desde que tiene plena conciencia de su libertad, ella proyecta libremente quién quiere llegar a ser. Si no existiera esa conjunción de voluntades (Dios y el hombre), la vida de cada persona perdería su sentido trascendente, de modo que su deseo de infinitud estaría condenado al fracaso.

      La vocación personal, después de que cada hombre o mujer la haya conocido en su sentido final, debe ir descubriéndose, en sus detalles y concreciones particulares, a lo largo de todos los días de una vida. Vivir es crearse de continuo, pero partiendo de la creación que cada uno recibió en el principio de su ser.

      Cuando un hombre o una mujer no proyecta su vida de acuerdo con su vocación, no alcanzará su destino: alcanzará una meta más o menos satisfactoria o más o menos lamentable; pero esa meta no será la suya, la que colma toda su capacidad de ser. La falta de sintonía con el destino provoca, tarde o temprano, un estado espiritual de carencia, de inadecuación entre el fin de la existencia y todo el esfuerzo realizado.

      Como se ve, el destino no es una fuerza maligna ni azarosa, sino el diálogo entre el yo y el Tú supremo que me conduce a la comunión de dos voluntades. Un diálogo entre dos seres libres, que puede cumplirse o frustrarse. Por lo tanto, el destino es un proceso (el diálogo de la existencia temporal entre la persona humana y la divina) y, a la vez, un término o punto de llegada (la comunión amorosa y eterna entre СКАЧАТЬ