Solo se lo diría a un extraño. Varios autores
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Название: Solo se lo diría a un extraño

Автор: Varios autores

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9786124838323

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      Llamé a mis amigos para ver si podían darme luces sobre lo ocurrido, pero estuvieron más interesados en reconstruir sus propias historias que en ayudarme con la mía.

      La resaca me duró todo el fin de semana. El lunes tocaba reunirnos por primera vez con el cliente para la presentación de la estrategia. La reunión era en el Gherkin, ese edificio icónico del skyline londinense que parece un pepino. Yo estaba totalmente metido en mi rol, con los gemelos brillosos, sintiendo que el único abogado capaz de ganar ese caso era yo.

      Mientras revisaba por enésima vez los documentos con dos cafés encima, mi jefe, un inglés con pinta de inglés, contemplaba por la ventana disfrutando de los rayos del sol, tan escasos en esta ciudad. De pronto, nos anunciaron que los clientes estaban por entrar. Eran dos hombres y una mujer. Ella me estrechó la mano con firmeza, para luego susurrarme al oído, con un marcado acento irlandés:

      —Do you happen to have my blue jumper?

      Bruto

      Después de tres años metiéndonos en contra con el Peugeot de mi papá por el puente Tenderini, se presentó la oportunidad de llevar a cabo el plan que tenía en mente hacía meses. Aún no sabía que al Cabezón le iba a ir pésimo en la vida y no me di cuenta de que esa noche, al compartir mi plan con él, descubriría algo trascendental.

      —Hagamos que la calle del puente se vuelva de doble sentido —le dije, con voz de buscar problemas.

      —¿Cómo? —preguntó el Cabezón con su cara de bruto.

      —Solo pintamos las flechas, pes huevón. —Y entré a buscar pintura blanca.

      Eran las cuatro de la mañana y regresábamos de La Noche de Barranco con varias chelas encima. Dejamos el carro en mi casa y caminamos hasta el puente con la pintura, brochas y la adrenalina a tope. Personal Jesus de Depeche Mode todavía retumbaba en nuestras cabezas.

      —Pinta hacia acá, pues, huevas —le dije, al darme cuenta de que estaba pintando las flechas al revés.

      —¡No! Es para allá. ¿Qué crees? ¿Que estamos en Inglaterra? —contestó el Cabezón con cara de culto.

      A veces, los brutos tienen la habilidad de confundirte.

      Discutimos entre risas, garúa y nervios, aturdidos por el trago y el riesgo de ser descubiertos por un patuto y terminar presos con solo diecisiete años.

      —¡No, borracho huevón! Estás pintando la flecha en la misma dirección. ¿Cuál sería la pendejada si no cambias nada? —le dije, a punto de perder la paciencia.

      —¡Qué terco eres, carajo! —me gritó y, sin querer, se pintó la taba de un brochazo.

      Cuando se dio cuenta de que su zapato de gamuza estaba pintado de blanco, casi se me viene encima.

      —Oe, ¿qué has hecho con mis Bass? Me las acaba de traer mi vieja de Miami —se quejó mientras soplaba el zapato, como si eso pudiera remediar el cagadón que se acababa de mandar.

      Y fue entre esas enormes flechas blancas que apuntaban hacia el lado incorrecto, y los reclamos por sus tabas de gamuza de cien cocos recién bautizadas, que empecé a ver una pequeña luz de brutez en sus palabras, en su terquedad y en su manera de pararse.

      Aunque nunca se lo dije, ese preciso momento me hizo caer en cuenta de que el Cabezón era bruto, pero, sobre todo, un pata para toda la vida.

      Cabeza de jabalí

      No sé si es la luz que entra por la cortina o las ganas que tengo de ir al baño o aquel malestar insoportable que solo deja la resaca. No sé, pero me despierto hecho mierda. Ella está a mi lado. Me da la espalda y no le veo la cara. Por lo poco que se ve, confirmo que está buena. ¿Será un trofeo más para colgar en la sala, como una cabeza de jabalí?

      Mi vehemencia por el orden me expulsa de la cama. Me arrastra a la sala, a enfrentar el desastre. El olor a humo, ceniceros sucios, asquerosos, el vaho que todavía queda. El piso mojado con esa mezcla de hielo derretido y trago chorreado. Una casaca de personalidad indefinida. Un sostén.

      Cada vaso tiene una historia. Cada pucho, un cuento. Yo no fumo, pero algo me dice que una aventura con cigarro es más interesante. Los objetos me hablan, y yo los escucho. Un vaso de plástico rojo, que huele a cubalibre con ceniza y floro, me dice:

      —Yo estoy buscando a alguien con valores, ¿manyas?

      —¡Anda, mentiroso! Te la quieres brincar y ya —pienso, mientras sigo recogiendo desperdicios malolientes.

      Y ahora es el cenicero el que me dice que su dedicación a las artes (sí, dice “artes”, en plural) es cada vez más fuerte. Obvio, si no estudiaste nada y no consigues chamba, “las artes” son una excelente forma de no ser un loser, le recrimino.

      Pero esas historias no son mías. La mía es la del chardonnay que, sin pretensión, en esa copa dejada a medias en la mesa, llegó con la amiga de una amiga. Es una uva de esas que uno no mira al principio, pero que cautivan poco a poco y son imposibles de olvidar. Siento el roble, firme, decidido, que le da personalidad. La tierra donde sentó sus raíces. Una combinación impecable. Fina, fuerte, interesante.

      Sigo conversando con los despojos de una noche memorable cuando aparece ella, la chica chardonnay, la que estaba en mi cama dormida y que ahora está sin nada más que la camisa de chamba que tuve puesta ayer.

      —¿Te ayudo? —se ofrece.

      Ya hiciste más que suficiente, pienso mientras sonrío.

      Ese jabalí se está pareciendo más a una gacela. ¿Será que se queda en la pared o la incluyo en las bolsas con los restos de la fiesta? Veremos si sigue igual de grácil al final del día.

      Carta documento

      Lo del documento era una excusa para verlo. Era cierto que necesitábamos su firma, pero no había necesidad de que fuera yo quien se lo llevara. Él accedió sin vacilar. Quizás no era la única con ganas de un encuentro, pensé. Traté de no arreglarme demasiado, pero igual me puse linda: el vestidito morado, las botitas tejanas y el pelo en una cola de caballo. Después de tanto tiempo sin vernos, no quería que me viera “normal”. Agoté entre mi cuello y las muñecas lo último de aquel perfume que tanto le gustaba. No me puse maquillaje en señal de protesta.

      Llegué al lobby de aquel edificio ostentoso, y el portero lo llamó por el intercomunicador.

      —Me pide el señor que me entregue el documento, que él se lo hará llegar lo antes posible —dijo, y estiró la mano.

      Saqué el sobre de manila y se lo lancé al pobre tipo que nada tenía que ver con el canalla con el que alguna vez me había casado.

      Cartas y caprichos

      En tu última carta, me pediste que escriba sobre algo políticamente incorrecto, algo sobre lo que no estoy dispuesto a negociar.

      Fácil, pensé. Soy ateo militante y tengo mil argumentos para enfrascarme en ese rollo, pero prefiero tocar temas más chicos.

      Por ejemplo, yo no voy al Jockey Plaza.

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