El hijo del siciliano - El millonario y ella. Sharon Kendrick
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Название: El hijo del siciliano - El millonario y ella

Автор: Sharon Kendrick

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Libro De Autor

isbn: 9788413489254

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СКАЧАТЬ secundario. Y luego, cuando el matrimonio empezó a romperse, le había parecido un hombre frío, indiferente. Y había empezado a apartarse de él.

      Pero desde entonces habían pasado muchas cosas y todas esas cosas fueron difíciles. Ahora sabía que su matrimonio con Vincenzo había sido un sueño. Aunque aquel día Vincenzo parecía el sueño de cualquier mujer.

      Llevaba un traje que sólo podía haber sido hecho en Italia y se había quitado la chaqueta, dejando al descubierto una camisa blanca de seda que destacaba la anchura de sus hombros y el poderoso físico que había debajo. Con la corbata suelta y los dos primeros botones desabrochados, Emma casi podía ver el vello oscuro que había debajo.

      Pero era su rostro lo que la hipnotizaba. Un rostro que, se dio cuenta de repente, era una versión dura y cínica de las delicadas facciones de su hijo.

      ¿Habría sido Vincenzo alguna vez así de dulce?, se preguntó.

      Podría definirlo como una belleza clásica de no ser por una diminuta cicatriz en forma de «V» en el oscuro mentón. Sus facciones eran duras, los ojos negros, brillantes como ópalos, pero en su sonrisa había cierta crueldad.

      Incluso cuando la cortejaba siempre había sido un hombre duro. Una cualidad que siempre había asustado un poco a Emma.

      Siempre la trataba con autoridad. Ella era sólo otra posesión a adquirir, la novia virgen que nunca había conseguido ser lo que él quería que fuera.

      –Ha pasado mucho tiempo –dijo Vincenzo, mirándola de arriba abajo–. Dame tu abrigo.

      Emma hubiera querido decirle que sólo se quedaría un momento, pero Vincenzo podría ponerse difícil si hacía eso. Además, había aceptado comer con él y sería absurdo hacerlo con el abrigo puesto.

      Pero lo último que deseaba era que sus manos la rozasen, un gesto así le recordaría otras noches del pasado…

      –Puedo hacerlo yo –murmuró, quitándose el abrigo y colgándolo del respaldo de una silla.

      Vincenzo estaba estudiándola con cierta fascinación. Había reconocido inmediatamente el abrigo porque se lo había regalado él, pero el vestido era nuevo… y qué vestido tan horrible.

      –¿Se puede saber qué has estado haciendo últimamente? –le preguntó, con una sonrisa desdeñosa.

      –¿Qué quieres decir? –Emma consiguió que su voz sonara tranquila aunque, de repente, temía que Vincenzo se hubiera enterado de la existencia de Gino. Pero de ser así no podría mirarla con esa expresión desinteresada. Ni siquiera él era tan buen actor.

      –¿Te has puesto a régimen?

      –No.

      –Pero estás muy delgada. Demasiado delgada.

      Eso era lo que pasaba cuando una mujer le daba el pecho a su hijo durante mucho tiempo. Si además tenía que ocuparse de la casa, del jardín, limpiar, cocinar y cuidar de otros niños además del suyo sin nadie que la ayudase, era lógico que hubiera perdido tanto peso.

      –Estás en los huesos –insistió Vincenzo.

      Antes solía decirle que era una Venus de bolsillo, que tenía el cuerpo más perfecto que hubiera visto nunca en una mujer…

      Pero quizá era mejor así, pensó Emma. El grosero comentario dejaba bien claro que su relación con Vincenzo Cardini había muerto del todo. Que no sólo no le gustaba, sino que ya no sentía el menor deseo por ella.

      Y, sin embargo, le dolió. Más que eso. La hizo sentirse como una mujer pobre y desesperada que había ido a pedirle ayuda a su marido.

      «Pues no lo eres», se dijo a sí misma. «Sencillamente quieres lo que es tuyo, así que no dejes que te deprima».

      –Mi aspecto es cosa mía, pero veo que tú no has perdido ni tu encanto ni tus buenas maneras –replicó, irónica.

      Vincenzo sonrió. ¿Había olvidado que Emma no se dejaba amedrentar? ¿No había sido ésa una de las cosas que le atrajeron de ella desde el principio? Cierta timidez mezclada con la habilidad de golpear donde más dolía. Junto con su etéreo encanto rubio que lo había dejado boquiabierto.

      –Es que estás… diferente –observó.

      Antes solía llevar el pelo por encima de los hombros y a él le gustaba porque así nunca caía sobre sus pechos cuando estaba desnuda. Pero ahora le llegaba casi por la cintura, sus ojos azules parecían más hundidos que antes y los afilados pómulos creaban sombras sobre su rostro.

      Pero fue su cuerpo lo que más lo sorprendió. Siempre había sido esbelta, pero de curvas generosas, como un melocotón maduro. Ahora, sin embargo, estaba delgadísima. Seguramente era lo que dictaban las revistas de moda, pero a él no le parecía atractivo en absoluto.

      –Pero tú estás igual que antes, Vincenzo.

      –¿Ah, sí? –él la miraba como un gato miraría a un ratón antes de lanzar sobre él sus letales zarpas.

      –Bueno, quizá tienes algunas canas nuevas…

      –¿No me dan un aspecto distinguido? –bromeó Vincenzo–. Dime, ¿cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos, cara?

      Emma sospechaba que sabía perfectamente el tiempo que había pasado, pero el instinto y la experiencia le decían que le llevase la corriente.

      «No lo hagas enfadar, ponlo de tu lado. Sigue siendo sosa e imparcial, flaca y poco atractiva, y con un poco de suerte él se alegrará de decirte adiós».

      –Dieciocho meses. El tiempo vuela, ¿verdad?

      –Tempus volat –repitió él en latín, indicando un par de sofás de piel situados al otro lado del despacho–. Por supuesto que sí. Siéntate, por favor.

      A Emma le temblaban las rodillas, de modo que agradeció la invitación. Vincenzo se sentó a su lado y, como siempre, su proximidad la ponía nerviosa. ¿Pero no resultaría un poco absurdo pedirle que se sentara en el otro sofá? Al fin y al cabo, ella no era una niña.

      Además, ¿no era ésa otra de las razones de su visita, demostrarle que lo poco que hubo entre ellos había muerto para siempre?

      «¿Ha muerto?», se preguntó. «Pues claro que sí, no pienses tonterías».

      –Voy a pedir el almuerzo, ¿te parece?

      –No tengo hambre.

      Vincenzo la miró. Tampoco él, aunque se había levantado a las seis de la mañana y sólo había tomado un café. Le pareció que estaba pálida, su piel, tan transparente que podía ver las venitas azules en sus sienes. No llevaba joyas, observó. Ni esos pendientes de perlas que tanto le gustaban ni la alianza.

      Claro, por supuesto. ¿Cómo iba a llevarla?

      –Bueno, dime para qué querías verme.

      –Lo que te dije por teléfono: quiero el divorcio.

      Vincenzo observó que cruzaba y descruzaba las piernas como si estuviera nerviosa. СКАЧАТЬ