El hijo del siciliano - El millonario y ella. Sharon Kendrick
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Название: El hijo del siciliano - El millonario y ella

Автор: Sharon Kendrick

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Libro De Autor

isbn: 9788413489254

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СКАЧАТЬ style="font-size:15px;">      –Me llamo Emma Cardini.

      Hubo otra pausa.

      –¿Y su llamada es en relación a…?

      De modo que no sabía quién era. Ella apretó los labios, herida.

      –Soy su esposa.

      Eso debió de pillar a la secretaria por sorpresa, porque no parecía saber qué decir.

      –Por favor, espere un momento.

      Emma se vio obligada a esperar lo que le pareció una eternidad y unas gotas de sudor aparecieron en su frente a pesar del frío de la casa. Estaba ensayando en silencio un «Hola, Vincenzo» lo más neutral posible cuando la voz de la secretaria interrumpió sus pensamientos:

      –El señor Cardini está en una reunión y no puede ponerse ahora mismo.

      Esa respuesta fue como un golpe en el plexo solar y Emma se encontró agarrándose a la mesita del teléfono porque no la sostenían las piernas. Estaba a punto de colgar cuando se dio cuenta de que la mujer seguía hablando…

      –Pero si me deja un número de teléfono, el señor Cardini intentará llamarla cuando tenga un momento libre.

      El orgullo hizo que Emma quisiera decirle que podía irse al infierno si no tenía un minuto para hablar con la mujer con la que se había casado, pero no podía permitirse ese lujo.

      –Sí, claro. ¿Tiene un bolígrafo?

      Después de colgar se hizo un té y agarró la taza con las dos manos, como si fuera un salvavidas, mientras miraba por la ventana de la cocina.

      Un par de piñas habían caído desde el enorme jardín de Andrew, separado del suyo por una valla de madera. Emma había pensado en plantar un fragante jazmín que perfumase el aire durante las largas noches de verano, pero todos esos sueños empezaban a evaporarse.

      Porque ése era otro problema que ni siquiera había tomado en consideración. Si tenía que marcharse de aquella casa, ¿dónde jugaría su niño cuando empezase a andar? Con el alquiler que ella podía pagar, no sería fácil encontrar un sitio con un jardín o un patio.

      El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos y Emma corrió a contestar para que no despertase a Gino.

      –¿Dígame?

      –Ciao, Emma.

      Esas dos palabras fueron como un jarro de agua fría. Vincenzo pronunciaba su nombre como no lo hacía nadie más… pero claro, nada de lo que Vincenzo hacía o decía podía parecerse a nada.

      «Recuerda que has ensayado su nombre sin emoción alguna. Pues ahora es el momento de ponerlo en práctica».

      –Vincenzo –Emma tragó saliva–. Me alegro de que hayas llamado.

      Al otro lado de la línea, los labios de Vincenzo Cardini se curvaron en una parodia de sonrisa. Hablaba como si estuviera a punto de comprarle un ordenador, con esa voz tan suave que solía hacerlo perder la cabeza. Y, a pesar de la hostilidad que sentía por ella, incluso ahora esa voz le despertó una punzada de deseo.

      –Tenía un momento libre –contestó, mirando su agenda–. ¿Qué querías?

      A pesar de haber dicho muchas veces que le daba igual lo que Vincenzo pensara de ella, Emma era lo bastante madura como para reconocer que su frialdad le rompía el corazón. Le hablaba con el mismo afecto que usaría para tratar con una secretaria. Con qué facilidad el fuego de la pasión se convertía en cenizas, pensó, filosófica.

      «Pues contéstale con la misma frialdad», se dijo luego. «Háblale como él te habla a ti y así no te dolerá tanto».

      –Quiero el divorcio.

      Al otro lado de la línea hubo una pausa. Una larga pausa. Vincenzo se echó hacia atrás en el sillón, estirando sus largas piernas.

      –¿Por qué? ¿Has conocido a otra persona? –le preguntó–. ¿Estás pensando en volver a casarte?

      Su indiferencia le dolió más de lo que debería. ¿Podría ser aquél el mismo Vincenzo que una vez había amenazado con matar a cualquier hombre que se atreviera a sacarla a bailar? No, claro que no. Ese Vincenzo la amaba… o al menos había jurado amarla.

      –Aunque hubiera alguien en mi vida, te aseguro que no volvería a casarme –respondió Emma.

      –Eso no responde a mi pregunta –replicó él.

      –Es que no tengo que contestarla.

      –¿Crees que no? –Vincenzo se dio la vuelta en el sillón para mirar los espectaculares rascacielos que dominaban el centro de la ciudad, dos de los cuales eran de su propiedad–. Bueno, en ese caso, esta conversación no va a durar mucho, ¿no te parece?

      –No te he llamado para charlar, te he llamado para…

      –Antes de nada hay que establecer los hechos –la interrumpió él–. ¿Tienes ahí tu agenda?

      –¿Mi agenda?

      –Vamos a buscar un día para hablar del asunto.

      Emma tuvo que agarrarse a la mesita para no perder el equilibrio.

      –¡No!

      –¿Crees que voy a hablar del divorcio por teléfono?

      –No hace falta que nos veamos… podemos hacerlo a través de abogados.

      –Pues entonces hazlo. Dile a tu abogado que se ponga en contacto con el mío.

      ¿La retaba porque sospechaba que estaba en una posición más débil?, se preguntó. Pero él no podía saber eso, se dijo luego.

      –Si quieres que coopere, sugiero que nos veamos, Emma –siguió Vincenzo–. Si no, podrías tener una batalla muy larga y muy cara entre las manos.

      Emma cerró los ojos, pero hizo un esfuerzo para no llorar porque sabía que Vincenzo usaría cualquier signo de debilidad para lanzarse sobre ella como un buitre. ¿Cómo podía haber olvidado esa resolución de hierro, esa fiera obstinación gracias a la que siempre había conseguido lo que quería?

      –¿Por qué íbamos a tener que pelearnos? Los dos sabemos que nuestro matrimonio se ha roto para siempre.

      Quizá si ella hubiera derramado una lágrima, si en su voz hubiera oído un timbre de emoción… pero ese tono frío desató una furia que había permanecido dormida desde que su matrimonio se rompió.

      En ese momento, Vincenzo no sabía ni le importaba qué era lo que Emma quería; lo único importante era hacer justo lo contrario.

      –¿Tienes libre el lunes? –le preguntó.

      Emma no tenía que mirar su agenda porque no la tenía. ¿Para que iba a tenerla? Su vida social era inexistente y así era como le gustaba.

      –El lunes me parece bien –tuvo que ceder–. ¿A qué hora?

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