Hermanas de sangre. Тесс Герритсен
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Название: Hermanas de sangre

Автор: Тесс Герритсен

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Rizzoli & Isles

isbn: 9788742811634

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СКАЧАТЬ ronda...

      —¿Quieres una?

      Jesús, cada uno concluía las frases que iniciaba el otro.

      —Hay mucho ruido aquí —dijo ella—. Vayamos a la otra sala.

      Se encaminaron al comedor, al reservado habitual situado bajo la bandera irlandesa. Dunleavy y Vann se sentaron frente a ella, muy cómodos uno al lado del otro. Rizzoli pensó en su colega Barry Frost, un tipo agradable, incluso simpático, pero con quien no tenía absolutamente nada en común. Al final de la jornada, ella seguía su camino y Frost el suyo. Los dos se caían bien, pero ella no creía que pudiera soportar más intimidad que ésa. Y, sin la menor duda, no tanta como mostraban aquellos dos tipos.

      —Así que te ha tocado la víctima de una Black Talon —comentó Dunleavy.

      —Anoche, en Brookline —contestó—. La primera desde tu caso... ¿Cuánto hace de eso? ¿Dos años?

      —Sí, más o menos.

      —¿Cerrado?

      Dunleavy se rió.

      —Sellado como un ataúd.

      —¿Quién fue el autor del disparo?

      —Un tipo llamado Antonin Leonov. Un inmigrante ucraniano, un elemento de tres al cuarto que jugaba a hacerse el importante. De no haberle arrestado nosotros primero, al final la mafia rusa se lo habría cargado.

      —Menudo imbécil —bufó Vann—. No tenía la menor idea de que le teníamos vigilado.

      —¿Y por qué le vigilabais? —preguntó Rizzoli.

      —Nos llegó el soplo de que estaba esperando una entrega de Tayikistán — añadió Dunleavy—. Heroína. Una entrega importante. Le pisábamos los talones desde hacía casi una semana y nunca nos descubrió. Así que le seguimos hasta la casa de su socio Vassily Titov. Vimos cómo Leonov entraba en casa de su socio. Debió de cabrearse con él, o algo por el estilo, porque oímos disparos y luego Leonov salió.

      —Pero nosotros le estábamos esperando —remató Vann—. Como ya he dicho, un imbécil.

      Dunleavy levantó su Guinness para brindar.

      —Caso abierto y cerrado. Asesino atrapado con el arma. Nosotros estábamos allí y fuimos testigos. No sé por qué se molestó siquiera en declararse inocente. El jurado tardó menos de una hora en regresar con el veredicto.

      —¿En algún momento os dijo dónde había conseguido aquellas Black Talons?

      —preguntó Rizzoli.

      —¿Estás bromeando? —inquirió Vann—. No podía decirnos nada porque apenas hablaba inglés. Aunque no cabe la menor duda de que conocía el término

      —Mandamos un equipo para que registrara su casa y su negocio —explicó

      Dunleavy—. Encontraron ocho cajas de Black Talons guardadas en el almacén, ¿te lo puedes creer? No sabemos cómo consiguió semejante cantidad, pero era todo un alijo. —Se encogió de hombros—. Y eso es todo lo que hay sobre Leonov. Yo no veo nada que lo relacione con tu asesinato.

      —Aquí sólo ha habido dos asesinatos con Black Talon en cinco años —dijo ella—. Vuestro caso y el mío.

      —Sí, bueno, es posible que queden todavía algunas balas por ahí, circulando por el mercado negro. Consulta la página de subastas de eBay. Todo cuanto te puedo decir es que cogimos a Leonov, y nada más. —Dunleavy se acabó la pinta de cerveza—. Tendrás que buscar a otro asesino.

      Una pista que ya podía dar por descartada. Unos cuantos mafiosos rusos de hacía dos años no parecían relevantes en relación con el asesinato de Anna Jessop.

      Aquella bala Black Talón era un eslabón perdido.

      —¿Me dejaríais ese expediente sobre Leonov? —preguntó—. Sigo interesada en echarle un vistazo.

      —Mañana lo tendrás en tu escritorio.

      —Gracias, muchachos.

      Se deslizó fuera del banco y tuvo que apoyarse para ponerse en pie.

      —¿Para cuándo piensas soltarlo? —inquirió Vann, al tiempo que le señalaba el vientre.

      —No veo la hora.

      —Los muchachos han organizado una apuesta. Sobre el sexo de la criatura.

      —Bromeas.

      —Creo que está a setenta pavos a favor de que es una niña, cuarenta a que es un chico.

      Vann soltó una risita burlona.

      —Y veinte pavos a que es... otra cosa.

      Cuando Rizzoli entraba en su piso, sintió que el bebé le daba una patada.

      «Estáte quieto, pequeño —pensó—. Ya es suficiente con que me hayas golpeado como si fuera un saco de arena todo el día. ¿Piensas seguir así toda la noche también?» Rizzoli no sabía si llevaba encima un niño, una niña o cualquier otra cosa; todo cuanto sabía era que su bebé estaba ansioso por nacer.

      «Deja ya de intentar abrirte paso con golpes de kung-fu, ¿vale?»

      Dejó el bolso y las llaves sobre la encimera de la cocina, se quitó los zapatos junto a la puerta y arrojó la chaqueta encima de una silla del comedor. Hacía dos días que su marido, Gabriel, había salido para Montana. Formaba parte de un equipo del FBI que investigaba un alijo paramilitar de armas. Ahora el piso mostraba la misma anarquía confortable que había reinado en él antes de su matrimonio. Antes de que Gabriel se instalara allí e insuflase cierta apariencia de disciplina. Antes de permitir que un antiguo marine le ordenara los cazos y sartenes según su tamaño. En el espejo del dormitorio descubrió su reflejo y apenas se reconoció. Mejillas hinchadas, bamboleo, vientre abultado bajo los pantalones elásticos de maternidad.

      «¿Cuándo voy a desaparecer? —pensó—. ¿Aún sigo ahí, escondida en algún lugar de ese cuerpo deformado?» Se comparó con el reflejo de aquella desconocida, acordándose de lo plano que era antes su vientre. No le gustaba cómo se le había hinchado la cara, el hecho de que las mejillas se le hubiesen vuelto sonrosadas como las de un niño pequeño. El fulgor del embarazo: así lo llamaba Gabriel, esforzándose por convencer a su esposa de que en realidad no se parecía a una ballena de hocico reluciente. «En realidad, esa mujer de ahí no soy yo —pensó—. Ésa no es la poli capaz de derribar una puerta de una patada o arrestar a un asesino.»

      Se dejó caer de espaldas sobre la cama, con los brazos extendidos a cada lado en el colchón, como un pájaro a punto de levantar el vuelo. Percibió el olor de Gabriel en las sábanas. «Te echo de menos esta noche», pensó. Se suponía que el matrimonio no debía ser así. Dos profesiones, dos obsesos por el trabajo. Gabriel de viaje, ella en aquel piso. Pero, pensándolo bien, desde un principio había sabido que no sería fácil, que habría muchas noches como aquélla, en que el trabajo de él, o el de ella, los mantendría separados. Rizzoli pensó en volver a telefonearle, СКАЧАТЬ