Las almas rotas. Patricia Gibney
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Название: Las almas rotas

Автор: Patricia Gibney

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Lottie Parker

isbn: 9788418216077

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СКАЧАТЬ la tostadora saltó, cogió el pan y lo mordió. Estaba seco. El té sabía a serrín. A la mierda. Decidió que pasaría por el McDonald’s de camino al trabajo a por un café, y al diablo con los nervios.

      Se puso la chaqueta, se recogió el pelo desgreñado en una coleta y lo colocó bajo la capucha. Mientras salía de casa, se preguntó de qué humor estaría Boyd ese día.

      * * *

      Mark Boyd se ajustó el nudo de la corbata y evaluó el resultado en el diminuto espejo del baño. La imagen que le devolvió la mirada no lo entusiasmó. Su pelo, muy corto, era ahora más gris que negro, y sus ojos delataban que había bebido de la noche anterior. Las mejillas demacradas enfatizaban los pómulos. Sabía que, a su edad, la piel del cuello no debería colgarle. Le convendría salir un poco con la bici, pero hacía demasiado frío para hacer deporte al aire libre, pensó, e ignoró el hecho de que tenía una bicicleta estática plegada en una esquina de la pequeña cocina. No, tenía que hacerse cargo de los problemas tangibles en su vida. Para eso había pedido medio día libre en el trabajo. Esperaba que Lottie lo aprobara, de lo contrario, tendría que ausentarse sin permiso.

      En el salón del apartamento de una sola habitación oyó a su amigo Larry Kirby que roncaba con fuerza tirado en el sofá con los pies sobre la abarrotada mesita de café. Latas de cerveza y botellas ocupaban toda la superficie disponible. Boyd sintió que le crujían los huesos y se le erizaba la piel. Odiaba el desorden. Recogió las latas y botellas y las metió en una bolsa para reciclar.

      Kirby se removió y se incorporó con dificultad.

      —¿Dónde diablos estoy? —Miró a su alrededor, amodorrado, y se pasó la mano por la mata de pelo despeinado—. Oh, Boyd, eres tú. Menuda farra la de anoche. ¿Dónde está McKeown?

      Boyd se encogió de hombros y pensó un momento. Habían abandonado a Sam McKeown, el miembro más nuevo del equipo, en el pub Cafferty cuando se habían ido a las… Mierda, no tenía ni idea de a qué hora había sido.

      —Solo Dios sabe dónde habrá acabado. —Dejó la bolsa del reciclaje en el suelo junto a la bicicleta estática—. ¿Te apetece tomar un café? Hay una toalla limpia en el armario de la caldera por si quieres darte una ducha. —Encontró un blíster de paracetamol y se tragó dos pastillas.

      Kirby se olisqueó los sobacos.

      —Imagino que no tendrás una camisa que me pueda poner.

      Boyd sonrió con sorna. Kirby era el doble de ancho que él.

      —¿Tú qué crees?

      —Bueno, me tomaré ese café.

      Mientras Boyd preparaba el café, Kirby preguntó:

      —¿Estás bien?

      —Aparte de tener una resaca tremenda, estoy estupendamente.

      —Anoche estuviste muy intenso; todo sensiblero y deprimido.

      —Según tú, siempre estoy igual. —Boyd se preguntó qué habría dicho hacia el final de la noche.

      Kirby bostezó sonoramente.

      —La mitad de las palabras que te salían de la boca eran Lottie esto y Lottie aquello. Dios, no sé qué habrá pensado McKeown de ti.

      Boyd llevó dos tazas de café al salón y se sentó frente a Kirby.

      —¿Tan mal estuve?

      —Peor.

      —Mierda.

      —¿Por qué no le pides ya que se case contigo? Cualquiera con ojos en la cara ve que estáis hechos el uno para el otro.

      Boyd sintió el calor que le subía a las mejillas. Se había puesto contentísimo cuando Lottie había accedido a casarse con él, pero habían decidido —no, pensó, ella había decidido— no contar nada todavía, ya que trabajar juntos lo hacía incómodo. Aunque eso había sido antes de todo lo demás.

      —No sé qué hacer —admitió.

      —Todavía tengo un anillo de compromiso, si lo quieres. —Kirby rio, y luego hizo un gesto de dolor.

      —Lo puedo comprar yo mismo cuando lo necesite, gracias. Si es que lo necesito. —Boyd cerró los ojos y se pasó la mano por la frente palpitante. El paracetamol tardaba en hacer efecto.

      —Como quieras. —Kirby dejó la taza sobre la mesa. Metió las manos entre las rodillas y se quedó con la mirada perdida—. A mí ya no me sirve para nada ahora que Gilly… Ya sabes…

      —Lo sé, es muy duro. Date tiempo para llorarla. —Boyd pensó en la garda Gilly O’Donoghue, que había sido asesinada durante el verano. Gilly fue la primera mujer de la que Larry Kirby se había enamorado desde su divorcio.

      —Eso es lo que me dice todo el mundo. —Kirby se levantó, acompañado del crujir de sus rodillas y una tos áspera, resultado de demasiados cigarros—. Joder, huelo fatal. Te veo en la oficina. ¿Qué hora es?

      —Las seis y media.

      —Ah, por el amor de Dios. ¿Por qué me has hecho levantar a una hora tan intempestiva? Tengo tiempo de echar una cabezadita antes del trabajo. Me voy; te veo luego.

      Mientras Boyd bebía su café lentamente, descubrió una botella de whisky tirada bajo el sofá. Se puso de rodillas y la recogió; sacudió la cabeza y fue a buscar su Dyson.

      2

      Los cerdos hacían un ruido infernal en los cobertizos. El viento agitaba las ventanas con violencia mientras la nieve atravesaba el patio en diagonal, empujada por otra ventisca.

      Beth Clarke cogió una taza del armario de la cocina y abrió el grifo. Nada. Lo probó de nuevo, con el mismo resultado.

      —¡Papá! —gritó en dirección al salón, donde su padre apretaba con furia las teclas de una calculadora anticuada—. ¿Qué pasa con el agua?

      —Se han congelado las tuberías, seguro. —El golpeteo casi ahogaba su voz.

      —¿Qué vas a hacer al respecto? —Beth dejó la taza en el fregadero con un golpe y comprobó si había suficiente agua en el hervidor para que su padre se preparara el té más tarde. Probablemente. Apenas.

      —Por el amor de Dios —gruñó el hombre.

      Beth se volvió y lo encontró de pie en la puerta, con la calculadora en una mano y en la otra, un fajo de papeles llenos de columnas torcidas de números escritos a mano. Todavía llevaba la ropa del día anterior.

      —¿Has estado despierto toda la noche?

      —Sí, por desgracia. No consigo que cuadre la declaración de IVA. Supongo que no podrás hacerla con el portátil, ¿verdad? —Una tos le cortó la voz y el hombre se dobló, resollando.

      —Supones bien. —Beth se agachó, recogió la mochila de debajo de la mesa y se la colocó en la espalda. Se alisó las perneras СКАЧАТЬ