Carlos Broschi. Eugène Scribe
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Carlos Broschi - Eugène Scribe страница 6

Название: Carlos Broschi

Автор: Eugène Scribe

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664182630

isbn:

СКАЧАТЬ

      »Muy en breve el maestro no tuvo nada que enseñar a su discípulo, que era ya su compañero de estudio. Por mi parte, no podía seguirlos ni llegar a su altura; pero sentíame orgullosa de saber apreciar lo que valían.

      »Sus conversaciones eran dulces y amenas: en ellas dejaban ver sus nobles y puros sentimientos; tenían elocuencia fácil, sencilla y persuasiva. En la soledad del viejo castillo, cerca de aquel anciano achacoso y colérico, las horas nos parecían demasiado breves cuando nos encontrábamos en aquel santuario del estudio y de la amistad. A los días indiferentes y tranquilos de la infancia, debía suceder la edad de oro de la juventud, con sus quiméricos encantos, sus grandes ilusiones y su inmenso porvenir. Más sabio que nosotros y ya menos dichoso, Teobaldo era más grave, más reflexivo. Conocía el mundo; es decir, los pesares; nosotros no conocíamos más que nuestro mutuo afecto, la amistad y la dicha.

      »Una mañana, brillaba el bello sol de otoño, estábamos los tres en un extremo del parque, hablábamos familiarmente, y Carlos nunca habíase mostrado más gracioso y amable.

      —»He soñado esta noche—nos dijo—que yo era gran señor y primer ministro.

      —»¿En qué reino?—le interrogué yo.

      —»Mi sueño no me lo ha dicho.

      —»¿Y qué puesto me daba usted en ese sueño?

      —»Usted, señora... era reina.

      —»¿Y Teobaldo?

      —»¡Confesor del rey!

      »A esta broma imprevista lancé una carcajada, y mi alegría excitó la de Carlos. Sólo Teobaldo guardó su compostura, y nos dijo moviendo la cabeza:

      —»¡Eso sí que es extraño!

      »A estas palabras, nuestra alegría creció de pronto.

      —»No se rían ustedes...—nos dijo con gran seriedad y sangre fría.—Debo ser el más razonable de los tres... y soy el más débil y supersticioso... Lo que acaban de decirme me ha impresionado, y a mi pesar no puedo dejar de creerlo.

      —»¿Por qué?—le interrogué.

      —»Porque he soñado exactamente lo mismo.

      »Todos lanzamos un grito de sorpresa.

      —»Sí—dijo a Carlos;—yo sacerdote y tú gran señor.

      —»¿Y yo?—pregunté a mi vez.

      —»Usted, señora, es diferente—me dijo con tristeza;—no estaba con nosotros, nos había dejado, nos había abandonado.

      —»¡Ah! Entonces ese sueño no es verdad, no tiene sentido común—exclamé.—Ignoro qué destino nos estará reservado; pero sea el que quiera el mío, juro que nada en el mundo me hará olvidar los amigos de mi infancia.

      —»Y nosotros juramos lo mismo—exclamaron los dos a la vez, extendiendo hacia mí sus manos, que tenían estrechamente unidas.

      »Hubo un instante de silencio, y Teobaldo volvió lentamente a su tristeza habitual, diciendo:

      —»Sí, señora; nuestros presentimientos se cumplirán. Tendrá usted inmensas riquezas, será una gran señora... respetada y adorada de todos. Tú, Carlos, si atiendo a tu mérito más que a tu sueño, debes, a despecho de los obstáculos, a pesar de tu nacimiento, hacer tu camino en el mundo, y llegar a los puestos más elevados.

      —»Tanto mejor para ti—dijo en tono de broma Carlos, dando en la espalda de Teobaldo con aire de protección.

      —»¡Oh! ¡Yo—prosiguió Teobaldo—tengo el presentimiento de que seré siempre miserable! No seré útil a nadie... Los amaré, velaré por ustedes y les daré mi vida... Vean ahí—continuó sonriendo y dándonos la mano,—que mi parte es la mejor, y que de los tres seré el más dichoso.

      »La campana del castillo sonó en aquel momento, y nos separamos renovando el juramento de eterna amistad, que el Cielo oyó, y que nuestros corazones ha mantenido.

      »Contra la costumbre, y turbando la tranquilidad de nuestra pacífica morada, una numerosa y brillante sociedad acababa de llegar a ella. Era un número bastante crecido de jóvenes señores de las cercanías que, reunidos desde por la mañana para una partida de caza, habían querido descansar de su fatiga en el castillo del duque de Arcos, su vecino.

      »Como castellano, mi tío sentíase lisonjeado con esta visita y recibió alegremente a sus nuevos huéspedes; parecía inquieto, y en su orgullo español se apresuraba para ejercer dignamente los deberes de la hospitalidad. Díjome que bajase al salón para recibir a aquellos señores y hacer los honores de la casa. Obedecí, y, al verme, hubo entre aquella multitud, cuyas miradas todas se dirigieron hacia mí, una especie de rumor, el cual no podía explicarme, y que me turbó extraordinariamente. Recibíamos muy pocas veces, y los nobles señores que nos honraban con su visita eran, por lo general, viejos duques y ancianos señores, amigos y contemporáneos de mi tío. Semejante sociedad fijaba poco la atención en mí, y tenían la costumbre de mirarme como a una niña. Durante este tiempo yo había crecido; contaba quince años; era bien parecida, y por el incidente de tan inesperada visita, me convencí de que llamaba la atención mi persona; mis amigos nada me habían dicho, y el efecto rápido y maravilloso que produje en la concurrencia me sorprendió en extremo... Todo, en aquel día, me decía que era linda; y si hubiese podido dudarlo todavía, las exclamaciones que oía a mi alrededor bastaban para disipar mis dudas.

      —»Por San... ¡Qué linda es! ¡qué talle de reina! ¡qué hermosos ojos negros! No hay nada mejor en la corte.

      —»Yo lo daría todo por ella—dijo un hombre de pequeña estatura y de bigotes negros.

      —»Y yo también—agregó una voz ronca que me causó miedo;—todo, excepto mi jauría y mi caballo árabe.

      »Estas y otras exclamaciones semejantes se repetían en el salón por veinte personas a la vez, sin que yo perdiera una sola palabra.

      »Poco después llegó mi tío; acababa de vestirse con su gran uniforme y el gran cordón de la Orden de Calatrava, e invitó a sus convidados a pasar al comedor.

      »Al oír estas palabras, aquellos señores se olvidaron de mí, pues el apetito que tenían, como buenos cazadores, no les permitía pensar más que en comer; en verdad no tenían otra cosa que hacer.

      »A los primeros instantes de silencio, sucedió una conversación animada y ruidosa como en el final de una asamblea. Cada cual refería sus proezas en la caza, y después que el vino circuló en abundancia, no hubo medio de entenderse. ¡Qué discursos, Dios mío! ¡Cuánta ignorancia! ¡cuánta fatuidad! Menos mal, cuando estos nobles señores no son más que tontos o fatuos; pero muchos de ellos se distinguían por su grosería y malos modales.

      »Aturdida y disgustada de aquella sociedad, parecíame oír una lengua desconocida, que estaba en un mundo nuevo y extravagante, lejos de mi país, de mis amigos a quienes ansiaba volver a ver; antes de que terminase la comida, las frecuentes libaciones habían acalorado los cerebros de nuestros convidados.

      —»¡Por esta hermosa joven!—exclamó uno de ellos apurando un vaso de vino.

СКАЧАТЬ