Grávido Río. Ignacio Piedrahita
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Название: Grávido Río

Автор: Ignacio Piedrahita

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

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isbn: 9789587205930

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СКАЧАТЬ de hierro trenzado que lo sostenían lucían tiesos, como a punto de quebrarse. La madera de su esqueleto y el techo de láminas de zinc a dos aguas, estaban parcialmente cubiertos de líquenes. La pintura roja que lo cubría estaba ahora pálida y desteñida. Me detuve a calcular el paso antes de atravesar. Desde allí podía ver que la estructura, de unos quince metros de largo por uno y medio de ancho, estaba levemente retorcida, como por contagio de la fuerte corriente que trasponía. Di un paso adelante mirando dónde pisaba. Entre los tablones separados centelleaba la espuma del río, que me despistó y me hizo sentir un leve mareo.

      En la mitad del puente, ya con algo de seguridad, me detuve a mirar la corriente. El agua lucía hinchada sobre sí misma, como en ebullición. Cerca de la orilla colgaba una rama desgajada de un árbol, cuya parte inferior alcanzaba a quedar sumergida en la turbulencia. El agua la mecía violentamente con la intención de devorarla. Incapaz de arrancar de raíz el propio árbol, la corriente se empeñaba en mostrarle su poder arrebatándole una parte. Pero, aun así, la rama resistía, no importaba cuán sometida estuviera, con tal de no romperse. Hay quien ha dicho que la tragedia sobreviene no cuando el árbol se dobla sino cuando se rompe. ¿Qué se puede decir de aquel que ya está desgajado, y, aun así, resiste? Quien ha caminado por el campo habrá visto cómo algunos gajos que penden apenas de un hilo del tronco mayor retoñan en la siguiente estación de lluvias.

      A decir verdad, el puente se sentía firme a pesar del óxido y la falta de escuadra. Más bien parecía haberse incorporado a las torcidas formas de la naturaleza. Conseguí llegar al otro lado, donde me detuve frente a una urna montada sobre una pequeña torre fabricada con adobes. Adentro reposaba la imagen de una Virgen adornada con dos puñados de flores, ya marchitas a pesar de la humedad. Seguramente no pasaban casi peregrinos por allí. La lámina estaba deteriorada, pero se conservaba en el fondo de la urna. Representaba a una de esas vírgenes que llevan una corona repleta de piedras preciosas. Ese rasgo quizás fuera antes símbolo de distinción, pero para el tiempo en que vivimos resultaba ostentoso. Sin tocar la lámina, pero justo en su lugar, deposité la “mujer del cuenco” comprada al tallador. La sencillez de su expresión y el tazón que llevaba en sus manos, como ofreciendo de beber al caminante, me pareció un remplazo merecido.

      Ya en confianza con la resistencia de los maderos, me senté sobre el puente a tomar el almuerzo. Había comprado un tamal huilense: un guiso de carne y arroz envuelto en una masa de maíz, amarrado con hojas de plátano. De beber no llevaba sino agua, de la que me empaché. Al final me estiré sobre el entarimado y me sumergí en el sueño arrullado por el paso del río.

      La sorpresa de despertar en el fondo del cañón, justo un par de metros sobre el agua, en medio de la naturaleza exuberante, desdibujaba la línea entre la vigilia y la ensoñación.

      Me puse de pie, me eché el morral a la espalda y ataqué el camino de subida. Durante el ascenso sentí que el sonido de mi corazón se sobreponía al del río, que poco a poco quedaba a lo lejos. El viento azotaba una cascada de agua y la convertía en lluvia. Mi mirada se posaba cercana, en el piso, apropiándose de su textura y al mismo tiempo ponderando la necesidad de avanzar. Mientras tanto, caminaba sumido en una especie de silencio interior, dominado por el esfuerzo. Era consciente de la intuición que afloraba en cada paso para no pisar en falso, no por miedo a tropezar y caer, sino por la idea de perder un poco de la fuerza que se requiere para llegar a la cima.

      De pronto, al ardiente sol lo veló un cúmulo de nubes y la temperatura mejoró para la caminata. Pero no tardó en comenzar a lloviznar y a caer el agua sobre mi espalda, empapada de sudor. Cada paso contaba y me preguntaba en qué podría apoyarme. Sentía que, si dejaba de andar, el precipicio me llamaría desde atrás. Aunque sabía que el sendero de subida no era más que un espejo del de bajada, este último parecía haber estado más firmemente marcado. Al descenso se suele acceder de buena gana, mientras que a menudo el ascenso se convierte en una obligación. Cuando se baja se tiene el escenario a los pies, con lo cual la medida de sí mismo no es más que fantasía. En la subida, por el contrario, uno es palpable y finito ante su imaginación.

      Ya en plena cuesta pensé que, si mi vida fuera la primera mitad bajando y la segunda subiendo, yo estaría precisamente en ese trecho donde ya había empezado a ascender, y no había vuelta atrás. Y, si me atrevía a mirar a mis espaldas, la noche llegaría para envolverme. Aterrorizado, me detuve y tomé varios sorbos de agua. No podía seguir pensando de esa manera o iba a terminar odiando el recorrido. No se puede caminar sin amor, aun cuando sea una sola porción del sendero. De lo contrario, se dirige uno al propio Hades.

      Una hora más tarde me encontré con una bifurcación. ¿Existe algo más simbólico? El mundo de repente se divide materialmente en dos y se nos impone la idea de que cualquier elección tendrá sus consecuencias. Sin embargo, hay en ello siempre una falacia. Al igual que ocurre con un río, hay decenas de cauces posibles, y al mismo tiempo uno solo. Pero en este caso no parecía aconsejable seguir por la mitad de la montaña abriendo un camino nuevo.

      En medio de la bifurcación había un letrero, pero estaba tan deteriorado que no era posible leerlo sin esfuerzo. Me entregué a una cuidadosa labor deductiva frente a las borroneadas letras grabadas sobre la madera. Puesto que –mirándolo de frente– el camino venía recorriendo la montaña de izquierda a derecha, un desvío a la izquierda sería objeto de aviso, para que los caminantes no siguieran derecho sin percatarse del cambio de dirección. Si, al contrario, no hubiera necesidad de girar, sino que debiera seguirse la dirección general del sendero, el letrero ni siquiera sería necesario.

      Decidí entonces tomar hacia mano izquierda, contento con mi capacidad de raciocinio. Fue solo después de casi otra hora de camino que se me ocurrió mirar el mapa digital en mi teléfono para darme cuenta de que había tomado la dirección equivocada. Dar marcha atrás ya no tenía sentido, así que opté por seguir hasta lo que en el mapa parecía ser una casa campesina. Allí preguntaría si era posible regresar por una carretera que aparecía en mi pantalla un poco más arriba.

      El cañón del río quedó fuera de mi vista y ahora caminaba entre cafetales, por trochas llenas de fango. Al igual que al inicio del recorrido, los árboles estaban de frutos a reventar: guayabas, naranjas, mandarinas, guamas. Una gran rama de un níspero de tierra fría estaba recién caída, probablemente tras uno de los aguaceros de esa semana. En vez de ir tomando uno a uno los nísperos y comerlos juiciosamente hasta la última carne, les daba un par de mordiscos y despreciaba el resto. El derroche sin embargo no estaba dentro de mí, sino en el mismo árbol. La naturaleza se emperifolla en su libertad para entregarse al primero que pase.

      El sendero me fue llevando a la casa marcada en el mapa. Era una pequeña vivienda levantada de la tierra por pilotes de madera, donde nadie respondió a mi saludo. Doblé directo hacia arriba por un cafetal hasta que tropecé con la carretera.

      El terreno, ahora plano, era como una especie de premio al esfuerzo del ascenso. Me sorprendí con la alegría y la ligereza de mi paso renovado. No me había puesto el capote para la lluvia durante la subida y mi ropa escurría, pero no me importaba. Llevaba un buen par de zapatos y un bastón, y con eso era suficiente.

      Al cabo de un rato de caminata me encontré de frente con un hombre que venía encorvado llevando un azadón al hombro. Cuando levantó la cabeza ante mi saludo pude reparar en las manchas rojas que salpicaban su piel como un sarampión. El gran tamaño del hombre y la manera como escondía su rostro me hicieron recordar la figura de Frankenstein cuando, una vez escapado de su cuidador, vagaba por las comarcas avergonzado de sí mismo.

      La carretera era de tierra, pero bien afirmada y el paso rendía mucho más. Iba atravesando cafetales, sembrados de lulo, maizales y flacas arboledas a lo largo de las fuentes de agua.

      A las cuatro de la tarde, con el cielo cerrado por una niebla baja, llegué por fin al centro de recepción de visitantes del Alto de los Ídolos. Pagué la entrada y tomé el camino que recorre un tramo boscoso. Diez minutos СКАЧАТЬ