Grávido Río. Ignacio Piedrahita
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Название: Grávido Río

Автор: Ignacio Piedrahita

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

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isbn: 9789587205930

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СКАЧАТЬ como sentirse tentado por él. Y, más aún, verlo por momentos en toda su magnitud, cuando el sendero hacía quiebres en zigzag, me proporcionaba una irresistible y hasta placentera falta de aliento.

      A pesar de que ya no llovía, el camino estaba hecho un manantial. El agua caída durante la noche y las primeras horas de la mañana hacía todavía su lento tránsito hacia el fondo del cañón: bajaba por los tallos de los árboles y luego por el suelo cubierto de hojas caídas y retoños, empapando las raíces y la tierra hasta llegar al cauce del río, empujándose una molécula de agua tras otra como en peregrinación. A mi lado, elásticas gotas permanecían aún aferradas a hojas y ramas con sus fuerzas capilares. Manojos de pasto alto tocaban a veces mi cuello soltando de paso toda su humedad, con una caricia que me producía un leve escalofrío sobre la piel.

      Mientras caminaba iba escuchando el chapoteo de mis pisadas sobre el agua corriente. Dos o tres pasos significaban casi un metro más hacia lo profundo del cañón. Sus paredes se levantaban con mayor ahínco sobre mi cabeza. Con cada peldaño que bajaba hacia la profundidad, le hacía una cortesía a los esfuerzos del Magdalena en construir su obra. Me sentía único pensando que el río había cavado la tierra para celebrar mi llegada. El aire estaba ahora más cálido, así que me quité el abrigo ligero que llevaba y seguí mi camino hacia el aullido del torrente, que manaba muy por debajo de mis pies.

      Al mirar dónde pisaba, me di cuenta de que el agua transparente magnificaba la roca sobre la que corría. Era precisamente una de esas lavas antiguas que conformaban el terreno, que había atrapado fragmentos de piedra en su recorrido a través de los conductos volcánicos. Algunos de esos fragmentos eran grandes como una mano abierta, otros pequeños como una miga de pan, pero no guardaban ningún orden en su disposición y sus formas eran angulares. El sendero tenía el aspecto de un mosaico, aunque sin formas definidas.

      En un momento en el que el camino giraba en ángulo agudo para ir haciendo su escabroso trazado, pude ver de lleno el cañón del río. También el cauce de este último avanzaba de una manera similar a la del sendero, dando curvas cerradas, como bandazos entre las salientes sucesivas de la montaña. El hecho de que el río fuera el Magdalena le imprimía mucha más fuerza a la imaginación que si se tratara de uno cualquiera, tal como lo decía Heráclito. Sus aguas recorrían de allí en adelante casi todo el país a lo largo de mil quinientos kilómetros.

      El Magdalena corre en ese lugar en dirección sureste, como si fuera rumbo a la selva amazónica. Pero, poco a poco, una serie de fallas geológicas lo van orientando hacia el norte. Las fallas geológicas son planos imaginarios enormes. A través de ellas se desplazan entre sí grandes porciones de montañas, o incluso cadenas de montañas. Su tamaño hace que sean más visibles desde el aire. Se ven a la manera de líneas extendidas por kilómetros, a lo largo de las cuales se disloca algún rasgo de la superficie de la Tierra: una serranía cortada y desplazada, por ejemplo. O, como en este caso, ríos que llevan una dirección y, de repente, tuercen noventa grados. Aquella era una región llena de fallas, de rocas fracturadas.

      Vi entre unos cafetos un árbol abarrotado de mandarinas rojas. Atravesé la cerca y caminé hasta él. Me colgué con éxito de un gajo, aunque una ducha de agua fría me bañó por completo. Repetí la operación y puse algunos frutos en mi morral, junto con las guayabas, para comerlos más tarde. El solo hecho de reservarlos me produjo un placer de origen ancestral, un recuerdo genético de los tiempos en los cuales todos los humanos éramos cazadores y recolecto res de alimentos. Mientras reanudaba el camino sentí el deseo de verme transportado a esas épocas en las que no habíamos aprendido a cultivar ni siquiera las cosas más sencillas.

      Si me preguntaran en qué año me habría gustado vivir, diría que varios miles antes del presente. Pensé en cien mil años atrás. En ese entonces, caminábamos ya por el mundo diferentes especies de homininos con la suficiencia propia del ser humano. Aunque todavía no por tierras americanas. Hace cerca de sesenta mil años partieron de África los primeros grupos de Homo sapiens que iban a llegar hasta aquí. Y solo hace unos veinte mil pisaron por primera vez el continente. Entonces rebajé un poco mi apuesta, hasta esos milenios más cercanos.

      La partida de los que llegarían a América coincidió con un momento en el que la Tierra comenzaba a enfriarse. Mientras ellos avanzaban cruzando la península arábica y seguían la ruta de oriente, buena parte de las aguas de los océanos del planeta se congelaban en los polos. De manera que cuando llegaron a lo que hoy es un paso de mar entre Rusia y Alaska, el estrecho de Bering, lo encontraron seco y sin problemas para atravesarlo. Fue así como pusieron por primera vez pie en Norteamérica, sin darse cuenta de que estaban sobre otra masa de tierra diferente de la asiática. Todo parecía hecho para que los hombres colonizaran América, pues cuando estaban allí la Tierra volvió a calentarse y el paso de Bering se inundó de nuevo.

      En el corazón de Estados Unidos se hallan los restos humanos más antiguos del continente: quince mil quinientos años antes de nuestros días. Sin embargo, en Chile las fechas son apenas menores en algunos cientos de años. Todo indica que a esos pioneros los gobernaba la fuerza de seguir adelante, de avanzar, en este caso hacia el sur, como si intuyeran tierras prometidas en un mapa imaginario. No importaba si el lugar al que llegaban era benigno o no, si había selvas o desiertos, si interminables llanos o montañas, simplemente se sentían llamados a continuar el recorrido de manera incesante. ¿Quién lideraba esa primera peregrinación? ¿Individuos de unos veinte años con sus mujeres e hijos? Sabiendo que la longevidad en aquella época rondaba los treinta años, yo sería, con algo más de cuarenta, un abuelo, una carga para la gran caminata.

      Uno podría imaginar que al no haber fronteras ni otras personas en el camino –aparte de pequeños grupos que pudieran estar también en la vanguardia del recorrido–, las cosas eran fáciles en aquella gesta. Pero los restos de trece mil años de Naia, encontrados en un cenote en Yucatán, desdicen de una vida tranquila en esos tiempos. El examen de los huesos de esta joven mujer de quince años develó que había pasado hambre en su infancia y que incluso pudo haber sido maltratada. Poco antes de morir por la caída fortuita en la cueva, Naia había dado a luz, aportando un vástago a esa gran caminata por el continente.

      A pesar de la evidencia, me gusta pensar que la América de hace unos quince mil años fue la mejor de todos los tiempos. Diferente a otros continentes que fueron poblados con anterioridad por varios linajes de antecesores de los humanos, en América solo un hombre moderno igual a nosotros caminó por primera vez entre sus paisajes. Las presas de caza eran abundantes y gigantescas: osos perezosos de tres metros, armadillos del tamaño de un Volkswagen, aunque también enormes tigres dientes de sable.

      Me inquietaba la vida en esa época de oro. La mirada de cada uno de esos seres humanos iba creando la naturaleza a su alrededor, por el solo hecho de observarla por primera vez y maravillarse con sus paisajes. Haber sido el primero en ver un valle, una montaña, un río, de modo que estos empezaran a existir para los que vinieran detrás, bastaría para cambiar el anodino presente por ese momento épico. Sin detenerme, abrí el bolso y comí algunas de las guayabas.

      El paso de Bering había sido la primera estrechura en la caminata americana. La segunda fue el istmo de Panamá, una lengua de tierra de apenas sesenta kilómetros de ancho. Este último fue, sobre todo, un paso simbólico. Alrededor de siete millones de años antes de que el hombre llegara al istmo, este aún no existía. Centro y Suramérica no estaban unidas, y el Caribe y el océano Pacífico eran un solo mar. Pero en esos años remotos, se elevó allí una cresta volcánica que unió los continentes e impidió el paso de agua entre los dos mares. Más que un simple cambio en el paisaje, esta nueva geografía tuvo grandes consecuencias para la vida en la Tierra.

      Los cerramientos y aperturas de nuevos mares son un asunto trascendental para el clima del planeta, pues las corrientes marinas controlan con sus temperaturas las lluvias y las sequías. Una vez se cortó la comunicación entre el Caribe y el Pacífico sobrevinieron cambios dramáticos. La aridez se hizo sentir especialmente en África. СКАЧАТЬ