Название: El mundo en que vivimos
Автор: Anthony Trollope
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788417743826
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—Y sigo teniéndolas, claro está. ¿Qué oportunidades tengo de casarme si no voy a Londres? Dios mío, estoy tan cansada. ¡Un placer, sí! Papá dice que es por placer. Si supiera, si se hiciera a la idea de lo que tengo que hacer, me pregunto qué pensaría. Bueno, supongo que no me queda otra opción que aceptar. Me empiezo a encontrar mal solo de pensarlo. ¡Qué gente más horrenda! Y que papá sea quien lo propone, él que es tan orgulloso, que siempre ha dado tanta importancia a la gente que frecuentábamos.
—Las cosas cambian, Georgiana.
—Cambian mucho, desde luego, si es mi padre quien me empuja a ser la invitada de gente como los Melmotte. ¡El farmacéutico de Bungay es un caballero comparado con el señor Melmotte y su mujer, una dama de la corte al lado de la señora Melmotte! Pero bueno, iré. Si papá acepta que me vean en público con ellos, será culpa suya lo que pase con mi reputación. No creo que ningún hombre decente pida la mano de una muchacha que ha pasado por ese antro de casa que tienen. Tú y papá no debéis sorprenderos si termino casada con una criatura de esas que pueblan la Bolsa. Papá ha cambiado de opinión, y supongo que también yo debo cambiar mis ideas.
Georgiana no habló con su padre esa noche, pero lady Pomona informó al señor Longestaffe de que aceptarían la invitación del señor Melmotte. Lady Pomona se ofreció a escribirle una nota a la señora Melmotte para avisarla de que Georgiana estaría allí el viernes de la semana siguiente. «Espero que le guste», dijo el señor Longestaffe sin el menor asomo de ironía. No estaba en su naturaleza ser tan cruel. Pero a lady Pomona la reflexión sí le pareció cruel. ¡Cómo iba a gustarle a nadie vivir en casa de los Melmotte!
La mañana del viernes, las dos hermanas apenas intercambiaron cuatro palabras poco antes de que Georgiana se fuera a la estación. La joven había intentado conservar la dignidad, pero era inútil. Lo que se disponía a hacer era humillante y no podía fingir ni en presencia de su hermana.
—Sophy, qué envidia te tengo: te quedas aquí.
—Pero si eras tú la que querías ir a Londres sí o sí.
—Sí, quería y quiero ir. Tengo que lograr establecerme de un modo u otro, y eso no puedo hacerlo aquí. Pero tú no vas a perder tu reputación.
—Georgey, eres una invitada, no hay ninguna vergüenza en eso.
—Sí que la hay. Creo que Melmotte es un estafador y un ladrón, y de ella pienso lo más bajo que se te pueda ocurrir. En cuanto a sus pretensiones de grandeza, me parecen monstruosas. Nuestros criados y las doncellas tienen más categoría que ellos.
—Entonces no vayas, Georgey.
—Tengo que ir. Es la única oportunidad que me queda. Si permanezco en Caversham, la gente empezará a decir que soy una solterona. Tu vas a casarte con Whitstable y te irá bien. No es rico ni su casa grande, pero no tiene deudas y es buena persona.
—Ah, ¿ahora es buena persona?
—Claro que no es gran cosa; siempre está en su casa. Pero, bueno, es un caballero.
—Es cierto, lo es.
—En cuanto a mí, voy a dejar de pensar en caballeros a partir de ahora. Al primero que se presente, con una renta de entre cuatro y cinco mil libras anuales, le diré que sí, ya venga de Newgate o de Bedlam. Y será culpa de papá.
Con esta frase, Georgiana Longestaffe se fue a Londres para ser la invitada de los Melmotte durante la temporada.
Capítulo 22
La moralidad de lord Nidderdale
En los mentideros del mundo de los negocios de Londres se decía que la Compañía de Ferrocarril del Pacífico Sur y de México era lo mejor que existía bajo el cielo. El señor Melmotte había invertido en ella de lleno, y muchos declaraban, haciéndole una gran injusticia a ese gran hombre, Fisker, que el ferrocarril era idea del propio Melmotte, que se le había ocurrido a él y lo había lanzado e impulsado. Un tren desde Salt Lake City a México tenía, sin duda, el mismo sabor que un castillo en España. Los americanos, a pesar de ser unos descreídos, tenían imaginación. México no cuenta entre la alta sociedad londinense con una reputación de seguridad financiera ni con esa estabilidad que produce su cuatro, cinco o seis por ciento con regularidad envidiable. Pero estaba el asunto del ferrocarril de Panamá, que había rendido casi un veinticinco por ciento de beneficio, y la vía que cruzaba el continente hasta San Francisco y que había construido muchas fortunas. Se creía que a un hombre despierto que invirtiera en el ferrocarril de Melmotte le podía ir igual de bien y, sin duda, eso respondía a la actitud del señor Melmotte acerca de la compañía. El señor Fisker «había dado con una mina de oro» al convencer a su socio Montague para que hablara con el gran hombre.
El propio Paul, al que no se puede describir como un hombre despierto, en el sentido que la Bolsa le daba al término, no tenía ni idea de cómo avanzaba el asunto. En las reuniones de la junta directiva, que nunca se extendían más allá de media hora, Miles Grendall leía en voz alta dos o tres documentos. Luego Melmotte hablaba lentamente, tratando de ser alegre y de indicar triunfo, y entonces todo el mundo estaba de acuerdo, alguien firmaba algo y la junta de ese día se daba por concluida. A Paul esto le resultaba muy insatisfactorio. Más de una vez había tratado de interrumpirlos, no tanto para descalificar los procedimientos como para entenderlos o preguntar alguna duda. Pero el silencioso desprecio del presidente de la empresa le desconcertaba, y no era lo suficientemente fuerte para enfrentarse a la oposición que presentaban contra él sus colegas de la junta. Lord Alfred Grendall declaraba que «no creía que fuera necesario» y lord Nidderdale, de quien Montague ya era amigo íntimo después de las horas que pasaba en el Beargarden, le daba un codazo cariñoso en las costillas y le pedía que se callara. El señor Cohenlupe pronunciaba un pequeño discurso en inglés fluido, aunque a trompicones, y aseguraba al Comité que todo se hacía según las regulaciones aprobadas por la City. Sir Felix, después de las dos primeras reuniones, no había vuelto a aparecer. Y así, Paul Montague salía de ahí con sensación de intranquilidad mientras continuaba siendo uno de los directores de la Compañía del Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México.
No sé si el hecho de que el resultado pecuniario fuera bueno aligeraba su carga o más bien al contrario. La empresa no llevaba constituida ni seis semanas, o al menos Melmotte no había invertido en ella hasta entonces, y ya le habían indicado dos veces a Paul que debería vender cincuenta acciones a ciento doce libras con diez centavos. No sabía ni siquiera cuantas acciones tenía, pero en ambas ocasiones consintió y, al día siguiente, recibió un cheque por valor de seiscientas veinticinco libras, una cifra que representaba un beneficio enorme en comparación con el precio original de la acción. Fue Miles Grendall quien le sugirió que vendiera, y cuando Paul le preguntó cómo se habían repartido las acciones, le dijeron que todo dependía del capital inicial invertido y de la disposición final de la ley de propiedad de California. «Pero, por lo que veo, amigo», le dijo Miles, «no creo que tengas nada de que preocuparte. Pareces el mejor de todos. Melmotte no te aconsejaría que vendieras gradualmente si no creyera que el retorno está garantizado».
Paul Montague no entendía nada de todo esto y sentía que estaba en arenas movedizas y que en cualquier momento se hundiría para siempre. La incertidumbre, y lo que temía que en realidad fuera deshonestidad, de todo el montaje le provocaba gran tristeza; eran los momentos en los que su conciencia intentaba poner orden en su confusión. Pero otras veces sentía un triunfo desbordante cuando pensaba en el dinero que estaba ganando. Aunque en la junta no le hicieran caso cuando pedía СКАЧАТЬ