Название: El mundo en que vivimos
Автор: Anthony Trollope
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788417743826
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Y admitámoslo, si bien lamentándolo, pues Paul Montague era un hombre honrado y decente: se acostumbró a pasar largos ratos en el Beargarden. Al fin y al cabo un caballero debe cenar en alguna parte, y es bien sabido que cenar en el club es mucho menos costoso que salir a un restaurante. Así razonaba Paul consigo mismo: pero sus cenas en el Beargarden no salían precisamente baratas. Se reunía con sus compañeros de junta: con sir Felix Carbury y lord Nidderdale, recibía a lord Alfred más de una vez, y por dos veces había cenado con su presidente, rodeado de la magnificencia de la hospitalidad del príncipe de mercaderes en Grosvenor. El señor Fisker también le había sugerido que no dejara de apuntar al gran pastel encarnado en la forma de la señorita Marie Melmotte. Lord Nidderdale había reiterado su disposición a entrar en la carrera, debido a la considerable presión que ciertos comerciantes a los que adeudaba dinero habían infligido en su economía, y por eso había aceptado entrar en la junta directiva de la Compañía de Ferrocarril. En el momento de escribir estas líneas, sin embargo, sir Felix seguía siendo el caballo favorito según las apuestas de los círculos de la alta sociedad.
Fisker permanecía en Londres, y ya estaban a mediados de abril. Cuando hay millones de dólares en juego, que quizá incluso pertenecen a viudas y huérfanos, como el propio Fisker hacía notar, un hombre debe dejar a un lado su conveniencia. Pero el sacrificio no iba sin recompensa, pues el señor Fisker se lo pasaba divinamente en Londres. También a él le aceptaron en el Beargarden, como miembro honorífico, y se dedicó a gastar dinero a manos llenas. El consuelo de los negocios de altos vuelos es que no importa lo que uno gaste en sí mismo, la cantidad siempre es una miseria. El champán y la cerveza de jengibre son lo mismo, si uno puede perder o ganar miles de libras; la única diferencia radica en que el champán tiene resultados más perniciosos en la salud que la inocente bebida. La sensación de que la grandeza de estas operaciones los liberaba de la necesidad de vigilar los pequeños gastos, la sintieron tanto Fisker como Montague en lo que se refiere al champán, y el resultado fue dañino. El Beargarden era, sin duda, un lugar más animado que la Finca Carbury, pero Montague descubrió que no era capaz de despertar en estas mañanas de Londres con pensamientos tan satisfactorios como los que asistían a su almohada en la antigua casa solariega.
El sábado 19 de abril, Fisker debía abandonar Londres para regresar a Nueva York, y el día antes se organizó una cena en su honor en el club. Le pidieron al señor Melmotte que asistiera, y para la ocasión el club hizo un despliegue de todos sus recursos. Lord Alfred Grendall también estaba invitado, y el señor Cohenlupe, que solía acompañar a Melmotte. Nidderdale, Carbury, Montague y Miles Grendall eran miembros del club, y los anfitriones de la cena, para la que no se escatimó en ningún dispendio. Herr Vossner se ocupó de las viandas y los vinos, y también los pagó. Lord Nidderdale presidió, con Fisker a su derecha y Melmotte a la izquierda; para un joven lord de vida acelerada, no lo hizo mal. Solamente se hicieron dos brindis, a la salud del señor Melmotte y del señor Fisker, y por supuesto, se pronunciaron sendos discursos. Tal vez fue la ocasión del señor Melmotte de demostrar de una vez por todas la autenticidad de sus orígenes ingleses, tan grande fue su incapacidad para el discurso y la torpeza de la que hizo gala. Se puso en pie con las manos encima de la mesa y con la mirada fija en el plato, barbotó que confiaba en el futuro de la compañía de ferrocarril, que un día sería una de las operaciones comerciales de más éxito a ambos lados del Atlántico. Era una gran empresa, sin duda; muy grande. No dudaba en lo más mínimo: era una de las mayores empresas que operaba en la actualidad. No creía que existiera nada mayor, en suma. Y se complacía en dar toda su humilde ayuda a la consecución de algo tan grande, y así siguió durante un buen rato. Profirió estas afirmaciones, que no variaban mucho entre sí, salpimentadas con tantas interjecciones distintas, esforzándose por mirar a los asistentes uno por uno a la cara, como si en los rostros buscara inspiración para su siguiente intento. No era elocuente, desde luego; pero su audiencia recordaba que se trataba del gran Augustus Melmotte, que probablemente les haría a todos muy ricos, y por lo tanto le jalearon al eco de dichos pensamientos. Lord Alfred ya se había reconciliado con el hecho de que le llamara por su nombre de pila, pues tenía la oportunidad de obtener entre doscientas y trescientas libras sobre el valor de las acciones que le habían asignado, aunque aún no había tenido ni un centavo entre manos. ¡Qué maravillosos son los prodigios del mercado! Basta con introducir la punta del dedo meñique en el pastel, y se pegarán nobles y suculentos pedazos, al sacarlo.
Cuando por fin se sentó Melmotte y llegó el turno de Fisker, habló con elocuencia, rapidez y una prosa florida. Sin repetirla palabra por palabra, lo cual sería tedioso, el narrador no es capaz de dibujar frente al lector la placentera imagen que el señor Fisker pintó del amor y la armonía comercial que se extendería por todo el mundo, gracias al honrado ferrocarril que uniría Salt Lake City con Veracruz, ni tampoco explicar la enorme gratitud que el mundo entero sentiría, y entregaría, a las grandes compañías de Melmotte & Co, de Londres, y Fisker, Montague y Montague, de San Francisco. El señor Fisker agitó grácilmente los brazos. Giraba la cabeza de vez en cuando, de un lado a otro, pero jamás miró su plato. En suma, lo hizo muy bien. Sin embargo, los asistentes tenían más fe en una de las agotadoras frases procedentes de labios del señor Melmotte que en toda la oratoria del americano.
A todos los presentes se les había dado a entender de un modo u otro que iban a ganar una fortuna, no gracias a la construcción del ferrocarril, sino con el aumento de valor de las acciones de la compañía. Todos se susurraban mutuamente su convicción al respecto y ni Montague se engañaba creyendo que era el director de una empresa dedicada a la construcción de un ferrocarril de verdad. A la gente que no participaba en el apaño se les decía que tenían que comprar acciones, y a los que sí estaban metidos en el asunto les quedaba el privilegio de fabricar esas acciones. Esa era su función y todos lo sabían. Pero ahora, como se habían reunido para una celebración, hablaron de la humanidad en su conjunto y de la futura armonía de las naciones.
Después del primer cigarro Melmotte se retiró y lord Alfred con él. Al joven le hubiera gustado quedarse, pues era un hombre que disfrutaba con el tabaco y el brandy con soda, pero llegaban tiempos importantes para él, y pensó que más le valía pegarse a Melmotte. El señor Samuel Cohenlupe también se fue con ellos, pues su papel en la velada no había sido muy lucido. Luego solamente quedaron los jóvenes, y pronto acordaron desplazar la noche a la sala de juegos. Todos esperaban que Fisker se retirara con los de más edad, pero no fue así. Nidderdale, que no sabía demasiado de hombres y razas, tenía dudas sobre si el caballero americano no sería un «chino descreído», como había leído en alguna poesía. Pero al señor Fisker le gustaba pasar un buen rato como al que más y se adentró decididamente en la sala de juegos. Lord Grasslough se unió a ellos, y pronto se pusieron manos a la obra, después de decidir que jugarían al lanterloo. El señor Fisker hizo una alusión al póker como un entretenimiento más deseable, pero lord Nidderdale, recordando su poesía, sacudió la cabeza. «¡Oh, no! Juguemos a algo respetable y cristiano». El señor Fisker procedió a declarar que todos los juegos de cartas le parecían aceptables, sin ningún tipo de prejuicio religioso.
Es necesario precisar que las partidas de cartas del Beargarden habían continuado sin mayores interrupciones y que, en conjunto, sir Felix Carbury había tenido suerte. Por supuesto, se habían producido vicisitudes, pero su estrella estaba en ascenso. Durante algunas noches, se había mantenido con tanta firmeza que el señor Miles Grendall le había sugerido a su amigo lord Grasslough que había gato encerrado. Lord Grasslough, que no estaba muy dotado, al menos no era un hombre suspicaz, y rechazó la idea de plano.
—Le vigilaremos —dijo Miles Grendall.
—Tú harás lo que te plazca, pero yo no pienso vigilar a nadie —replicó Grasslough.
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