Название: El Superhombre y otras novedades
Автор: Juan Valera
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664148971
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Es la segunda observación, que aun suponiendo todo cuanto yo encuentre en el libro del Sr. Gener contradictorio y absurdo, no se amengua el valor estético del libro ni se deshace el encanto que su lectura produce. No necesito yo creer que irritado Apolo por la ofensa hecha a su sacerdote, bajó furioso del Olimpo y mató a los aquivos a flechazos, ni que Ulises y Pirro se escondieron en el hueco vientre de un caballo de madera, para deleitarme leyendo las hermosas epopeyas de Homero y de Virgilio.
Hechas tan convenientes observaciones, empezaré tratando de lo que en el libro del señor Gener me parece más consolador y satisfactorio: la afirmación del progreso indefinido de nuestro linaje; el convencimiento de que se vencerán y salvarán los obstáculos todos, y de que la humanidad irá elevándose más cada día a las regiones serenas de la luz, del bien y de la belleza.
Recientemente, disipadas las dudas enojosas que solían atormentar su alma, el más enérgico, inspirado y elegante de nuestros líricos, Don Gaspar Núñez de Arce, ha dado a la estampa un admirable poema, donde el referido convencimiento se manifiesta y brilla en imágenes y símbolos maravillosos, revestido con todas las galas y adornado con todos los dijes y primores de la poesía, y no por eso menos terminante ni menos claro que si en prosa metódica y didáctica apareciese expuesto. Aunque en la noche obscura, en el tortuoso y áspero camino y en la larga y cansada peregrinación, busquemos en balde reposo en las ruinas del templo, y pidamos inútilmente consolación y fe a los monjes difuntos, todavía una fe más radical y más íntima persiste en el ápice de la mente, surge del abismo del alma y no nos abandona. Todavía nos asiste Dios, nos guía y nos conforta. Las ruinas no deben entristecernos ni arredrarnos. No hay revolución ni cataclismo que baste a derribar el edificio erigido por esa nuestra fe superior e inmortal, ni que pueda conmover la base
De la admirable catedral inmensa,
Como el espacio transparente y clara,
Que tiene por sostén el hondo anhelo
De las conciencias, la piedad por ara
Y por nave la bóveda del cielo.
Impulsado por esa fe superior y por la esperanza que de ella nace, desecha el hombre temores y dudas, dice ¡Sursum corda!, prosigue con valentía su camino y logra al fin llegar a la cumbre, si no término, porque no le tiene su anhelo infinito, lugar excelso de descanso desde donde percibe, bañado en la radiante luz de la verdad, el no soñado objeto de sus más altas aspiraciones.
Doctrina semejante por lo progresista a la que expone el poeta en sus bellísimos versos, es la expuesta más ampliamente por el señor Gener en prosa llena de lirismo y en un libro o tratado cuyo título es Evangelio de la vida, no publicado aún por completo, pero del que su autor nos comunica por lo pronto el prefacio y algunos magníficos trozos como muestra o anuncio.
Contra las afirmaciones en que conviene Gener con Núñez de Arce, nada tenemos que objetar; pero Gener complica dichas afirmaciones con no pocas otras de diverso carácter y procedencia, y éstas, o las negamos, o aplicando a su examen un circunspecto escepticismo, las ponemos en cuarentena.
¿Quién ha de dudar ya de que el linaje humano progresa, apropiándose y acumulando la espléndida herencia de muchas generaciones, custodiando en los libros cuanto ha averiguado y sabe y divulgándolo por medio de la imprenta, y valiéndose además de mil útiles o deleitables artificios con los que se recrea, o de los que se aprovecha para hacer más cómoda, más amena y más grata la vida? En este punto capital todos estamos de acuerdo. Toquemos ahora aquellos otros puntos en que no puede menos de haber discrepancia.
No hemos de discutir aquí el transformismo de Darwin. Aceptemos, como si lo hubiésemos presenciado, como si hubiésemos sido testigos oculares de sucesos tan felices, que, en determinado momento, de súbito o con lentitud, por evolución suave o como se quiera, el mono de cierta clase se transformó en antropoide o en antropisco, estúpido y alalo todavía, y que un poco más tarde, por procedimientos análogos, el antropisco o antropoide adquirió la palabra, se soltó a hablar y se convirtió en hombre hecho y derecho. Humanado ya, bien podemos cifrar toda su ulterior historia en estos hermosos versos del ya mencionado poeta:
Adán caído o transformada fiera
(¿Quién su origen conoce?) inventó el hacha,
Derribó el árbol, encendió la hoguera,
Arrancó al bosque sazonados frutos,
Hizo la choza, desgarró el misterio,
Mató los monstruos y domó los brutos
Tras prolongada y formidable guerra,
Erigió la ciudad, fundó su imperio,
Surcó la mar y dominó la tierra.
Y por último, ya que no debamos citar aquí más largo trozo de tan admirable composición, el hombre, después de sorprender el rumbo de las estrellas y de dar firmeza y duración a la palabra fugitiva,
Alas resplandecientes a su idea;
Valor al débil, libertad al siervo,
según expresa el poeta valiéndose de una atinada paráfrasis del famoso epitafio de Franklin, consiguió arrebatar
A las entrañas de la nube el rayo
Y el cetro a la infecunda tiranía.
Todo esto está muy bien. ¿Quién no lo aprueba? ¿Quién no lo aplaude? Lo que yo no apruebo, lo que yo no aplaudo, aquello con que no me conformo, porque si llegase yo a ser de los favorecidos me daría muchísima lástima de los que no lo fuesen, y si no llegaba a ser de los favorecidos, tendría yo grandísima lástima de mí, lo cual casi es peor, es que se desdoble el género humano el día menos pensado, y elevándose unos a la condición de super-hombres, se conviertan los demás en sub-hombres y vuelvan a ser antropiscos, retrocediendo hasta el mono, o mereciendo la calificación de superfluos con que el Sr. D. Pompeyo Gener ya los designa, calificación ominosa, anatema lanzado sobre ellos y que al sacrificio y a la desaparición los predestina.
Mi filantropía, mi piedad y la arraigada creencia de mi espíritu en un Dios omnipotente y misericordioso, me llevan a repugnar en toda su brutal extensión y en sus crueles consecuencias eso que llaman la lucha por la vida. Ya se arreglarán las cosas de suerte que, por mucho que se aumente la población, quepamos todos con holgura en este planeta y no nos falten buenos bocados para alimentarnos, casas en que vivir y lindos trajes con que vestirnos, salir de paseo e ir a las tertulias, a los teatros y hasta a los toros, si este espectáculo no se suprime por bárbaro en las edades venideras. De poco o de nada valdría el progreso; el progreso sería espantoso sarcasmo si viniese a parar en ser sólo para unos cuantos: para la glorificación y la bienaventuranza terrestre de razas privilegiadas, que necesitarían someter a las razas inferiores o tal vez exterminarlas, no bien se multiplicasen demasiado y no cupiesen ya sobre el haz de la tierra. Abominable, perversa y sin entrañas es la tal doctrina, aunque la haya predicado Federico Nietzsche, apoyándose en ideas y sentencias de aquel antiquísimo profeta del Irán, a quien llamaron los griegos Zoroastro. El Sr. Gener adopta en parte la opinión de Federico Nietzsche, y en parte la reprueba.
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