Название: Torquemada y San Pedro
Автор: Benito Perez Galdos
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664130723
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—No es eso, ña..., no es eso... Me levanto porque no duermo. Me lo puede creer, no he pegado los ojos en toda la noche, señor San Pedro.
—¿De veras? ¿Por qué?—preguntóle el clérigo con media rebanada entre los dientes y la otra en la mano.—Y entre paréntesis: ¿por qué me llama usted á mí San Pedro?
—¿No se lo dije?... Ya, ya le contaré. Es una historia de mis buenos tiempos. Llamo buenos tiempos aquellos en que tenía menos conquibus que ahora, en que sudaba hiel y vinagre para ganarlo, los tiempos en que perdí á mi único hijo, único no; quiero decir... pues... en que no conocía estas grandezas fantasiosas de ahora, ni había tenido que lamentar tanta y tanta vicisitud... Terrible fué la vicisitud de morírseme el chico; pero con ella y todo, vivía más tranquilo, más en mi elemento. Allí penaba también; pero tenía ratos de estar conmigo en mí, vamos, que descansaba en un oasis..., un oasis... oasis.
Encantado de la palabra, la repitió tres veces.
—Y dígame ahora, ¿por qué no durmió anoche? ¿Acaso...?
—Sí, sí; no pude dormir por lo que me dijo usted al retirarse de mi cuarto, como cifra y recopilación de aquel gran palique que echamos á solas. Velay.
III
—¡Bueno, bueno, bonísimo!—exclamó el sacerdote echándose á reir, y mojando, mojando, para comer después y beber con buen apetito.
¡Qué hombre aquél! Cuerpo más bien pequeño que grande, duro y fuerte, vestido de sotana muy limpia; cara curtida, toda cruzada de finísimas y paralelas arrugas, en series que arrancaban de los ojos hacia la frente y de la boca hacia la barba y carrillos; la tez tostada y sanguínea, como de hombre de mar, de esos que amamantó la tempestad, y que han llegado á la vejez en medio de las inclemencias del cielo y del agua, compartiendo su existencia entre la fe, emanada de lo alto, y la pesca, extraída de lo profundo. Lo característico de tal figura era la calva lustrosa, que empezaba al distenderse las arrugas de la frente y terminaba cerca de la nuca, convexidad espaciosa y reluciente, como calabaza de peregrino, bruñida por el tiempo y el roce. Un cerquillo de cabellos grises muy rizaditos, la limitaba en herradura, rematando encima de las orejas.
Y ahora que me acuerdo: otra cosa era en él tan característica como la calva. ¿Qué? Los ojos negros, de una dulzura angelical, ojos de doncella andaluza ó de niño bonito, y un mirar que traía destellos de regiones celestiales, incomprendidas, antes adivinadas que vistas. Para completar tan simpática fisonomía, hay que añadir algo. ¿Qué? Un ligero cariz de raza ó parentesco mongólico en las facciones, los párpados inferiores abultados y muy á flor de cara, las cejas un poco desviadas, la boca, barba y carrillos como queriendo aparecer en un mismo plano, un no sé qué de malicia japonesa en la sonrisa, ó de socarronería de cara chinesca, sacada de las tazas de té. Y el buen Gamborena era de acá, alavés fronterizo de Navarra; pero había pasado gran parte de su vida en el extremo Oriente, combatiendo por Cristo contra Buda, y enojado éste de la persecución religiosa estuvo mirándole á la cara años y más años, hasta dejar proyectadas en ella algunos rasgos típicos de la suya. ¿Será verdad que las personas se parecen á lo que están viendo siempre?... Era tan sólo un vago aire de familia, un nada, que tan pronto se acentuaba como se desvanecía, según la intención con que mirase, ó la mónita con que sonriese. Fuera de esto, toda la cabeza parecía de talla pintada, como imagen antiquísima que la devoción conserva limpia y reluciente.
—¡Ah!—exclamó el beato Gamborena arqueando las cejas, con lo cual las dos series de arruguitas curvas se extendieron hasta la mitad del cráneo.—Alguna vez había de oir mi señor Marqués de San Eloy la verdad esencial, la que no se tuerce ni se vicia con la cortesía mundana.
Don Francisco, elevando al techo sus miradas y dando un gran suspiro, exclamó á su vez:
—¡Ah!...
Miráronse los dos un rato, y el clérigo acabó su desayuno.
—Toda la noche—dijo al fin el tacaño,—me la he pasado revolviéndome en la cama como si las sábanas fueran un zarzal, y pensando en ello, en lo mismo, en lo que usted me... manifestó. Y no veía la hora de que llegase el día para levantarme, y correr en busca de usted, y pedirle que me lo explique, que me lo explique mejor...
—Pues ahora mismo, Sr. D. Francisco de mi alma.
—No, no, ahora no—replicó el Marqués con recelo, mirando á la puerta.—Es cosa de que nos lo parlemos usted y yo solitos, ¡cuidado! y ahora...
—Sí, sí, nos interrumpirían quizás...
—Y además, yo tengo que salir...
—Á correr tras de los negocios. ¡Pobre jornalero del millón! Ande, ande usted, y déjese en esas calles la salud, que es lo que le faltaba.
—Puede usted creerme—dijo Torquemada con desaliento,—que no la tengo buena, ni medio buena. Yo era un roble, de veta maciza y dura. Siento que me vuelvo caña, que me zarandea el viento, y que la humedad empieza á pudrirme de abajo arriba. ¿Qué es esto? ¿La edad? No es tanta que digamos. ¿Los disgustos, la pena que me da el no ser yo propiamente quien manda en mi casa, y el verme en esta jaula de oro, con una domadora que á cada triquitraque me enseña la varita de hierro candente? ¿Es el pesar de ver que mi hijo va para idiota? ¡Vaya usted á saber! No lo sé. No será una sola concausa, sino el resumen de toditas las concausas lo que me acarrea esta situación. Cúmpleme declarar que yo tengo la culpa, por mi debilidad; pero de nada me vale reconocerlo á posteriori, porque tarde piache, y de no haber sabido evitarlo á priori, no hay más que entregarse y sucumbir velis nolis, maldiciendo uno su destino, y dándose á los demonios.
—Calma, calma, señor Marqués—dijo el eclesiástico con severidad paternal, un tanto festiva;—que eso de darse á los demonios, ni lo admito ni lo consiento. ¡Tal regalo á los demonios! ¿Y para qué estoy yo aquí, sino para arrancar su presa á esos caballeros infernales, si por acaso llegaran á cogerla entre sus uñas? ¡Cuidadito! Refrénese usted, y por ahora, puesto que tiene prisa, y á mí me llaman mis obligaciones, no digo más. Quédese para otra noche que estemos solitos.
Torquemada se restregó los ojos con ambos puños, como para estimular la visión debilitada por el insomnio. Miró después como un cegato, viendo puntos y círculos de variados colores, y al fin recobrada la claridad de su vista, y despejado el cerebro, alargó la mano al sacerdote, diciéndole con tono y ademán campechanos:
—Ea, con Dios... Conservarse.
Salió, y pidiendo la berlina, no tardó el hombre en echarse á la calle, huyendo de la esclavitud de su hogar dorado. Y que no era ilusión suya, no. Realmente, al traspasar la herrada puerta del palacio de Gravelinas, y sentir en su rostro el ambiente libre de la vía pública, respiraba mejor, se le refrescaba la cabeza, sentía más agudo y claro el ingenio mercantil, y menos penosa la opresión de la boca del estómago, síntoma tenaz de su mala salud. Por lo cual decía con toda su alma, empleando con impropiedad la palabreja recientemente adquirida: «La calle es mi oasis.»
Acabadito de salir el tacaño de la sacristía, entró Cruz. Creeríase СКАЧАТЬ