Название: El prÃncipe roto
Автор: Erin Watt
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Los Royal
isbn: 9788416224685
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—Sí, señor.
Vuelvo a casa una vez más y veo que nuestra ama de llaves ya ha llegado para preparar el desayuno.
—¿Has visto a Ella? —pregunto a la morena rolliza.
—No… —Sandra echa un vistazo al reloj—. A estas horas, ni ella… ni tú soléis estar en casa. ¿Ha ocurrido algo? ¿No tienes entrenamiento?
—El entrenador ha tenido una emergencia familiar —miento.
Se me da genial mentir. Se convierte en algo natural cuando te ves obligado a esconder la verdad a todas horas.
Sandra chasquea la lengua.
—Espero que no sea nada grave.
—Yo también —respondo—. Yo también.
Subo las escaleras y echo un vistazo en la habitación de Ella. Debería haber comprobado que no estaba ahí antes de salir corriendo de la casa. A lo mejor ha entrado a hurtadillas mientras la buscaba. Pero el dormitorio está en completo silencio. La cama sigue hecha. El escritorio, vacío.
Miro su cuarto de baño, que también parece impoluto. Igual que el armario. Todas sus prendas cuelgan de perchas de madera a juego. Sus zapatos están colocados en una línea perfecta en el suelo. Hay cajas y bolsas todavía cerradas y llenas de ropa que Brooke probablemente eligiera para ella.
Me obligo a no sentirme mal por invadir su intimidad y abro los cajones de su mesita de noche: están vacíos. Ya rebusqué en su habitación una vez, cuando todavía no confiaba en ella, y siempre tenía un libro de poesía y un reloj de hombre en la mesita de noche. El reloj era una réplica exacta del de mi padre. El suyo había pertenecido al mejor amigo de mi padre, Steve, el padre biológico de Ella.
Me detengo en medio de la habitación y miro a mi alrededor. No hay nada que indique que esté aquí. No hay ni rastro de su teléfono. Ni de su libro. Ni de su… Joder, no, su mochila tampoco está.
Salgo corriendo de su cuarto en dirección al de Easton.
—East, despierta. ¡East! —digo con brusquedad.
—¿Qué? —gime—. ¿Ya es hora de levantarse? —Parpadea un par de veces antes de abrir los ojos y bizquea—. Mierda. Llego tarde al entrenamiento. ¿Por qué no estás allí ya?
Sale de la cama rápidamente, pero lo agarro de un brazo antes de que se escape.
—No vamos a ir al entrenamiento. El entrenador lo sabe.
—¿Qué? ¿Por qué…?
—Olvídate de eso ahora mismo. ¿A cuánto ascendía tu deuda?
—¿Mi qué?
—¿Cuánto le debías al corredor de apuestas?
Parpadea en mi dirección.
—Ocho mil. ¿Por qué?
Hago cuentas mentalmente.
—Eso significa que a Ella le quedan como dos mil, ¿verdad?
—¿Ella? —Frunce el ceño—. ¿Qué ha pasado?
—Creo que se ha ido.
—¿Adónde?
—No lo sé, pero creo que ha huido —gruño. Me aparto de la cama y me acerco a la ventana—. Papá le pagaba por quedarse aquí. Le dio diez mil. Piénsalo, East. Tuvo que pagarle diez mil dólares a una huérfana que se desnudaba para ganarse la vida para que accediera a venir a vivir con nosotros. Y probablemente fuese a pagarle lo mismo cada mes.
—¿Por qué querría marcharse? —pregunta, confundido y medio dormido todavía.
Sigo mirando por la ventana. En cuanto el sueño desaparece de su rostro, ata cabos.
—¿Qué le has hecho?
Sí, vamos allá…
El suelo cruje mientras da vueltas por la habitación. Lo oigo murmurar improperios detrás de mí mientras se viste.
—No importa —respondo con impaciencia. Me giro y le hago una lista de todos los lugares en los que he estado—. ¿Dónde crees que puede estar?
—Tiene bastante para pagar un billete de avión.
—Pero tiene mucho cuidado a la hora de gastar dinero. Apenas ha gastado nada mientras ha estado aquí.
Easton asiente, pensativo. Luego nuestras miradas se encuentran y hablamos al unísono, casi como si fuésemos nosotros los gemelos, y no nuestros hermanos, Sawyer y Sebastian.
—El GPS.
Llamamos al servicio de GPS de la Atlantic Aviation, cuyos dispositivos instala mi padre en todos los coches que compra. La útil asistente nos dice que el nuevo Audi S5 está aparcado cerca de la estación de autobuses.
Salimos por la puerta antes de que empiece a darnos la dirección.
***
—Tiene diecisiete años. Es más o menos así de alta. —Coloco la mano a la altura del mentón mientras describo a Ella a la mujer que hay tras el mostrador—. Es rubia. Con ojos azules. —Unos ojos como el océano Atlántico. Grises y azulados, profundos. Me he perdido en esa mirada más de una vez—. Se dejó el móvil. —Levanto mi teléfono—. Tenemos que dárselo.
La mujer chasquea la lengua.
—Ah, sí. Tenía prisa por irse. Compró un billete a Gainesville. Su abuela ha muerto.
Tanto East como yo asentimos.
—¿A qué hora salió el autobús?
—Hace horas. Debe de haber llegado ya. —La vendedora sacude la cabeza con consternación—. Lloraba como si le hubiesen roto el corazón. Eso ya no se ve. Los jóvenes ya no suelen preocuparse por los mayores de esa forma. Fue algo muy dulce. Me sentí fatal por ella.
East aprieta los puños a mi lado. Irradiaba ira. Estaba seguro de que, si estuviésemos solos, uno de esos dos puños iría directo a mi cara.
—Gracias, señora.
—De nada, cielo —dice, y se despide de nosotros con la cabeza.
Salimos del edificio y nos detenemos junto al coche de Ella. Tiendo la mano y Easton me coloca de golpe las llaves de repuesto en la palma.
Dentro, encuentro su llavero en el salpicadero, junto con su libro de poesía y lo que parecen ser los papeles del coche metidos entre sus páginas. Encuentro su móvil en la guantera. En la pantalla aparecen las notificaciones de los mensajes sin leer que le he enviado.
Se ha marchado y ha dejado atrás todo lo que podía recordarle a los Royal.
—Tenemos que ir a Gainesville —dice Easton con un tono de voz monocorde.
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