Название: La desheredada
Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
Жанр: Драматургия
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–Tengo papeles…, ¡y qué papeles!
–¿Quiere vuecencia que le preste dos reales?…, porque tendrá que untar escribanos.
–No creo que sea preciso, porque esta bien claro mi derecho.
–Vuestra serenísima majestad cogerá una herencia, porque sin herencia todo sería pulgas, ¿verdad, hermosa?
–Mi madre no vive. Mi abuela sí.
–¡Ah!, ¿la abuelita de tu vuecencia vive? ¿Y quién es la señora pindonga?
–No se burle usted, tía. Esto es muy serio—declaró Isidora tocada en lo más vivo de su orgullo—. Es usted lo más atroz… Yo que venía a que me diese pormenores y su parecer…
–Voy a darte mi parecer, hijita de mi alma—repuso la Sanguijuelera levantándose—. Pues tú has querido que yo te dé pormenores…, pobre almita mía…».
En el rincón del pasillo había una larga caña que servía para descolgar los cacharros. Encarnación revolvió sus ojos buscándola.
«Vaya que ha sido una picardía haberle ocultado a estos angelitos que salieron del vientre de una marquesa».
Y tomó la caña.
«¡Quién será el dragón que ha querido birlarlos la herencia!… ¡A ese tunante le sacaría yo las entrañas!… Cuidado que engañar así a mis niños, haciéndolos pasar por hijos de un Rufete… Quitad allá, pillos, que mi niña es duquesa y mi niño es vizconde… ¡Re-puñales!».
Honradez y crueldad, un gran sentido para apreciar la realidad de las cosas, y un rigor extremado y brutal para castigar las faltas de los pequeños, sin dejar por eso de quererles, componían, con la verbosidad infinita, el carácter de Encarnación la Sanguijuelera. Su flaca pero fuerte mano empuñó la caña, y descargándola sin previo anuncio sobre la cabeza de su sobrina, la rompió al primer golpe. Puso el grito en el cielo la víctima, exclamando: «¡Pero, tía!…». La vieja recogió y unió los dos pedazos de la caña, de lo que resultaba que podía pegar más a gusto, y ¡zas!, emprendió una serie de cañazos tan fuertes, tan bien dirigidos, tan admirablemente repartidos por todo el cuerpo de Isidora, que esta, sin poder defenderse, gesticulaba, manoteaba, gemía, se dejaba caer en el suelo, se arrastraba, escondía la cabeza, se revolvía. Y en tanto la feroz vieja, incitada al castigo por el castigo mismo, encendíase más en furia a cada golpe, y los acompañaba de estas palabras:
«¡Toma, toma, toma duquesa, marquesa, puños, cachas!… Cabeza llena de viento… Vivirás en las mentiras como el pez en el agua, y serás siempre una pisahormigas… Malditos Rufetes, maldita ralea de chiflados… ¡Ah, puño!, si yo te cogiera por mi cuenta, con un pie de solfeos cada día te quitaría el polvo. Toma vanidad, toma lustre».
Y cada palabra era un golpe y cada golpe un cardenal leve (es decir, subdiácono), un rasguño o moledura. Incapaz Isidora de desarmar a su verdugo, aunque lo intentó devolviendo cólera por cólera, hubo de rendirse al fin, y sucumbió diciendo con gemido: «Por Dios, tía, no me pegue usted más».
En sus veinte años, Isidora tenía menos fuerza que la sexagenaria Encarnación. Sin aliento yacía en tierra la víctima, recogiendo sus faldas y sacudiéndoles la tierra, tentándose en partes diversas para ver si tenía sangre, fractura o contusión grave, mientras la Sanguijuelera, respirando como un fuelle en plena actividad, arrojaba los vencedores pedazos de caña y alargaba su mano generosa a la víctima para ayudarla a levantarse.
«¡Cómo se conoce—dijo al fin la sobrina con vivísimo tono de desprecio—que no es usted persona decente!
–¡Más que tú, marquesa del pan pringao!—gritó la vieja, esgrimiendo de tal modo las manos, que Isidora vio los diez dedos de ella a punto de metérselos por los ojos.
–Usted no es mi tía. Usted no tiene mi sangre.
–Ni falta… A mucha honra… De gloria y descanso te sirva tu ducado, harta de miseria. Mira, como vuelvas aquí, ¿sabes lo que hago?
–¿Qué?—preguntó Isidora, sintiéndose con más fuerzas para rechazar un nuevo ataque.
–Pues si vuelves aquí, cojo la escoba… y te barro ¡qué puño!, te echo a la calle como se echa el polvo y cáscaras de fruta».
Isidora no dijo nada, y recobrándose marchó hacia la puerta. Abierta con trémula mano la trampilla, salió andando aprisa, cuesta arriba, en busca de la ronda de Embajadores, que debía conducirla a país civilizado. Temía que la vieja iría detrás injuriándola, y no se equivocó. La Sanguijuelera, echando la cabeza fuera de la puerta, la despedía con una carcajada que produjo siniestros ecos de hilaridad en toda la calle. Asomaban caras curiosas, frentes guarnecidas de rizos, bocas de amarillos dientes descubiertos hasta la raíz por estúpido asombro, bustos envueltos en pañuelos de distintos colores; y más de cuatro andrajosos chiquillos saltaron detrás de Isidora para festejarla con gritos y cabriolas.
Sin detenerse, la joven lanzó desde lo profundo de su alma, llena de pena y asco, estas palabras:
«¡Qué odioso, qué soez, qué repugnante es el pueblo!».
Capítulo IV
El célebre Miquis
—I—
Salvo algunas ligeras neuralgias de cabeza, Isidora gozaba de excelente salud. Tan sólo era molestada de frecuentes y penosos insomnios, que a veces la hacían pasar de claro en claro las noches. La causa de esto parecía ser como una sed de su espíritu, que se fomentaba, sin aplacarse, de audaces previsiones de lo futuro, de un perpetuo imaginar hechos que pasarían, que tendrían que pasar, que no podían menos de tomar su puesto en las infalibles series de la realidad. Era una segunda vida encajada en la vida fisiológica y que se desarrollaba potente, construida por la imaginación, sin que faltase una pieza, ni un cabo, ni un accesorio.
En aquella segunda vida, Isidora se lo encontraba todo completo, sucesos y personas. Intervenía en aquellos, hablaba con estas. Las funciones diversas de la vida se cumplían detalladamente, y había maternidad, amistades, sociedad, viajes, todo ello destacándose sobre un fondo de bienestar, opulencia y lujo. Pasar de esta vida apócrifa a la primera auténtica, érale menos fácil de lo que parece. Era necesario que las de Relimpio, con quienes vivía, le hablasen de cosas comunes, que fuese muy grande el trabajo y empezase muy temprano el ruido de la máquina de coser, o que su padrino, el bondadosísimo D. José de Relimpio, le contase algo de su vida pasada. Como estuviera sola, Isidora se entregaba maquinalmente, sin notarlo, sin quererlo, sin pensar siquiera en la posibilidad de evitarlo, al enfermizo trabajo de la fabricación mental de su segunda vida.
Cinco días después de su llegada a Madrid y a los cuatro de la escena con la Sanguijuelera, levantose Isidora más tarde que de costumbre, por haber dormido la mañana, y se arregló aprisa. Aquel día estrenaba unas botas. ¡Qué bonitas eran y qué bien le sentaban! Esto pensó ella poniéndoselas y recreándose en la pequeñez y configuración graciosa de sus pies, y dijo para sí con orgullo: «Hoy, al menos, no me verá con el horrible calzado roto que traje del Tomelloso». La vergüenza que sintió al mirar las botas viejas que en un rincón estaban, también muertas de vergüenza, no es para referida. Juró dar aquellos miserables despojos al primer pobre que a la puerta llegase.
Púsose su vestidillo negro, que a toda prisa se había hecho aquellos días, colocose el velito en la cabeza y hombros, mirándose СКАЧАТЬ