La desheredada. Benito Pérez Galdós
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Название: La desheredada

Автор: Benito Pérez Galdós

Издательство: Public Domain

Жанр: Драматургия

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СКАЧАТЬ disparatado juicio, la voz alterada del viejo, su agitación creciente, fueron un rayo de luz para Isidora. Se levantó buscando la puerta; corrió hacia ella despavorida. El terror le daba alas. Entre tanto el anciano gritaba:

      «Insultándome, sí, sin respeto a mis canas, a mis sufrimientos de padre… ¡Oh, Señor! Perdónala, perdónala, Señor, porque no sabe lo que se dice».

      Isidora salió al pasillo cuando llegaba el Director, que al instante comprendió la causa de su miedo. Sonriendo, la tomó de la mano para obligarla a entrar.

      «El pobre Canencia…—dijo—. Cosa rara… Hace tanto tiempo que está tranquilo… Pero es un ángel, es incapaz de hacer el menor daño».

      Ambos le miraron. El semblante del anciano no expresaba ira, sino emoción, y dos lágrimas rodaban por sus mejillas.

      «También usted me insulta, señor Director—dijo oprimiéndose el pecho, y con la entonación y los ademanes de un cómico mediano—. No puedo más, no puedo más… ¡Adiós, adiós, ingratos!».

      Y salió escapado.

      «Eso le pasa pronto—indicó el Director a Isidora, que aún no había vuelto de su espanto—. Es un bendito; hace treinta y dos años que está en la casa y pasa largas temporadas, a veces dos y tres años, sin la más ligera perturbación. Sus accesos no son más que lo que usted ha visto. Principia por decir que tiene dos máquinas eléctricas en la cabeza y luego sale con que le insulto. Echa a correr, da unos cuantos paseos por la huerta, y al cabo de un rato está ya sereno. Trabaja bien, me ayuda mucho, y, como usted habrá visto si le ha oído, es de encargo para dar consejos. Parece un santo y un filósofo. Yo le quiero al pobre Canencia. Vino por cuestiones y pleitos con sus hijos… Historia larga y triste que no es de este lugar. Vamos a la de usted, que tampoco es alegre, y hoy menos que nunca».

      El Director dio un gran suspiro, expresión oficial de sus sentimientos compasivos, e Isidora quedose fría, aguardando terribles noticias. ¡Cómo miraba al buen señor, deletreando en su cara, y qué bien le decía esta que no esperara nada bueno!

      «Yo quisiera verle…—balbució Isidora.

      –Eso es imposible. ¡Verle!, ¿y para qué?… Mal, muy mal está el pobre Rufete—afirmó el Director, moviendo la cabeza—. Llénese usted de paciencia, porque, verdaderamente, si esta enfermedad es incurable, si no cesa de atormentarse el que la padece, mejor es que se vaya a descansar… Yo, lo digo con franqueza, si tuviera alguna persona de mi familia en ese estado, desearía…».

      Trabajo le costó a Isidora admitir la funesta verdad que se le quería anunciar con caritativas precauciones, y tragando saliva para deshacer aquel nudo que en su garganta se formaba, habló con medias palabras de esta manera:

      «Quién sabe… Todavía… Pero yo quiero verle.

      –Vamos, que no… Ya…».

      El buen señor estaba impaciente. Tenía que hacer.

      «Siéntese usted…—murmuró acercando un sillón—. ¿Quiere usted que le traiga un vaso de agua?».

      Isidora no decía nada. Sus ojos, aterrados, se clavaron en el busto de yeso. Lo examinó bien y estúpidamente, viéndole con claridad, por esa atracción rara que en el momento de recibir una noticia grave ejerce sobre los sentidos un objeto material cualquiera, que luego queda por algún tiempo asociado a la noticia misma…

      —IV—

      Al mismo tiempo que Isidora contaba sus desdichas al inocentísimo Canencia, ocurría no lejos de allí un hecho que, con ser muy triste, no afectaba grandemente a los que lo presenciaban. Eran éstos el Director facultativo, el administrativo, un practicante, alumno de Medicina, el capellán y un enfermero. El moribundo, pues de morirse un hombre se trata, era Rufete. La crisis era violenta y calmosa, de desarrollo fácil y término decidido. El enfermo apenas tenía movimiento y vida más que en la cabeza; no padecía nada; se iba por rápida y llana pendiente, sin choque, sin batalla, sin convulsiones, sin defensa.

      «Muere bien»—dijo en voz baja el médico.

      El paciente dio un gran suspiro, abrió los ojos, miró a todos uno por uno; y no con furia, no con espasmos de insensato, ni iracundas recriminaciones, sino con apagada voz, con sentimiento tranquilo, que más que nada era profundísima lástima de sí mismo, pronunció estas palabras: «Caballeros, ¿es cierto lo que me figuro?… ¿Es cierto que estoy en Leganés?».

      El médico le quiso consolar con palabras campechanas.

      «Hombre, no sea usted tonto…; si está usted en su casa… Vamos, que se va usted a poner bueno».

      El enfermo movió tristemente la cabeza. Permaneció largo rato mudo. Después tomó la mano del cura, la besó… Quiso hablar, no pudo, se le vio luchar con la palabra. Al fin, tras un desesperado esfuerzo de voluntad, pudo decir a media voz:

      «Mis hijos…, la marquesa…».

      Y calló para siempre. Médico y aprendiz observaron con la atención y la frialdad de la ciencia aquel caso de tránsito, y después se fueron a extender el parte. Acercose a ellos el Director, manifestándoles con más lástima que alarma la presencia en la casa de una hija del muerto. El aprendiz de médico declaró al punto conocerla, y alegrándose de que allí estuviera, quiso participar de las dificultades de darle la noticia y del compromiso de consolarla y darle algún socorro si lo había menester.

      Fue el Director a su despacho en busca de Isidora, y allí pasó lo que referido queda. Ya la desgraciada joven del ruso empezaba a comprender la certeza de su desdicha, cuando entró en el despacho un mozo como de veinticuatro años, el cual, llegándose a ella con muestras de confianza, le dijo:

      «¿Conque usted por aquí, Isidora?… ¡Y en qué momento tan triste!… ¿Pero no me conoce usted? ¿Tan desmemoriada estamos, Isidora? ¿No se acuerda usted de D. Pedro Miquis, el del Toboso, que iba muchas veces al Tomelloso a buscar a su tío de usted, el señor Canónigo, para salir juntos de casa? Pues yo soy hijo de D. Pedro Miquis. ¿No se acuerda usted tampoco de mi hermano Alejandro? ¿No se acuerda de que algunas veces, por vacaciones, íbamos acompañando a mi padre?… Pues hace cinco años que estoy aquí estudiando Medicina. ¿Y cómo está su señor tío? ¿Hace mucho que ha dejado usted aquel célebre Tomelloso?…».

      Isidora le miraba por una rasgadura hecha en la nube negra de su pena; le miraba y le reconocía. Sí, su memoria se iba iluminando ante aquella fisonomía que con ninguna otra podía confundirse. Aquel semblante pálido y moreno, tan moreno y tan pálido que parecía una gran aceituna; aquella brevedad de la nariz contrastando con el grandor agraciado de la boca, cuyos dientes blanquísimos estaban siempre de manifiesto; aquella ceja ancha, tan negra y espesa que parecía cinta de terciopelo, y aquellos ojos garzos donde anidaban traidoras todas las malicias y toda la ironía del mundo; aquella fealdad graciosa, aquella desenvoltura de maneras, aquel abandono en el vestir, y, por último, la desenfadada manera de insinuarse, pregonaban, sin dejar lugar a dudas, a Augustito Miquis, el hijo de D. Pedro Miquis, el del Tomelloso. De golpe entraron a la mente de Isidora ideas mil y recuerdos de una época en que la infancia se confundía con la adolescencia, época de tonterías, de miedos, de inocentes confianzas y de lances cuya memoria no siempre es agradable. No acertó a contestar sino con medias palabras. Miquis se hizo cargo de la situación, y poniéndose todo lo serio que podía, cosa en él de grandísima dificultad, dijo en tono grotescamente compungido:

      «Lo primero es que usted salga de esta casa…; ¡ay, qué casa!… Nada hay que hacer aquí. Si va usted a Madrid tendré mucho gusto en acompañarla».

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