Juvenilla; Prosa ligera. Cané Miguel
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Читать онлайн книгу Juvenilla; Prosa ligera - Cané Miguel страница 12

Название: Juvenilla; Prosa ligera

Автор: Cané Miguel

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ cuarto del Vicerrector habían sido sacadas de quicio por la explosión de dos bombas Orsini, sin proyectiles, se entiende, pues el objeto no fué otro que dar un susto de dos yemas a Don F. M. – Este había hecho una barricada en la puerta.

      En medio del claustro y solo, frente a su cuarto, ví a Eyzaguirre en soberbia apostura de combate, con un viejo sable en la mano izquierda y una bola de plomo, unida a una cuerda, en la derecha.

      De todos los dormitorios afluían estudiantes, muchos de ellos armados. Aquél iba a ser un campo de Agramante; el Vicerrector, viéndose rodeado de sus fieles, salvó la barricada y comenzó a vociferar, abriendo sus vestidos, mostrando el pecho desnudo, desafiando a la muerte, etc. Los conocedores sostuvieron siempre que esa manifestación de valor había sido un poco tardía.

      Así como los franceses de Sicilia, repuestos de su sorpresa, arremetían enfurecidos a sus adversarios, los provincianos se preparaban a caer sobre nuestra vanguardia, formada por Eyzaguirre y dos o tres compañeros, cuando vimos aparecer al venerable Dr. Santillán, cura párroco de San Ignacio; sus cabellos blancos, su palabra mansa y persuasiva, desarmaron los ánimos. – Cada uno se retiró a su cuarto y él llevó consigo a Don F. M., que jamás volvió a pisar el suelo del Colegio.

      El sumario al día siguiente fué terrible; M. Jacques, pálido de cólera, tomaba las declaraciones principales. El punto capital era éste: ¿quién había prendido fuego a las bombas? – La respuesta fué unánime y sincera: "no lo sé". Y era la verdad; por largos años ha permanecido oculto el nombre del nuevo Guy Fawkes, del atrevido estudiante que, con más éxito que aquél, llevó a cabo ese rasgo de audacia. Más tarde, cuando hacía ya mucho tiempo que había salido del Colegio, uno de los grandes de entonces me hizo la confidencia, murmurando a mi oído un nombre que callo hoy, no porque a mi juicio pueda menoscabar en lo mínimo la relación de esta aventura al que la dió acabado fin, sino por un curiosísimo resto de aquel culto del estudiante de honor por la discreción y el secreto. Es pueril, pero lo siento así.

      XX

      Dos o tres expulsados, tres meses sin salida los domingos a casi todos e interminables horas de encierro a muchos de nosotros volvieron a poner las cosas en su estado normal, afirmándose definitivamente la disciplina con el ingreso de Don José M. Torres.

      El encierro es un recuerdo punzante que no me abandona; eterno candidato para ocuparlo, su huésped frecuente, conocía una por una sus condiciones, sus escasos recursos, sus numerosas inscripciones y aquel olor húmedo, acre, que se me incrustaba en la nariz y me acompañaba una semana entera. La puerta daba a un descanso de la escalera que se abría frente al gimnasio. – Era una pieza baja, de bóveda: cuatro metros cuadrados. Tenía un escaño de cal y canto, demasiado estrecho para acostarse y que daba calambres en la espalda a la hora de estar sentado en él. Una luz insignificante entraba por una claraboya lateral y muy alta, por donde los compañeros solían tirar con maestría algunos comestibles con que combatir el clásico régimen de pan y agua.

      ¡Oh! las horas mortales pasadas allí dentro, tendido en el suelo, llena de tierra la cabeza, el cuerpo dolorido, los oídos tapados para no oir el ruido embriagador de la partida de rescate, en la que yo era famoso por mi ligereza, la vela de sebo, mortecina y nauseabunda, pegada a la pared, debajo de una caricatura de Paunero con tricornio y con una cinta saliendo de su boca, a manera de las ingenuas leyendas brotando de labios de vírgenes y santos, en el arte cristiano primitivo, pero cargada aquí con un dístico cojo y expresivo; la enorme hoja de la puerta, tallada, quemada de arriba abajo, horadada y recompuesta, como un pantalón de marinero; la cerradura claveteada y cosida, fiel e incorruptible, virgen de todo atentado, desde la solemne declaración de Corrales sobre la ineficacia de nuevas tentativas al respecto; el hambre frecuente, los proyectos de venganza negra y sombría, lentamente madurados en la obscuridad, pero disipados tan pronto como el aire de la libertad entraba en los pulmones!..

      He conservado toda mi vida un terror instintivo a la prisión; jamás he visitado una penitenciaría sin un secreto deseo de encontrarme en la calle. Aun hoy las evasiones célebres me llenan de encanto y tengo una simpatía profunda por Latude, el barón de Trenck y Jacques Casanova. No he podido comprender nunca el libro de Silvio Pellico, ni creo que el sentimiento de conformidad religiosa, unido a un imperio absoluto de la razón, basten para determinar esa placidez celeste, si no se tiene una sangre tranquila y fría, un espíritu contemplativo y una atrofia completa del sistema nervioso.

      XXI

      Las autoridades del Colegio habían comenzado a preocuparse seriamente en dar mayor ensanche a los dormitorios destinados a enfermería, en vista del número de estudiantes, siempre en aumento, que era necesario alojar en ella. Una epidemia vaga, indefinida, había hecho su aparición en los claustros. Los síntomas eran siempre un fuerte dolor de cabeza, acompañado de terribles dolores de estómago. ¡Vas-y-voir!

      El hecho es que la enfermería era una morada deliciosa; se charlaba de cama a cama; el caldo, sin elevarse a las alturas del consommé, tenía un cierto gustito a carne, absolutamente ausente del líquido homónimo que se nos servía en el refectorio; pescábamos de tiempo en tiempo un ala de gallina, y sobre todo… no íbamos a clase!

      La enfermería era, como es natural, económicamente regida por el enfermero. Acabo de dejar la pluma para meditar y traer su nombre a la memoria sin conseguirlo; pero tengo presente su aspecto, su modo, su fisonomía, como si hubiera cruzado hoy ante mis ojos. Había sido primero sirviente de la despensa, luego segundo portero, y, en fin, por una de esas aberraciones que jamás alcanzaré a explicarme, enfermero. "Para esa plaza se necesitaba un calculador, dice Beaumarchais: la obtuvo un bailarín".

      Era italiano y su aspecto hacía imposible un cálculo aproximativo de su edad. Podía tener treinta años, pero nada impedía elevar la cifra a veinte unidades más. Fué siempre para nosotros una grave cuestión decir si era gordo o flaco.

      Hay hombres que presentan ese fenómeno; recuerdo que en Arica, durante el bloqueo, pasamos con Roque Sáenz Peña largas horas reuniendo elementos, para basar una opinión racional al respecto, con motivo de la configuración física del general Buendía. – Sáenz Peña se inclinaba a creer que era muy gordo y yo hubiera sostenido sobre la hoguera que aquel hombre era flaco, extremadamente flaco. – Le veíamos todos los días, le analizábamos sin ganar terreno. Yo ardía por conocer su opinión propia; pero el viejo guerrero, lleno de vanidad, decía hoy, a propósito de una marcha forzada que venía a su memoria, que había sufrido mucho a causa de su corpulencia. – Sáenz Peña me miraba triunfante! – Pero al día siguiente, con motivo de una carga famosa, que el general se atribuía, hacía presente que su caballo, con tan poco peso encima, le había permitido preceder las primeras filas. – A mi vez, miraba a Sáenz Peña como invitándole a que sostuviera su opinión ante aquel argumento contundente. No sabíamos a quién acudir, ni qué procedimiento emplear. ¿Pesar a Buendía? ¿Medirle? No lo hubiera consentido. ¿Consultar a su sastre? No le tenía en Arica. – Aquello se convertía en una pesadilla constante; ambos veíamos en sueños al general. – Roque, que era sonámbulo, se levantaba a veces pidiendo un hacha para ensanchar una puerta por la que no podía penetrar Buendía. – Yo veía floretes pasearse por el cuarto, en las horas calladas de la noche y observaba que sus empuñaduras tenían la cara de Buendía. – No encontrábamos compromiso plausible, ni modus vivendi aceptable. Reconocer que aquel hombre era regular, habría sido una cobardía moral, una débil manera de cohonestar con las opiniones recíprocas. En cuanto a mí, la humillación de mis pretensiones de hombre observador me hacía sufrir en extremo. – ¿Cómo podría escudriñar moralmente un individuo, si no era capaz de clasificarle como volumen positivo? – Al fin, un rayo de luz hirió mis ojos o la reminiscencia inconsciente del enfermero del Colegio vino a golpear en mi memoria. Vi marchar de perfil a Buendía y, ahogando un grito, me despedí de prisa y corrí en busca de Sáenz Peña, a quien encontré tendido en una cama, silencioso y meditando, sin duda ninguna, en el insoluble СКАЧАТЬ