Juvenilla; Prosa ligera. Cané Miguel
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Название: Juvenilla; Prosa ligera

Автор: Cané Miguel

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ que serían tomados por profesores de la Universidad.

      Ahora bien; entre el Colegio y la Universidad existía el mismo antagonismo, la misma lucha que entre los discípulos de Guillermo de Champeaux y los de Abelardo, la misma emulación que entre Oxford y Cambridge. Despreciábamos esos petimetres que iban paquetes al aula una vez por mes, a hacer barullo en las clases de Larsen o Gigena y que no leían sino el Balmes o el Gérusez, mientras nosotros nos alimentábamos de la médula de león del electicismo (!) – A más, ¿por dónde la Universidad era capaz de presentar un cuadro de aventuras, de diabluras, como las que ilustraban los anales del Colegio? – De tiempo en tiempo nos llegaba la noticia de un aparato que, regido por un hilo, ponía de punta una aguja en las sillas de Larsen, Gigena o Ramsay, en el momento de sentarse, – la transformación de una galera profesional en acordeón silencioso, etc. Pero acogíamos esa materia parva con la benévola sonrisa de los magos de Faraón ante los primeros milagros de Moisés. – Una cosa nos disgustaba: que Jacques no nos perteneciera de una manera completa y exclusiva. Habríamos dado algo por verle renunciar su cátedra de física en la Universidad.

      En los primeros tiempos quise reaccionar un tanto contra ese espíritu, y recordando que antes de entrar en el Colegio había pasado un año en la Universidad, intenté iniciar, sin éxito, la política de conciliación. Y, sin embargo, no eran de los más gratos mis recuerdos universitarios. Para ingresar a la clase de primer año de latín, debí rendir un impalpable examen de gramática castellana, en el que fuí ignominiosamente reprobado por la mesa compuesta de Minos, Eaco y Radamanto, bajo la forma de Larsen, Gigena y el doctor Tobal. Me dieron un trozo de la "Eneida", traducción Larsen, para analizar gramaticalmente; era una invocación que empezaba por: "¡Diosa!" – "Pronombre posesivo!" dije, y bastó; porque con voz de trueno, Larsen me gritó: "¡Retírate, animal!"

      Esto era en Diciembre; en Marzo arremetí de nuevo, pasé regular, con recomendación de mayor estudio para el año venidero e ingresé en la famosa clase de latín donde Pirovano hacía sus raras y memorables apariciones. Nada más soberbio que los diálogos que se entablaban entre él y Larsen.

      Era en vano que Larsen interrogara a Pirovano sobre el I, II, IV o VI libro de la "Eneida", sobre el "De Viris" o el "Epitome"; Pirovano sabía un solo verso de memoria, ordenado y traducido, que amaba con pasión y que lanzaba con una voz eufónica cada vez que Larsen pulsaba su erudición: Amor insano Pasiphae!

      De ahí no salía, sino a la calle. – Es al doctor Larsen a quien el pueblo de Buenos Aires debe el tener ese médico que le honra. Harto de Pirovano y para verse libre de él, le hizo pasar contra viento y marea en el examen de primer año, en el que hubiera quedado eternamente; tal era su afición al Nebrija.

      XVII

      Conocíamos también en el Colegio la existencia de un café clandestino, donde se reunían a jugar al billar Pellegrini, Juan Carlos Lagos, Lastra, Quirno y Terry, a quien Pellegrini corría todas las noches hasta su casa, sin faltar una sola a esta higiénica costumbre. – Los combates homéricos del mercado no nos eran desconocidos, ni las pindáricas escenas de la clase de griego, de Larsen, donde éste y su único discípulo, el pobre correntino Fernández, muerto en plena juventud, se disputaban la palma de los juegos Pythios, recitando con sin igual entusiasmo los versos de la "Ilíada". – En la Universidad se sostenía calumniosamente que el sueldo de la clase de griego se dividía entre Larsen y Fernández, pero el hecho curioso es que Fernández, solo en clase, conseguía armar unos barullos colosales, respondiendo imperturbablemente a las imprecaciones de Larsen: "¡No soy yo!" – Recuerdo que más tarde, cuando fuimos estudiantes de derecho, Patricio Sorondo nos invitaba a entrar en masa en la clase de griego, como oyentes. Cuando Larsen leía algún verso, Patricio sonreía con lástima. Interpelado, aseguraba al buen profesor que su pronunciación helénica era deplorable; que, a lo sumo, sólo podía compararse al dialecto de los porteros de Atenas en tiempo de Pericles. – Fernández se indignaba y encarándose con Patricio, le dirigía una alocución en griego que ni él mismo, ni Larsen, ni nadie entendía. – La escena concluía siempre poniéndonos Larsen a todos en la puerta y encerrándose de nuevo con Fernández, que a todo trance quería saber el griego…

      XVIII

      La pluma ha corrido inconscientemente; quería hablar del antagonismo entre porteños y provincianos, y heme aquí bien lejos de mi objeto!

      El hecho es que el nuevo Vicerrector, por una u otra razón, decidió gobernar con un partido, sistema como cualquier otro, aunque para él tuvo consecuencias deplorables.

      Creíamos entonces, exageradamente, que todos los castigos nos estaban reservados, mientras los provincianos (nosotros éramos del Estado de Buenos Aires!) tenían asegurada la impunidad absoluta. Las conspiraciones empezaron, los duelos parciales entre los dos bandos se sucedían sin interrupción, hasta que la conducta misma de Don F. M. justificó la explosión de la cólera porteña. Don F. M. nos organizaba bailes en el dormitorio antiguamente destinado a capilla, en el que aun existía el altar y en el que, en otro tiempo, bajo el doctor Agüero, se hacían lecturas morales una vez por semana. – No fué por cierto el sentimiento religioso el que nos sublevó ante aquella profanación; pero como en esos bailes había cena y se bebía no poco vino seco, que por su color reemplazaba el Jerez a la mirada, sucedía que muchos chicos se embriagaban, lo que era no solamente un espectáculo repugnante, sino que autorizaba ciertos rumores infames contra la conducta de Don F. M., que hoy quiero creer calumniosos, pero sobre cuya exactitud no teníamos entonces la menor duda. El simple hecho del baile revelaba, por otra parte, en aquel hombre, una condescendencia criminal, tratándose de un Colegio de jóvenes internos, régimen abominable por sí mismo y que sólo puede persistir a favor de una vigilancia de todos los momentos y de una disciplina militar.

      A la conspiración vaga sucedió una organización de carbonarios. Yo no tuve el honor de ser iniciado; era muy chico aún y pertenecía a los abajeños; es decir, a los que vivíamos en el piso bajo del colegio, mientras el alto era ocupado por los mayores, los arribeños. – Nuestros prohombres lo habían organizado todo, sin dar cuenta a la gente menuda. Pero yo tenía un buen amigo en Eyzaguirre, que tuvo la bondad de ilustrarme ligeramente.

      Mis relaciones con Eyzaguirre eran de una naturaleza especial; le incomodaba a cada instante, le remedaba, le llamaba Del País, que era su aborrecido apodo, zumbaba a su alrededor como un mosquito, le desafiaba, le echaba pelo de cepillo entre las sábanas, le mortificaba, en fin, de cuantas maneras me sugería mi imaginación, tendida a ese solo objeto. Eyzaguirre era un hombre robusto, fuerte y bravo; más de una vez levantó el brazo sobre mí, pero vencía su generosidad ingénita y comprendiendo que de un golpe me habría suprimido, lo dejaba caer ahogando un rugido, como Jean Taureau delante de Fifine. Sólo en una ocasión la cólera le cegó; me dió a mano abierta un cogotazo que me tendió a lo largo y antes que hubiere iniciado a patadas desde el suelo un estéril sistema defensivo, ya Eyzaguirre me había levantado en sus robustos brazos y llevado junto a la fuente para ponerme agua en la cabeza, preguntándome, con la voz trémula por la emoción, si me había hecho daño.

      Tanta generosidad me venció, y sea por ese motivo o porque el primer cogotazo había roto el cómodo prisma de la impunidad, el hecho es que nos hicimos amigos para siempre. Aun hoy es uno de los hombres cuya mano estrecho con mayor placer.

      XIX

      Eyzaguirre me había dicho que si sentía algún gran ruido de noche, en los claustros de arriba, acometiera valerosamente al provinciano que tuviera más próximo de mi cama y que lo pusiera fuera de combate. Que éramos pocos y sólo podría salvarnos el valor y la rapidez en la acción. En fin, después de algunos días de expectativa, una noche, de una a dos de la mañana, saltamos todos sobre el lecho, al sacudimiento espantoso de una detonación que conmovió las paredes del Colegio.

      Arremetí ciego a mi vecino, que no puedo recordar bien si era СКАЧАТЬ