Germana. About Edmond
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Название: Germana

Автор: About Edmond

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ se partían sobre una frente pura, como las alas de un cuervo sobre la nieve de diciembre. Todo en ella era joven, fresco, sonriente; hubiera sido necesario tener muy buenos ojos para descubrir en los ángulos de aquella linda boca dos arrugas imperceptibles, finas como el cabello rubio de un recién nacido, y que ocultaban una ambición insaciable, una voluntad de hierro, una perseverancia china y una energía capaz de todos los crímenes.

      Sus manos eran quizás un poco cortas, pero blancas como el marfil, con los dedos redondos, ondulosos, regordetes, en los que, no obstante, se adivinaba la garra. Su pie era el pie corto de las andaluzas, redondeado, lo mostraba tal como era y no cometía la tontería de usar botas largas. Todo su cuerpo era corto y redondeado, lo mismo que sus pies y sus manos; el talle un poco grueso, los brazos un poco carnosos, las caderas un poco pronunciadas; demasiada gordura, si os parece, pero la gordura graciosa de una codorniz, la redondez sabrosa de una hermosa fruta.

      Don Diego se la comía con los ojos con una admiración infantil. ¿Es que los enamorados de todas las clases no son niños? Según las teogonías antiguas, el Amor es un niño de cinco años y medio, y no obstante Hesiodo asegura que es más viejo que el Tiempo.

      El conde de Villanera descendía en línea recta de esos españoles caballerescos hasta lo ridículo, que el divino Cervantes ha ridiculizado, no sin admirarlos. Nada había en él que descubriese su origen napolitano, y se hubiera dicho que sus antepasados le habían legado, con armas y bagajes, la vieja virtud de la España heroica. Era un joven serio, rígido, frío, algo engreído, con un corazón de fuego y un alma apasionada. Hablaba poco, siempre después de larga reflexión, y nunca había mentido. No le gustaba discutir y reía rara vez, pero su sonrisa estaba llena de una gracia afable que no carecía de grandeza. La alegría, convengo en ello, le hubiera sentado mal. Intentad representaros un don Quijote joven, vestido de frac. A primera vista no se distinguía más que por sus negros bigotes, puntiagudos, lustrosos. Su larga nariz se encorvaba vigorosamente como el pico de un águila; tenía los ojos negros, las cejas negras, los cabellos negros y la tez del color uniforme de una naranja de Portugal. Sus dientes podían haber pasado por hermosos si no hubiesen sido tan largos y si su dueño no hubiera sido fumador. Estaban revestidos de un esmalte un poco amarillento, pero tan sólido que de él se hubieran podido construir piedras de molino. El blanco de sus ojos era también algo amarillento; no obstante, no se podía negar que tenía unos ojos muy hermosos. En cuanto a su boca, no dejaba nada que desear, y debajo de sus mostachos se advertían unos labios rosados como los de un niño. Sus brazos y sus piernas, así como sus manos y sus pies, eran de una longitud aristocrática. Finalmente, tenía la estatura de un granadero y la apostura de un príncipe.

      Si preguntáis por qué un hombre así había podido caer en las manos de la señora Chermidy, os contestaré que la dama era más atractiva y más hábil que Dulcinea del Toboso. Los hombres del temple de don Diego no son los más difíciles de engañar, y el león se arroja con mayor aturdimiento sobre la trampa que el zorro. La sencillez, la rectitud y todas las cualidades generosas son otros tantos defectos para tratar con ciertas gentes. Un corazón honrado no desconfía de los cálculos y bellaquerías de que es incapaz, y cada cual se hace el mundo a su imagen. Si alguien hubiera dicho al señor de Villanera que la señora Chermidy le amaba por el interés, se habría encogido de hombros. Ella no le había pedido nada y él se lo había ofrecido todo. Al aceptar cuatro millones, le hacía un favor y él le estaba reconocido.

      Por lo demás, al ver las miradas que le lanzaba a intervalos, era fácil adivinar que la fortuna de los Villanera podía cambiar de manos en el espacio de ocho días. Un perro echado a los pies de su dueño no era más humilde ni más respetuoso que él. Se leía en sus grandes ojos negros el reconocimiento apasionado que todo hombre galante debe a la mujer que ha elegido; la admiración religiosa de un padre joven por la madre de su hijo. Se veía, en fin, como un deseo no saciado, una sumisión de la fuerza al capricho, el temor de la negativa, una solicitud inquieta que probaba que la señora Chermidy era una mujer de talento.

      El simpático doctor, sentado enfrente del conde, formaba con él un contraste singular. El señor Le Bris era lo que se llama un muchacho guapo. Quizá le faltaban un centímetro o dos para llegar a una estatura regular, pero era bien proporcionado. No tenía cara de tonto ni mucho menos, pero no sé si su nariz era del todo correcta. Su fisonomía decía muchas cosas, pero su filiación no os hubiese dicho nada. Se vestía con un aseo que se confundía con la elegancia; el corte de sus patillas castañas era irreprochable y su raya se prolongaba casi hasta la nuca. No era un hombre vulgar y, sin embargo, no se salía de lo vulgar. Ninguna muchacha casadera le hubiese rechazado por su físico, pero me habría extrañado mucho que se echase al agua por él. Además, se veía que no llegaría a los cuarenta años sin tener vientre.

      Difícilmente otro médico podía ser más a propósito que él para la clientela. Sin parar mañana y tarde, afectuoso con lo más alto y lo más bajo de la sociedad, no desentona nunca. Es un Alcibíades burgués que se acomoda a todas las costumbres. Es apreciado en el faubourg Saint-Germain por su reserva, en la Calzada de Antin por su ingenio y en la calle Vivienne por su franqueza. Las mujeres, fuese cualquiera su posición, trabajaban activamente por él; ¿y sabéis por qué? Porque al lado de una enferma joven o vieja, fea o hermosa, demostraba una solicitud amable, una especie de galantería intermedia entre el respeto y el amor. El mismo no ha sabido explicarse jamás la naturaleza de este sentimiento, pero todas las mujeres sienten por él una simpatía benévola que puede llevarle muy lejos.

      Sus antiguos camaradas del hospital le habían llamado, por este motivo, la llave de los corazones. Yo sé de una casa donde se le llama, y no sin motivo, la tumba de los secretos. Sus jóvenes clientes del faubourg Saint-Germain le reprochaban el que visitase todas las noches el escenario de la Opera y le llamaban mata ratas. En cambio, en el salón de baile su juiciosa conducta le había valido el apodo de Nuevo Continente.

      – Y bien, Tumba de los secretos – dijo la señora Chermidy con su ligero acento provenzal – , ¿ha cumplido usted mi encargo?

      – Sí, señora.

      – ¿Se trata de la tísica en cuestión?

      – Sí, de la señorita de La Tour de Embleuse.

      – ¡Bravo! me parece que es una buena alianza… Yo siempre había sentido interés por las tísicas… ¡Las mujeres que tosen…! Ya ve usted cómo el Cielo recompensa mi compasión.

      – Doctor – preguntó el conde – , ¿ha hablado usted de las condiciones?

      – Sí, querido conde; las aceptan todas.

      La señora Chermidy lanzó un grito de alegría.

      – ¡Negocio concluido! ¡Viva París, donde se compran las duquesas al contado!

      El conde frunció el entrecejo. El doctor dijo vivamente:

      – Si usted hubiese podido venir conmigo, señora, tengo la seguridad de que habría llorado.

      – ¿Es realmente muy conmovedor una duquesa que vende a su hija? ¡Un episodio del mercado de esclavas!

      – Yo diría mejor un episodio de la vida de los mártires.

      – ¡Galante está usted!

      El doctor contó la escena en la que él había representado un papel. El conde se emocionó. La señora Chermidy tomó su pañuelo e hizo ademán de enjugar sus hermosos ojos que no lo necesitaban.

      – Me satisface mucho – dijo el conde – que sea ella quien haya adoptado esta resolución. Si los padres hubiesen aceptado por sí mismos, tal vez les habría juzgado mal.

      – Perdón, pero antes de juzgarles faltaría СКАЧАТЬ