Название: Germana
Автор: About Edmond
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– He encontrado algunas en el camino de mi vida. Desgraciadamente no tenía un millón para ofrecerles como hoy.
El conde besó la mano a la señora Chermidy y corrió al hotel de su madre. La linda mujer quedó con el doctor.
– Puesto que hay gentes que carecen de pan – dijo – , veamos, doctor, ¡una taza de café!.. ¿Cómo me las arreglaría yo para ver a esa mártir del pecho? Porque es necesario que sepa yo a quién confío a mi hijo.
– Puede usted verla en la iglesia, el día de la boda.
– ¿En la iglesia? ¿Pero es que puede salir?
– Sin duda… en coche.
– Creí que estaba más enferma.
– ¿Usted por lo visto quería un casamiento in articulo mortis?
– No, pero quiero estar segura. ¡Bondad divina! ¡doctor, si llegase a curar!
– La Facultad de Medicina se extrañaría mucho.
– ¡Y don Diego quedaría casado para siempre! ¡Y yo mataría a usted, Llave de los corazones!
– ¡Ay! señora, no me siento en peligro.
– ¡Cómo ay!
– Perdone usted, es el médico el que habla, no el amigo.
– Una vez casada, ¿usted continuará asistiéndola?
– ¿Es que hay que dejarla morir sin socorro?
– ¡Toma! ¿para qué la casamos, pues? No será para que sea eterna.
El doctor reprimió un movimiento de disgusto y respondió con el tono más natural, como el de un hombre en el que la virtud no es pedantería:
– ¡Dios mío! señora, es mi costumbre, y ya soy demasiado viejo para corregirme. Nosotros los médicos cuidamos a nuestros enfermos como los perros de Terranova salvan a los que se están ahogando. Cuestión de instinto. Un perro salva ciegamente al enemigo de su dueño. Yo cuidaré a esa pobre criatura como si todos tuviésemos interés en que se curase.
Después de la partida del doctor, la señora Chermidy pasó a su tocador y se entregó en manos de su doncella. Por la primera vez en mucho tiempo se dejó vestir sin fijarse: ¡tenía otras preocupaciones más importantes! Aquel matrimonio que había preparado, aquella combinación inteligente que ella misma se aplaudía como un rasgo de genio, podía convertirse en su confusión y en su ruina. No hacía falta para ello más que un capricho de la Naturaleza o la estúpida honradez de un médico para que quedasen fallidos los cálculos más sabios y defraudadas sus más queridas esperanzas. Comenzaba a dudar de su amante, de su buena estrella, de todo, en fin.
Hacia las tres de la tarde comenzaron a desfilar las visitas. Hubo de sonreír a todos los pares de patillas que se acercaron a ella, extasiarse ante cuarenta cajas de bombones salidas todas de la misma tienda. Maldijo con todo su corazón las amables importunidades de año nuevo, pero no dejó traslucir nada de la inquietud que le roía el alma. Todos los que salían de su casa se hacían lenguas de su amabilidad.
Y es que tenía un talento bien precioso para una dueña de casa; sabía hacer hablar a todo el mundo. Hablaba a cada uno de lo que más le interesaba; conducía a cada uno al terreno en que se encontraba más firme. Aquella mujer sin educación, demasiado perezosa y demasiado orgullosa para tener un libro en la mano, sabía fabricarse un fondo de conocimientos útiles leyendo a sus amigos. Y ellos le servían con la mejor voluntad. En el mundo somos así; agradecemos interiormente a todo aquel que nos obliga a hablar de lo que sabemos o a contar la historia que decimos bien. El que nos hace mostrar nuestro talento no es nunca un tonto, y cuando se está contento de sí mismo, no se está descontento de los demás. Los hombres más inteligentes trabajaban en la reputación de la señora Chermidy, tan pronto proporcionándole ideas, tan pronto diciendo con una secreta complacencia: «Es una mujer superior, me ha comprendido.»
En el curso de aquella reunión se encaró con un homeópata de renombre, que cuidaba a las personas más ilustres de París. Encontró medio de interrogarle delante de siete u ocho personas sobre el punto que la preocupaba.
– Doctor – le dijo – , usted que todo lo sabe, ¿quiere decirme si los tísicos pueden curar?
El homeópata le respondió galantemente que ella no tendría nunca nada que temer de tal enfermedad.
– No se trata de mí – repuso – . Es que me intereso vivamente por una pobre niña que tiene los pulmones destrozados.
– Envíeme usted a su casa, señora. No hay curación imposible para la homeopatía.
– Es usted muy bueno, doctor. Pero su médico, un simple alópata, asegura que ya no le queda más que un pulmón, y aun estropeado.
– Se le puede curar.
– El pulmón, tal vez. ¿Pero y la enferma?
– Puede vivir con un solo pulmón. Se ha visto muchas veces. Yo no le aseguro que pueda subir al Mont-Blanc a la carrera, pero sí vivir tranquilamente por espacio de muchos años, a fuerza de cuidados y de glóbulos.
– ¡No deja de ser un porvenir! Nunca hubiese creído que se pudiese vivir con un solo pulmón.
– Tenemos ejemplos muy numerosos. La autopsia ha demostrado…
– ¡La autopsia! ¡pero la autopsia no se hace más que a los muertos!
– Tiene usted razón, señora, y mis palabras se asemejan a una tontería. No obstante, escuche usted. En Argelia, el ganado de los árabes es generalmente tísico. Los rebaños están mal cuidados, pasan las noches al relente y enferman del pecho. Nuestros súbditos musulmanes no se sirven para nada del veterinario; dejan a Mahoma el cuidado de curar a sus vacas y a sus bueyes. Pierden muchas cabezas a causa de esta negligencia, pero no las pierden todas. Los animales curan alguna vez, sin el socorro de la ciencia y a pesar de todos los estragos que la enfermedad haya podido hacer en su cuerpo. Uno de mis colegas que presta servicio en el ejército del Africa, ha visto sacrificar en los mataderos vacas curadas de la tisis y que habían vivido muchos años con un solo pulmón en muy mal estado. A esta autopsia quería referirme yo.
– Ahora comprendo – contestó la señora Chermidy – . ¿Entonces, si se matase a todas las personas que viven en nuestra sociedad se encontraría algunas que no tienen los pulmones como es debido?
– Y que no parecen darse cuenta. Precisamente, señora.
Una hora más tarde se había renovado la tertulia alrededor de la chimenea del salón. La señora Chermidy vio entrar un viejo alópata, curtido en el ejercicio de la profesión, que no creía en los milagros, que gustaba de colocar las cosas en lo peor y que se extrañaba de que un animal tan frágil como el hombre pudiese llegar sin accidente a los sesenta años.
– Doctor – le dijo – , tendría usted que haber llegado un momento antes; se ha perdido usted un hermoso panegírico de la homeopatía. El señor P… que acaba de salir, se alababa de hacernos vivir a todos con un solo pulmón. ¿Qué le parece a usted?
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