Thespis (novelas cortas y cuentos). H.J. Bunge
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Название: Thespis (novelas cortas y cuentos)

Автор: H.J. Bunge

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ la reina se arrodilló otra vez, volviendo en sí. El fraile la bendijo y colocó sobre su cabeza una como diadema de estrellas.

      – Ya estás purificada, Ena de Battenberg. Ahora puedes ser reina de España, reina Victoria. En nombre del monje imperial de San Yuste y de Felipe, su hijo, yo os bendigo. ¡Que Dios os guarde en su santa gracia con vuestro digno esposo, Alfonso rey!

      Como un inmenso murmullo de marea, todas las bocas confirmaron a coro:

      – Amén.

      La reina se levantó, y se sentó en el trono, junto al rey, resplandeciendo de santidad y de hermosura. Y en la atmósfera vibró un coro de invisibles ángeles, mientras se retiraban lentamente el gran inquisidor de Felipe II y sus demás acompañantes, de vuelta al palacio de la calle del rey Francisco.

      Y las cinco figuras volvieron a sus respectivos cuadros, sepultando en un silencio eterno este acontecimiento inaudito. Nadie dirá nunca nada de él, porque su propio recuerdo se desvaneció milagrosamente de la memoria de quienes lo presenciaran. Si alguno vislumbra vagamente algo, lo desecha como reminiscencia de inoportuna y trágica pesadilla. La historia lo ignorará siempre, ¡la Historia, la ignorante ineducable, la incorregible mentirosa! Un solo espíritu hay todavía bastante castizo para poder comprender y recordar el Hecho. Pero este espíritu vive ya retirado de los hombres, enfermo de nostalgia y de hipocondría, entre las cuatro paredes de su gabinete de estudio. En el armorial español se le registra – después de la reciente muerte de su hermana Eusebia – como único representante de una de las más gloriosas familias de la nobleza europea, con el nombre de Pablo Gastón Enrique Francisco Sancho Ignacio Fernando María, último duque de Sandoval y de Araya, conde-duque de Alcañices, marqués de la Torre de Villafranca, de Palomares del Río, de Santa Casilda y de Algeciras, conde de Azcárate, de Targes, de Santibáñez y de Lope-Cano, vizconde de Valdolado y de Almería, barón de Camargo, de Miraflores y de Sotalto, tres veces grande de España, caballero de las órdenes de Alcántara y Calatrava…

      EL CHUCRO

      I

      Casi diariamente desaparecía alguna res vacuna o lanar de las haciendas esparcidas sobre la orilla del Paraná, cinco o seis leguas al sur de la ciudad del Rosario.

      Por muchas diligencias que hiciera la policía del departamento, no pudo darse con los ladrones que se apropiaran de las reses, sin dejar siquiera el cuero. La imaginación popular explicó entonces las diarias desapariciones por causas o fuerzas sobrenaturales. Decíase que en las islas vecinas vivía una especie de ogro insaciable. Este ogro atravesaba todas las noches el río a nado, apoderábase de una res cualquiera, y se la devoraba viva, ¡se la tragaba íntegra!.. Y lo peor del caso era que, cuando no encontraba reses sino «cristianos», tragábase lo mismo a los «cristianos». De otro modo no podría explicarse la súbita desaparición de dos o tres peones que vigilaran nocturnamente en los campos ribereños la hacienda, por orden de sus dueños. Hasta una mujer, «Pepa la Gallega», la cocinera del estanciero don Lucas, habíase también esfumado una noche, como llevada por el diablo…

      El diablo debía andar sin duda metido en el asunto. Sería el padrino o el compadre del ogro…

      Y como tenía padrino, tenía también el ogro su nombre propio. Llamábasele «el Chucro», sin que nadie supiese quiénes, cuándo y cómo lo bautizaran.

      De todos los robos del Chucro ninguno consternó más que el de Pepa la Gallega. Su marido y sus hijos ayudados por los gendarmes, buscáronla sin descanso, hasta en las islas más próximas a la costa. No se la halló ni viva ni muerta, y diósela por muerta.

      Como las desapariciones de reses, ya que no de personas humanas, continuaran impunemente durante todo el año, los estancieros apremiaron a la policía para que diese una nueva «batida» en las islas. Buenos burgueses comerciantes, ellos no creían en las supersticiones populares. Para ellos, el Chucro, si existiese, era un hombre mortal, de carne y hueso, y no el espeluznante fantasma que se figurara la imaginación gauchesca.

      Especialmente encargado por el jefe de policía de la provincia, el comisario Rodríguez fue a revisar prolijamente las islas donde debía habitar el ogro. Acompañábalo un corto piquete de cuatro o cinco hombres. Todos iban murmurando. ¿Para qué desafiar al diablo, o al ahijado del diablo? ¡Nada más vano que luchar contra vestiglos y fantasmas!

      En su incursión a las islas se internaron el comisario Rodríguez, seguido del escribiente Peñálvez, mientras los demás hombres estaban «mateando» junto a la canoa que los trajera, a través de una tupida selva de helechos, ceibos y espinillos. Después de andar una considerable distancia, extraviáronse ambos completamente. Y mientras buscaban el rumbo con la brújula, sonó un tiro en la espesura… El comisario cayó muerto instantáneamente de un balazo en el pecho, y el escribiente echó a correr…

      No tenía muy robustas piernas el escribiente, muchachón enclenque y larguirucho; y a breve distancia perdió fuerzas, tropezó con un tronco, cayó de bruces… Tendido en el suelo sintió que se acercaba un hombre y que dos hercúleos brazos lo ataban codo con codo, lo registraban y le quitaban el revólver… Pidió gracia por la vida… Nadie le contestó… Pero un violento puntapié lo obligó a levantarse… Vio entonces que tenía enfrente un gaucho forajido. Era el gaucho alto, nervioso, de cejas espesas, cutis cetrino y nariz aguileña. Poblábanle el rostro largas e hirsutas barbas; bajo el rústico chambergo caíale una melena grasienta y enmarañada. Llevaba una carabina en la mano y un enorme facón en la cintura…

      – ¡Ya verán quién es el Chucro! – dijo a Peñálvez – y lo obligó a que le siguiera dándole culatazos con la carabina.

      Después de caminar un cuarto de hora, llegaron a un estrecho claro que se abría en medio de la maleza, junto a un arroyo disimulado por gigantescas plantas acuáticas. En medio del claro alzábase un misérrimo ranchito de barro, ramas y paja. A primera vista todo parecía desoladamente desierto; ni se oía ladrar un perro… Mas, fijándose mejor, vio Peñálvez que al borde del arroyo, pescaba una sucia y desgreñada mujer… A pesar de su aspecto salvaje, él la reconoció. Era Pepa la Gallega, la antigua cocinera de don Lucas, la desaparecida hacía unos ocho o diez meses…

      El Chucro silbó, imitando a la perfección el estridente grito de una ave acuática. Al oírlo, la Pepa tiró su anzuelo y corrió a su encuentro como un perro. Peñálvez se sorprendió extraordinariamente de su actitud de esclava. Pues antes, en la vida civilizada de la estancia de don Lucas, había sido la gallega más gruñona y colérica. Respondía a su marido, pegaba a sus hijos, insultaba a los peones, encarábase con el mismo patrón y vociferaba el día entero. Propios y extraños tenían miedo a su lengua ponzoñosa y a su genio luciferino. Tolerábanla sólo porque era honesta y muy trabajadora. En sus habilidades de cocinera no le conocían rival…

      No bien vio a Peñálvez pareció reconocerlo por un leve fruncimiento de cejas; pero no dijo palabra, esperando en silencio las órdenes de su amo y señor… Él le preguntó:

      – ¿Lo conoces?

      Ella repuso, bajando los ojos:

      – Sí. Es Peñálvez, el escribiente de la policía.

      El Chucro ató a Peñálvez contra un árbol, y, después de un silencio, dijo a Pepa:

      – Ha venido policía a la isla. Voy a ver si ya se fue. Cuidá entretanto de ese maula para que no se escape. Tomá la pala y si quiere irse, le partís la cabeza. ¿Has oído?..

      Era imposible una entonación de voz más despótica y absoluta que el que usara el Chucro con la Pepa. Y la Pepa acataba sus órdenes como si emanasen de un dios, ¡ella, que antes impusiera siempre su voluntad СКАЧАТЬ