Название: El ganador de almas
Автор: Charles Haddon Spurgeon
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
isbn: 9781629462745
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Debe haber armonía entre la vida y la profesión. El cristiano profesa renunciar al pecado y si no lo hace, su mismo nombre es una farsa. Una vez, un borracho se acercó a Rowland Hill y le dijo: “Soy uno de sus conversos, señor Hill”. “Supongo que lo eres”, replicó aquel predicador sagaz y sensato, “pero no eres un converso del Señor. Si lo fueras, no estarías borracho”. Debemos someter toda nuestra obra a esta prueba práctica.
En nuestros conversos también debemos ver oración genuina, que es el aliento vital de la piedad. Si no hay oración, pueden estar muy seguros de que el alma está muerta. No debemos instar a la gente a orar como si ese fuera el gran deber del evangelio y la única vía prescrita para la salvación, pues nuestro mensaje principal es “Cree en el Señor Jesucristo”. Es fácil colocar la oración en un lugar incorrecto, y transformarla en una especie de obra que da vida a los hombres, pero ustedes ―espero― evitarán eso con sumo cuidado. La fe es la gran gracia del evangelio; aun así, no podemos olvidar que la fe verdadera siempre ora, y cuando un hombre profesa fe en el Señor Jesús, pero no invoca al Señor todos los días, no osamos creer en su fe ni en su conversión. La evidencia con que el Espíritu Santo convenció a Ananías de la conversión de Pablo no fue “He aquí, él habla a viva voz de sus gozos y sentimientos”, sino “He aquí, él ora”, y esa oración era una confesión y súplica sincera de corazón quebrantado. ¡Oh, si pudiéramos ver esa evidencia certera en todos los que profesan ser nuestros conversos!
También debe haber una disposición a obedecer al Señor en todos Sus mandamientos. Es vergonzoso que alguien profese ser discípulo y al mismo tiempo rehúse aprender la voluntad de Dios para ciertas áreas de su vida o incluso se niegue a obedecerla cuando sí sabe cuál es esa voluntad. ¿Cómo puede alguien ser discípulo de Cristo cuando vive en abierta desobediencia a Él?
Si quien profesa haberse convertido señala clara y directamente que conoce la voluntad de su Señor, pero no tiene la intención de someterse a ella, ustedes no deben consentir su presunción, sino que tienen el deber de asegurarle que no es salvo. ¿No ha dicho el Señor: “el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo”? Los errores en torno a lo que puede ser la voluntad del Señor deben corregirse con ternura, pero todo lo que se asemeja a la desobediencia voluntaria es fatal. Tolerarlo sería traicionar a Aquel que nos envió. Jesús debe ser recibido como Rey y no solo como Sacerdote, y donde hay dudas al respecto, aún no se han sentado los cimientos de la piedad.
“La fe tiene que obedecer
Y no solo confiar:
Quien nos perdona es celador
De Su gran santidad”.
Como ven, mis hermanos, las señales que demuestran que un alma ha sido ganada están muy lejos de ser triviales, y no debemos hablar con ligereza de la obra que debe realizarse antes de que tales señales puedan existir. El ganador de almas no puede hacer nada sin Dios. Debe arrojarse sobre el Invisible si no quiere convertirse en el hazmerreír del diablo, que mira con total desdén a todos los que pretender subyugar la naturaleza humana solo con palabras y argumentos. A todos los que esperan tener éxito en tal labor por sus propias fuerzas, quisiera dirigirles las Palabras del Señor a Job: “¿Sacarás tú al leviatán con anzuelo, o con cuerda que le eches en su lengua? ¿Jugarás con él como con pájaro, o lo atarás para tus niñas? Pon tu mano sobre él; te acordarás de la batalla, y nunca más volverás. He aquí que la esperanza acerca de él será burlada, porque aun a su sola vista se desmayarán”. La dependencia de Dios es nuestra fortaleza y nuestro gozo: avancemos en esa dependencia y procuremos ganar almas para Él.
Ahora, en el curso de nuestro ministerio, nos encontraremos con muchos fracasos en esta tarea de ganar almas. Hay muchas aves que pensé haber atrapado, a las que incluso logré ponerles sal en la cola, pero después de todo se arrancaron volando. Recuerdo a un hombre al que llamaré Pedrito Descuidado. Era el terror del pueblo donde vivía. Había habido muchos incendios en esa región y la mayoría de la gente se los atribuía a él. A veces se emborrachaba dos o tres semanas de corrido y después deliraba y hacía estragos como un loco. Ese hombre vino a escucharme; recuerdo la sensación que recorrió la pequeña iglesia cuando ingresó. Se sentó allí y se enamoró de mí; creo que esa fue la única conversión que experimentó, pero profesó haber sido convertido. Parecía haber sido objeto de un arrepentimiento genuino y externamente se transformó en un personaje muy cambiado: dejó de beber y maldecir, y en muchos aspectos se convirtió en un individuo ejemplar. Recuerdo que lo vi tirar una barcaza con alrededor de cien personas a bordo, a las que llevaba al lugar donde yo iba a predicar. Se gloriaba en el trabajo y cantaba con tanta alegría como cualquiera de las personas a bordo. Si alguien pronunciaba una sola palabra contra el Señor o contra Su siervo, no dudaba ni un momento en tumbarlo. Antes de abandonar el distrito, ya me temía que no hubiera habido una obra genuina de la gracia en él: era como un piel roja salvaje. Escuché que una vez agarró un pájaro, lo desplumó y se lo comió crudo en el campo. Esa no es una acción digna de un cristiano, no es algo amable ni de buen nombre. Después de salir del pueblo, pregunté por él y no escuché nada bueno. El espíritu que lo había refrenado externamente se había ido, y él se volvió peor que antes, si eso es posible ―de seguro no era mejor, ahora era imposible de alcanzar por medio alguno―. Como ven, esa obra mía no soportó el fuego, ni siquiera toleró la tentación ordinaria luego de la partida de la persona que ejercía la influencia sobre el hombre. Cuando ustedes se vayan del pueblo o la ciudad donde han estado predicando, es muy probable que algunos que corrían bien retrocedan. Esas personas sienten afecto por ustedes, y sus palabras ejercen una suerte de influencia hipnótica sobre ellas. Pero cuando se hayan ido, el perro volverá a su vómito, y la puerca lavada, a revolcarse en el cieno. No tengan prisa por contar a estos supuestos convertidos; no los introduzcan a la iglesia demasiado pronto; no estén demasiado orgullosos de su entusiasmo si no está acompañado de un cierto grado de suavidad y ternura que muestre que el Espíritu Santo en verdad ha estado obrando en su interior.
Recuerdo otro caso de un tipo muy diferente. Llamaré a esta persona señorita María Superficial, pues era una jovencita que, aunque nunca recibió la bendición de tener un gran intelecto, vivía en la misma casa con varias jovencitas cristianas y también profesó haber sido convertida. Cuando conversé con ella, parecía estar todo lo que uno querría encontrar. Pensé en proponerle su membresía a la iglesia, pero se juzgó que sería mejor darle un breve período de prueba primero. Luego de un tiempo, dejó las compañías del lugar donde vivía y fue a un lugar donde no había mucho que la ayudara. Nunca volví a escuchar nada más de ella excepto que pasaba todo el tiempo vistiéndose con tanta elegancia como podía y frecuentando reuniones sociales. Ella es un ejemplo de las personas que no tienen mucho mobiliario mental, y si la gracia de Dios no toma posesión del espacio vacío, muy pronto regresan al mundo.
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