La hija del mar. Rosalía de Castro
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Название: La hija del mar

Автор: Rosalía de Castro

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección clásicos Mujeres escritoras

isbn: 9788412401394

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СКАЧАТЬ esto, guardó silencio por algunos instantes, como esperando alguna cariñosa demostración de su amigo, el cual seguía imperturbable con la cabeza inclinada y con la mirada fija en la arena que se entretenía en lanzar con los pies sobre los lagartos que asomaban la cabeza al tibio rayo del sol que entraba hasta sus escondrijos.

      Observó Esperanza la asiduidad con que Fausto se ejercitaba en semejante operación, y con esa volubilidad propia de los niños, mucho más burlones de lo que generalmente se cree, le dijo lanzando una franca y estrepitosa carcajada:

      —¡Dios mío, Fausto! ¡Pobres pies…! ¿Y si rompes los zapatos? —añadió aludiendo al marinerillo que iba descalzo.

      Entonces alzó este sus ojos, y su mirada colérica y brillante cayó sobre la pobre niña.

      —¡Esperanza…! —exclamó con entrecortado acento; pero su voz, anudándose en su garganta, no le dejó proseguir.

      —¡Ay, qué miedo…! —repuso la niña con ese tono inocente y burlón del que no teme una amenaza que sabe no ha de realizarse y haciendo una graciosa mueca de espanto, con la que pretendió imitar la cólera de su amigo, abriendo también con exageración sus grandes ojos negros de un tornasol azulado.

      —¡Ah! —tartamudeó entonces Fausto—, ¡riéndote…, siempre riéndote…!

      —Pues ¿cómo quieres que esté seria? —interrumpió Esperanza.

      —¡Lo mismo que lo estoy yo! —Y Fausto, volviendo la espalda, echó a andar por otro camino, dejando sola a su compañera.

      La pobre niña, entonces pálida de emoción, le vio alejarse por algunos instantes, hasta que las lágrimas empañaron sus ojos, prorrumpiendo después en amargos sollozos.

      —¡Fausto! ¡Fausto! —le decía llamándole a grandes voces—. ¡Ven, dime qué mal te he hecho…! ¡Ven y perdóname…! —Y corría tras él mientras Fausto acortaba cada vez más su paso, previsión amorosa que equivalía a un perdón.

      El llanto de la mujer dicen todos los hombres que puede mucho en su corazón, y esto debe ser cierto, porque Fausto volvió la cabeza, y entonces pudo ver Esperanza que este tenía también llenos de lágrimas los ojos.

      —¡Ah, no llores más! ¡No llores más! —le decía el joven marinero, al tiempo que cogía entre las suyas las manos de su amiga—. ¡No llores más! —añadía tratando de dar a su voz un acento seguro—. Yo te quiero y seré siempre tu amigo…, pero tú te sonríes para mis compañeros, a pesar de que me has asegurado que yo solo era tu amigo y no ellos…

      —¡Tus compañeros…! —murmuró pensativa la pobre niña, bañados sus hermosos ojos en dos lágrimas que semejaban dos gotas de rocío suspendidas todavía de sus largas pestañas—. ¡Me río con ellos como con todos…!

      —Con los demás nada me importa…, ¡pero con ellos…!, escucha —añadió después de una breve pausa—, no quiero que los mires y mucho menos que te sonrías, cuando te miran, de la manera que lo haces.

      —Entonces cerraré los ojos y apartaré la cabeza cuando pase a su lado, pero… ¿y si caigo y me hago daño?

      —No es necesario que cierres los ojos, sino que tú no mires para ellos —respondió Fausto volviendo a su mal humor—; ya sabes que Juan y yo estamos reñidos; pues bien, como yo no quiero mirarle a la cara, cuando él está en la playa y yo paso por allí…, miro hacia mi casa…

      —¡Bien, bien…! —dijo Esperanza con coquetería y como olvidada de su llanto, fresco rocío de mañana de primavera que el primer rayo de sol disipa—. Vaya unos caprichos que yo no entiendo y que no has tenido nunca…; pero, en fin, más valdrá mirar para tu casa cuando ellos estén en la playa, que no que tú vuelvas a mirarme con los ojos que hoy lo has hecho. —Y luego añadió, apoyando su linda cabeza de blondos cabellos en el hombro de Fausto—: Ahora, ¿amigos como siempre?

      Y le miró con la tentadora mirada de la hermosura y de la inocencia.

      —¡Para siempre! —respondió Fausto, ebrio de felicidad.

      Y enlazadas las manos, como dos pájaros alegres, se dirigieron hacia la cabaña de Teresa que se divisaba a corta distancia.

      —¡Qué hermosa es! —decía entre sí el marinerillo, mirando furtivamente a su compañera.

      Un rayo de alegría bañaba el rostro de Esperanza, más hermoso que nunca; sus cabellos caían sobre las mejillas, su frente rosada parecía pedir un beso cariñoso al viento que pasaba; era una casta aparición de inocencia. Fausto iba a su lado como un esclavo, subyugado, sin voluntad propia pero feliz. Su contento se leía en sus grandes ojos, en las mejillas que se ruborizaban bajo la morena piel, en sus labios en que sonreían las temblorosas palabras, en su paso inseguro.

      Las primeras emociones de la adolescencia pasaban calladamente sobre el corazón de Fausto.

      Capítulo IV

      Esperanza

      ¿Quién de tus gracias no se enamora?

      Hija del aire, ¿quién no te adora?

       José Zorrilla

      Esa niña ligera y airosa, que alegra las áridas riberas que os he descrito como un rayo de sol ardiente el desnudo y aterido cuerpo del mendigo, esa es Esperanza, la hija del mar, la que, arrojada sobre una pelada roca, no sabemos si es aborto de las blancas espumas que sin cesar arrojan allí las olas, o un ángel caído que vaga tristemente por el lugar de su destierro.

      Ella creció esbelta como la palma y hermosa como una ilusión que acierta apenas a forjar el pensamiento; creció al abrigo de aquella otra huérfana llamada Teresa, cuya existencia solitaria era respetada en toda la comarca.

      La vida de aquellas mujeres, las dos buenas, las dos jóvenes y hermosas, había llegado a ser para todos un objeto de veneración casi, que nadie osaba profanar, y su cabaña tan solitaria y tan pobre no fue jamás perturbada por ninguna mirada indiscreta. Tal vez, porque esos lugares en donde mora la virtud inocente encierran en sí mismos un poder misterioso e invencible que rechaza la calumnia y la curiosidad del vulgo.

      La una, casi niña todavía, y con esa belleza pura que algunas imaginaciones privilegiadas han soñado en los serafines —ángeles que se acercan más al trono del que todo lo es—, solía inspirar esa simpatía, dulce e insinuante a la vez, que deja en pos de sí un rastro luminoso que no es jamás oscurecido por las sombras.

      Ni Rafael, ni el beato Angélico, esos dos grandes artistas que tan bien han sabido trasladar al lienzo sus celestiales visiones, delinearon jamás facciones más puras, ni contornos más perfectos. Esa muestra inimitable de los artistas, la naturaleza, había sobrepujado esta vez a todas las inspiraciones, a todos los sueños imaginables.

      La cabellera, que por una rareza extraña jamás crecía hasta más allá de sus hombros, flotaba suelta y en rizados bucles alrededor de su cuello de una blancura alabastrina.

      Los ojos y pestañas eran de un color negro fuerte, en tanto que sus cabellos dorados como un rayo de sol despedían reflejos pálidos, semejantes a la luz de la luna cuando en clara y serena noche de verano cae como un haz plateado sobre las temblantes ondas.

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