Franquismo de carne y hueso. Gloria Román Ruiz
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СКАЧАТЬ todo durante los cinco años de la gran crisis, los comprendidos entre 1929 y 1934. Aunque De Felice hizo, en general, un uso extensivo e impreciso del término, sí distinguió entre consenso activo y pasivo. Si bien en un primer momento fue acusado de revisionista y de dejar en segundo plano los procesos represivos, sus postulados acabaron siendo generalmente aceptados, inaugurando así una nueva era historiográfica en el estudio de las actitudes sociales bajo regímenes autoritarios.8

      En 1984 Luisa Passerini introdujo una importante innovación metodológica al recurrir a fuentes orales para desentrañar las actitudes sociales de los obreros de Turín bajo el fascismo.9 También Philippe Burrin estudió la receptividad de las sociedades regidas por dictaduras, afirmando que uno de los principales objetivos de estos sistemas políticos era precisamente la conquista de las masas que, por su parte, albergan actitudes diversas y complejas hacia el poder.10 Unos años después, Emilio Gentile habló de la «sacralización de la política» a la que habría contribuido la experiencia de la Primera Guerra Mundial. Y, más concretamente, se refirió al fascismo como una religión que se valió de símbolos, mitos y rituales para captar el apoyo activo y duradero de las masas. Muchos jóvenes y algunos intelectuales habrían visto en el fascismo esa nueva religión que anhelaban. Además, siempre según este autor, presentarse como la ideología salvadora frente al bolchevismo le habría reportado al fascismo el apoyo de las clases medias.11

      Paul Corner, por su parte, advirtió del riesgo de reaccionar a la ortodoxia antifascista llevando las interpretaciones sobre las actitudes sociales al extremo contrario, exagerando el carácter masivo del consenso y minusvalorando los procesos represivos activados por las dictaduras. Recalcó las condiciones de opresión-coerción en que se forjaron las percepciones, enfatizando el poco o nulo espacio para la expresión de actitudes disconformes y matizando el alcance del repetido consenso. Corner advirtió asimismo del peligro de justificar o exculpar en cierto modo a estos regímenes asumiendo la errónea premisa de que, si gozaron de un consenso tan amplio, no habrían sido tan «malos».12

      En el caso de la Alemania nazi (1933-1945) los primeros en incorporar estos planteamientos fueron los miembros del «Proyecto Baviera», que nació en 1973 con la pretensión de analizar la conducta de los alemanes durante el Tercer Reich desde una perspectiva social y cotidiana. Entre 1977 y 1983 estuvo liderado por Martin Broszat, que defendió que el Estado nazi no fue totalitario, sino que dejó resquicios para la resistenz (entendida como inmunidad y diferenciada de la resistance) y apostó por la escala de grises como medio para superar las explicaciones en clave blanco versus negro. Entre los trabajos pioneros en este sentido estuvieron también los de Mosse, que apostó por una concepción cultural del fascismo, o Peukert, quien apuntó a la popularidad del Führer como uno de los cimientos del Tercer Reich.13 Primo Levi, por su parte, volvió a referirse en sus trabajos autobiográficos a la existencia de «zonas grises» entre los opresores y los oprimidos, y habló de la doble condición de «resistentes» y «colaboradores» de aquellos prisioneros que de alguna manera colaboraron con las autoridades de los campos de concentración nazis.14

      En 1996 Goldhagen publicaba su polémico Hitler’s Willing Executioners, en el que abordaba la espinosa cuestión de la responsabilidad de la sociedad alemana en el Holocausto, concluyendo que existió una implicación activa de hasta un millón de alemanes corrientes en el terror nazi, que el autor explica en base al fuerte antisemitismo que había anidado en la sociedad alemana. Sus tesis fueron objeto de fuertes críticas y dieron paso a una importante controversia historiográfica que fue encabezada por Browning. Este autor, aun compartiendo la idea de la corresponsabilidad de la población alemana en el Holocausto, le atribuía una motivación distinta del antisemitismo «demonológico» y uniforme de Goldhagen, a quien acusaba de ofrecer una explicación monocausal, unilateral y maniquea.15

      Tiempo después, Robert Gellately ahondó en la cuestión del colaboracionismo con las autoridades nazis por parte de los alemanes de a pie, que no solo habrían sido conocedores de las atrocidades cometidas en los campos, sino que incluso habrían mostrado una actitud, si no entusiasta, al menos sí positiva, siendo muy pocas las voces críticas. El autor habló de un consenso más activo que pasivo que habría sido evidente a partir de 1933, si bien siempre como actitud interrelacionada e inseparable de la represión practicada por la dictadura. Entre las razones que habrían llevado a los alemanes a apoyar el nazismo apunta al descrédito en que había caído la República de Weimar o al deseo de acabar con las altas tasas de delincuencia, de restaurar la ley y el orden y de volver a los valores conservadores y tradicionales. Habló también de la existencia de «zonas grises» o actitudes sociales intermedias entre el consenso y el disenso.16

      De entre todos estos historiadores, el que más éxito ha cosechado ha sido Ian Kershaw, que ha ahondado en la opinión popular sobre el terror nazi. El autor llega a la conclusión de que durante la Segunda Guerra Mundial la «cuestión judía» no estuvo entre las principales preocupaciones de la inmensa mayoría de los alemanes. Según Kershaw, existía una importante animadversión hacia los judíos que hizo que la mayor parte de la población no judía viese con indiferencia y hasta con aquiescencia las medidas discriminatorias e incluso las que implicaban el uso de la violencia. Y, aunque no compartieran una medida tan extrema como la «Solución Final», lo cierto es que esta no habría sido posible sin todas las normativas antisemitas previas, bien conocidas y aceptadas, ni sin la generalización de actitudes de apatía e indiferencia al respecto.17 Más recientemente, Nicholas Stargardt ha vuelto sobre esta idea, remarcando que los alemanes eran buenos conocedores de cuanto estaba sucediendo con los judíos, pero que este asunto no estaba entre sus principales preocupaciones, centradas en el desenlace de la contienda mundial.18

      Por su parte, en la Francia de Vichy (1940-1944) el relato ortodoxo sobre la resistencia fue por primera vez puesto en cuestión por Robert Paxton. Este autor vino a señalar que, al menos hasta 1943, muchos franceses apoyaron al régimen del mariscal Pétain, calculando que los resistentes no habrían representado más de un 2 % de la población adulta francesa. A aquellos trabajos les seguirán los de Pierre Laborie sobre la opinión popular de los franceses y, años después, los del historiador Robert Gildea, que se refirió al extendido y sacralizado relato del «buen francés» o resistente, por contraposición al del «mal francés» o colaboracionista, a los que vendría a sumarse el del «pobre francés», aquel que concentró sus esfuerzos en sobrevivir desentendiéndose de los avatares políticos.19

      Entre los trabajos que han abordado el periodo de la Rusia estalinista (1928-1939) desde la perspectiva de la historia de la vida cotidiana destacan los de Sheila Fitzpatrick. Esta historiadora ha profundizado en las relaciones que se establecieron entre el Estado y la sociedad tanto urbana como rural, así como en las prácticas resistentes de la población.20 También se han publicado trabajos centrados en las actitudes sociopolíticas de la población de la República Democrática Alemana, entre los que sobresalen los de Fulbrook, que exploró las relaciones entre dominación, complicidad y disenso durante las cuatro décadas de dictadura socialista. Las investigaciones sobre el Estado Novo de Salazar tampoco han sido ajenas a esta tendencia historiográfica. E incluso se han hecho estudios en este sentido para regímenes no europeos como la dictadura de Videla en Argentina (1976-1983).21

      En definitiva, la historiografía europea que ha hecho suyos los planteamientos de la historia de la vida cotidiana se ha centrado, sobre todo, en las actitudes sociopolíticas de la población bajo las dictaduras de entreguerras. Y, más concretamente, en las resistencias cotidianas, la recepción de las políticas del «consenso» y la colaboración de la gente de a pie en la represión orquestada por estos sistemas políticos. Sin embargo, la perspectiva de la historia de la vida cotidiana ha sido mucho menos explorada y exitosa en el caso del régimen de Franco. Los trabajos sobre la España franquista han tendido a seguir la estela dejada por los historiadores europeos de la Alltagsgeschichte especializados en la Alemania nazi o la Italia fascista, que en cierto modo han actuado de vanguardia historiográfica.