El fascismo vasco y la construcción del régimen franquista. Iñaki Fernández Redondo
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СКАЧАТЬ la épica y a la poética de la tesis doctoral me permito, por lo tanto, añadir una tercera variable final como es el peso que en ella tiene la directora o director. La construcción de relaciones estrechas entre doctorando y tutora o tutor generó en el pasado manifestaciones de sumisión feudal, muchas veces disfrazadas de compañerismo e, incluso, amistad; acrecentadas por la presencia de emociones como son la admiración, el respeto o el temor reverencial. Era algo que encajaba en un esquema de relaciones académicas de signo vertical que se ha modificado un poco pero no lo suficiente. La relación entre doctorando y director o directora siempre es compleja y sobre ella podría escribir una presentación entera, pues hay múltiples formas de dirigir tesis doctorales. Hay personas que convierten cada tesis doctoral dirigida en una parte importante de su actividad investigadora; hay personas que no llegan a leerse la propia tesis que han dirigido, que las contabilizan como una mercancía más que les habilitará de méritos en su horizonte profesional y que pueden manifestar la misma sensibilidad para con su pupilo que la que podrían sentir por cualquier oriundo de Yemen del Sur. Hay personas, en fin, que se implican en las tesis que dirigen, aunque intentan dejar que sea la doctoranda o doctorando quien vaya madurando en el proceso de elaborarla, no les restan sinsabores ni crisis personales, pero están ahí, guiándoles, especialmente en la segunda mitad, cuando la tesis se va haciendo real, cuando el material leído y cruzado ha reposado y comienza a definir una estructura narrativa e interpretativa que vislumbra ya un fin. Y hay muchos roles intermedios entre unas y otras figuras prototípicas.

      Dirigido por Luis y por mí de acuerdo a una práctica que Iñaki, en todo caso, tendría que calificar de acuerdo a los modelos que acabo de establecer, tras muchos años y todo tipo de circunstancias personales, consiguió defender la tesis doctoral en la que se basa el presente libro. Su investigación parte de un trabajo de fin de máster que tuve el honor de dirigir y que le llevó a un terreno ignoto y, hasta cierto punto, imposible de concebir para buena parte de las vascas y vascos: el fascismo. Bueno, en realidad, los vascos (entiendo por tales quienes hablan en nombre de ellos) siempre han sabido lo que era el fascismo, el problema es que lo han concebido sistemáticamente como algo propio de quienes no son vascos. Con su socarronería característica, el periodista Luciano Rincón escribía en los años ochenta:

      En Euskadi, periódicamente nos recorre un temblor de identidad que cada ciudadano conjura como puede. ¿Son exclusivamente vascos los vascohablantes? ¿Somos vascos también los que sin hablar euskera hemos nacido o vivido siempre o el tiempo suficiente en Euskadi para asimilar los paisajes físicos, culturales, históricos, lingüísticos y éticos existentes? (…) ¿Lo somos cuando votamos a un partido considerado vasco y dejamos de serlo si alguien decide que ese partido ya no es vasco? ¿Se puede ser vasco y dejar de serlo por opción política que no administrativa? ¿Se puede ser y dejar de ser vasco cada cuatro años por esa opción política, e incluso puede un ciudadano levantarse vasco y acostarse extranjero, según los enfrentamientos de la jornada?

      En una identidad reiteradamente sometida a «temblores» el apelativo de «fascista» fue un instrumento reiterado, desde los años sesenta, de separar a los vascos de los demás. La violencia practicada por el Movimiento Vasco de Liberación Nacional, del que formaban parte organizaciones tan variopintas como Herri Batasuna, ETA o el sindicato LAB, dictaminó quién era vasco y descalificó a quienes no lo eran como «fascistas». Durante décadas el lema «zuek faszistak zarete terroristak» («vosotros fascistas sois los terroristas») atronó en las rutinarias concentraciones y algaradas de quienes formaban la comunidad de violencia que alentó el terrorismo de ETA y la violencia callejera satélite que lo complementó. La identidad (nacional) vasca reinventada a partir de los años sesenta en el contexto del cambio social generado por el desarrollismo, producto de las transformaciones que este generó en el nacionalismo vasco y en la izquierda marxista de ese tiempo, se sustentó en un mito antifascista. La concepción de vasquidad fue construida durante el franquismo y la transición desde la oposición a la atribución de fascismo. El Gobierno vasco así lo había fijado desde su constitución en octubre de 1936 y así lo mantuvo su propaganda en el exilio, y esa misma interpretación recogió ETA y la comunidad política en que se sustentó.

      El resultado de ello fue la construcción, a partir de los años setenta, de una particular memoria colectiva en la que olvidar fue tan importante como recordar. El recuerdo de la Guerra Civil en clave de épica nacionalista vasca y del franquismo en clave de agonía de la identidad y «genocidio cultural» requirió, en paralelo, del olvido de los diversos y amplios sustentos sociológicos que tuvo el franquismo en estas tierras, desde los voluntarios que lucharon en sus filas hasta los gudaris reclutados (a la fuerza, obviamente) tras su desmovilización en julio de 1937, pasando por la mayoría consentidora (si no directamente colaboracionista) sobre la que se sustentó el Régimen. De esa mayoría salieron quienes gestionaron el poder local, participaron en la violencia de retaguardia y compartieron el reparto de lo robado. Pero también de ella salieron quienes participaron en la economía liberalizada a partir de 1959, con su lucrativa ausencia de derechos del trabajo, y montaron talleres y empresas que generaron su enriquecimiento particular y familiar.

      Esta dimensión del franquismo como marco institucional de ganancia económica ha sido ignorada por quienes reivindican la memoria de los derrotados. De forma correspondiente con esta memoria colectiva, institucionalizada por el Gobierno autonómico a partir de 1979, fundada en un credo nacional antifascista compartido por las distintas vertientes del nacionalismo vasco y por los propios partidos de la izquierda no nacionalista, fue construyéndose un conocimiento histórico que convirtió la Guerra Civil en junio de 1937 en punto final de la historia reciente de los vascos. Apenas una tesis doctoral, a finales de siglo, pretendió analizar los apoyos sociales a la insurrección golpista. La única tesis doctoral sobre los apoyos sociales al régimen instaurado en el conjunto de este territorio, en concreto en la provincia guipuzcoana, fue defendida en la Universidad de Salamanca, a mediados de los años noventa, por una investigadora desconectada de las redes de poder de la historiografía vasca. Ni los historiadores ni las historiadoras afincados en las universidades vascas tuvieron inquietud por el universo político afín a la dictadura o por cómo esta se institucionalizó y qué apoyos directos e indirectos encontró después de la guerra. Solo en este nuevo siglo han comenzado a estudiarse, sustancialmente en Álava, y de forma más limitada en Bizkaia y Gipuzkoa, estos asuntos de la mano de una nueva generación de historiadores e historiadoras. A esta generación pertenece Iñaki Fernández y esta variable generacional es esencial para entender este libro y la tesis doctoral en que se funda.

      Toda nueva generación historiográfica se contempla frente a una memoria colectiva que buscará afianzar o cuestionar en tanto que plantilla de representación del pasado reciente. La interrelación entre historia contemporánea y memoria colectiva es esencial para entender la manera en que historiadores e historiadoras preguntan al pasado. De la misma manera que la historia tiende a ser comprendida por la ciudadanía como un relato de un pasado compartido compuesto por los hechos que la memoria oficial ha fijado como esenciales, quienes la escriben pueden cuestionar ese relato y decidir hacer nuevas preguntas: «Son las preguntas las que construyen el objeto histórico, procediendo a un recorte original del universo ilimitado de los hechos y de los documentos posibles», dice Antoine Prost en Doce lecciones sobre la historia. Lo que Iñaki formuló en su tesis doctoral ahora publicada son nuevas preguntas a un pasado que permanecía virgen porque su espacio nadie había querido recorrerlo: ¿hubo un fascismo vasco?, ¿qué rol jugó en el debate político del final de la República?, ¿cómo participó en la Guerra Civil y colaboró en la implantación del nuevo régimen?, ¿cuál era su sociología?, ¿cómo se ubica este fascismo en los debates historiográficos acerca de este fenómeno político? Y, para ello, optó, cuando el curso de su tesis doctoral se alargaba hasta el infinito y los avatares vitales que alimentarían su épica amenazaban con hundirla en tanto que esperanza compartida (toda tesis doctoral es una esperanza compartida), por apostar por centrarse en el suelo acontecimental que cimentará, de la mano de otras investigaciones que puedan surgir en el futuro (¿cuándo alguien se animará a estudiar el tradicionalismo guipuzcoano y vizcaíno en la guerra y la posguerra?), una mirada más desprejuiciada y sensata a la dictadura franquista en tierras vascas.

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