Ana Karenina. Liev N. Tolstói
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Ana Karenina - Liev N. Tolstói страница 61

Название: Ana Karenina

Автор: Liev N. Tolstói

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782384230167

isbn:

СКАЧАТЬ pero no olvides que no hablo de economía política, sino de la ciencia de la explotación de la tierra.

      Esta última debe, como todas las ciencias naturales, estudiar los fenómenos, así como al obrero en los aspectos económico, etnográfico…

      Agafia Mijailovna entró con la confitura.

      –Agafia Mijailovna –dijo el invitado, haciendo ademán de chuparse los dedos–, ¡qué caza y qué licores tan bien preparados tiene usted! ¿Qué, Kostia? ¿Es hora ya?

      Levin miró por la ventana el sol que se ponía entre las desnudas copas de los árboles del bosque.

      –Sí lo es. Kusmá, prepara el charabán –dijo Levin.

      Y descendieron.

      Ya abajo, Esteban Arkadievich quitó él mismo la funda de una caja de laca y, una vez abierta, comenzó a armar su escopeta, un arma cara, último modelo.

      Kusmá, presintiendo una buena propina para vodka, no se separaba de Esteban Arkadievich. Le ponía las medias y las botas y él le dejaba hacer de buen grado.

      –Kostia, si llega el comerciante Riabinin, a quien he mandado llamar, ordena que le reciban y que espere.

      –¿Vendes el bosque a Riabinin?

      –Sí. ¿Le conoces?

      –Le conozco. Tuve con él asuntos que terminaron «positivamente y definitivamente».

      Esteban Arkadievich rió. Aquellas últimas palabras eran las preferidas del comerciante.

      –Sí; habla de un modo muy divertido. ¡Veo que has comprendido a dónde va tu amo! –añadió, acariciando a «Laska», que ladraba suavemente dando vueltas en torno a Levin y lamiéndole, ya las manos, ya las botas, ya la escopeta.

      Cuando salieron, el charabán estaba al pie de la escalera.

      –He mandado preparar el charabán, pero no está lejos… ¿Quieres que vayamos a pie?

      –No, será mejor que vayamos montados –dijo Esteban Arkadievich, acercándose al coche.

      Sentóse, se envolvió las piernas en una manta de viaje que imitaba una piel de tigre y encendió un cigarro, –No puedo comprender cómo no fumas. Un cigarro no es sólo un placer, sino el mejor de los placeres. ¡Esto es vida! ¡Qué bien va aquí todo! ¡Así me gustaría vivir!

      –¿Quién te prohíbe hacerlo? –dijo, sonriendo, Levin.

      –¡Eres un hombre feliz! Tienes cuanto quieres: si quieres caballos, los tienes; si quieres perros, los tienes; si quieres caza, la tienes; si quieres fincas, las tienes.

      –Acaso soy feliz porque me contento con lo que tengo y no me aflijo por lo que me falta –dijo Levin pensando en Kitty.

      Esteban Arkadievich le comprendió. Miró a su amigo y no dijo nada.

      Levin agradecía a Oblonsky que no le hubiese hablado de los Scherbazky, comprendiendo que no deseaba que lo hiciese. Pero al presente Levin sentía ya impaciencia por saber lo que tanto le atormentaba, aunque no se atrevía a hablar de ello.

      –¿Y qué, cómo van tus asuntos? –preguntó Levin, comprendiendo que estaba mal por su parte hablar sólo de sí.

      Los ojos de su amigo brillaron de alegría.

      –Ya sé que tú no admites que se busquen panecillos cuando se tiene ya una ración de pan corriente y que lo consideras un delito; pero yo no comprendo la vida sin amor –respondió, interpretando a su modo la pregunta de Levin–. ¡Qué le vamos a hacer! Soy así. Esto perjudica poco a los demás y en cambio a mí me proporciona tanto placer…

      –¿Hay algo nuevo sobre eso? –preguntó Levin.

      –Hay, hay… ¿Conoces ese tipo de mujer de los cuadros de Osián? Esos tipos que se ven en sueños… Pues mujeres así existen en la vida. Y son terribles. La mujer, amigo mío, es un ser que por más que lo estudies te resulta siempre nuevo.

      –Entonces vale más no estudiarlo.

      –¡No! Un matemático ha dicho que el placer no está en descubrir la verdad, sino en el esfuerzo de buscarla.

      Levin escuchaba en silencio, y a pesar de todos sus esfuerzos, no podía comprender el espíritu de su amigo. Le era imposible entender sus sentimientos y el placer que experimentaba estudiando a aquella especie de mujeres.

      Capítulo 15

      El lugar indicado para la caza estaba algo más arriba del arroyo, no lejos de allí, en el bosquecillo de pequeños olmos.

      Al llegar, dejaron el coche y Levin condujo a Oblonsky a la extremidad de un claro pantanoso, cubierto de musgo, donde ya no había nieve. Él se instaló en otro extremo del claro, junto a un álamo blanco igual al de Oblonsky; apoyó la escopeta en una rama seca baja, se quitó el caftán, se ajustó el cinturón y comprobó que podía mover los brazos libremente.

      La vieja «Laska», que seguía todos sus pasos, se sentó frente a él con precaución y aguzó el oído. El sol se ponía tras el bosque grande. A la luz crepuscular, los álamos blancos diseminados entre los olmos se destacaban, nítidos, con sus botones prontos a florecer.

      En la espesura, donde aún había nieve, corría el agua con leve rumor formando caprichosos arroyuelos.

      Los pájaros gorjeaban saltando de vez en cuando de un árbol a otro. En los intervalos de silencio absoluto se sentía el ligero crujir de las hojas secas del año pasado, removidas por el deshielo y el crecer de las hierbas.

      –¡Qué hermoso es esto! Se siente y hasta se ve crecer la hierba –exclamó Levin, viendo una hoja de color pizarra moverse sobre la hierba nueva.

      Escuchaba y miraba ora la tierra mojada cubierta de musgos húmedos, ora a «Laska», atenta a todo rumor, ora el mar de copas de árboles desnudos que tenía delante, ora el cielo que, velado por las blancas vedijas de las nubecillas, se oscurecía lentamente.

      Un buitre batiendo las alas muy despacio volaba altísimo sobre el bosque lejano; otro buitre volaba en la misma dirección y desapareció. La algarabía de los pájaros en la espesura era cada vez más fuerte. Se oyó el grito de un búho. «Laska», avanzando con cautela con la cabeza ladeada, comenzó a escuchar con atención. Al otro lado del arroyo se sintió el cantar de un cuclillo. El canto se repitió dos veces, luego se apresuró y se hizo más confuso.

      –¡Ya tenemos ahí un cuclillo! –dijo Esteban Arkadievich saliendo de entre los arbustos.

      –Ya lo oigo –repuso Levin, enojado al sentir interrumpido el silencio y con una voz que a él mismo le sonó desagradable–. Ahora, pronto…

      Esteban Arkadievich desapareció de nuevo en la maleza y Levin no vio más que la llamita de un fósforo y la pequeña brasa de un cigarro con una voluta de humo azul.

      Chic–chic, sonaron los gatillos de la escopeta que Esteban Arkadievich levantaba en aquel momento.

      –¿Qué es eso? СКАЧАТЬ