Ana Karenina. Liev N. Tolstói
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Ana Karenina - Liev N. Tolstói страница 55

Название: Ana Karenina

Автор: Liev N. Tolstói

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782384230167

isbn:

СКАЧАТЬ y las conveniencias sociales; en segundo lugar le hablaré de la significación religiosa del matrimonio; en tercer término, si es necesario, le mencionaré la desgracia que puede atraer sobre su hijo; y en cuarto lugar le indicaré la posibilidad de su propia desgracia».

      Alexey Alejandrovich, intercalando los dedos de una mano con los de la otra y dando un tirón, hizo crujir las articulaciones.

      Este ademán, aquella mala costumbre de unir las manos y hacer crujir los dedos, le calmaba, le devolvía el dominio de sí mismo que tan necesario le era en momentos como los presentes.

      Próximo al portal, se sintió el ruido de un coche. Alexey Alejandrovich se detuvo en medio del salón.

      Se oyeron pasos femeninos subiendo la escalera. Ya preparado para su discurso, Alexey Alejandrovich se apretaba los dedos, probando para ver si crujían en algún punto, hasta que, en efecto, le crujió una articulación.

      Al percibir el ruido ya cercano de los ligeros pasos de Ana, Alexey Alejandrovich, aunque muy satisfecho del discurso que meditara, experimentó terror pensando en la explicación que le iba a dar a ella.

      Capítulo 9

      Ana entró con la cabeza inclinada y jugueteando con las borlas de su baslik .

      Su rostro resplandecía, pero no de felicidad; la luz que le iluminaba recordaba más bien el siniestro resplandor de un incendio en una noche oscura.

      Al ver a su marido, levantó la cabeza y sonrió, como despertando de un sueño.

      –¿No estás acostado aún? ¡Qué milagro!

      Se quitó la capucha y, sin volver la cabeza, se encaminó al tocador.

      –Es hora de acostarse, Alexey Alejandrovich; es tarde ya –dijo desde la puerta.

      –Tengo que hablarte, Ana.

      –¿Hablarme? –dijo ella extrañada.

      Y saliendo del tocador, le miró.

      –¿De qué se trata? –preguntó, sentándose–. Hablemos, si es preciso. Pero deberíamos irnos ya a dormir.

      Ana decía lo primero que le venía a los labios y ella misma se extrañaba, al escucharse, de oírse mentir con tanta familiaridad, de comprobar lo sencillas y naturales que parecían sus palabras y de la espontaneidad que aparentemente existía en el deseo que expresara de dormir.

      Se sentía revestida de una impenetrable coraza de falsedad y le parecía que una fuerza invisible la sostenía y ayudaba.

      –Debo advertirte, Ana…

      –¿Advertirme qué?

      Le miraba con tanta naturalidad, con una expresión tan jovial, que quien no la hubiera conocido como su esposo no habría podido observar fingimiento alguno, ni en el sonido ni en la expresión de sus palabras.

      Pero él la conocía, sabía que cuando se iba a dormir cinco minutos más tarde que de costumbre, Ana reparaba en ello y le preguntaba la causa. No ignoraba tampoco que su esposa le contaba siempre sus penas y sus alegrías. Por eso, el hecho de que esta noche no quisiera reparar en su estado de ánimo, ni contarle era para él altamente significativo. Comprendía que la profundidad de aquella alma, antes abierta siempre para él, se había cerrado de repente.

      Observaba, por otra parte, que ella no se sentía molesta ni cohibida ante aquel hecho, antes lo manifestaba abiertamente, como si su alma debiera estar cerrada y fuese conveniente que ello ocurriera y debiera seguir ocurriendo en lo sucesivo. Y él experimentaba la impresión de un hombre que, regresando a su casa, se encontrase con la puerta cerrada.

      «Quizá encontremos todavía la llave», pensaba Alexey Alejandrovich.

      –Quiero advertirte, Ana –le dijo en voz baja– que con tu imprudencia y ligereza puedes dar motivo a que la gente murmure de ti. Tu conversación de hoy con el príncipe Vronsky (pronunció este nombre lentamente y con firmeza) fue tan indiscreta que llamó la atención general.

      Y mientras hablaba miraba a Ana, a los ojos, y los ojos de su esposa le parecían ahora terribles por lo impenetrables, y comprendía la inutilidad de sus palabras.

      –Siempre serás el mismo –respondió ella, fingiendo no comprender sino las últimas palabras de su marido–. Unas veces te agrada que esté alegre, otras te molesta que lo esté… Hoy no estaba aburrida. ¿Acaso te ofende eso?

      Alexey Alejandrovich se estremeció y se apretó las manos intentando hacer crujir las articulaciones.

      –¡Por favor, no hagas eso con los dedos! Ya sabes que me desagrada.

      –Ana, ¿eres tú? –le preguntó Alexey Alejandrovich en voz baja; esforzándose suavemente en dominarse y contener el movimiento de sus manos.

      –Pero, en fin, ¿qué significa todo eso? –dijo ella con sorpresa a la vez cómica y sincera–. Habla, ¿qué quieres?

      Alexey Alejandrovich calló. Se pasó la mano por la frente y los ojos. En lugar de por el motivo por el que se proponía advertir a su mujer de su falta a los ojos del mundo, se sentía inquieto precisamente por lo que se refería a la conciencia de ella y le parecía como si se estrellara contra un muro erigido por él.

      –Lo que quiero decirte es esto –continuó, imperturbable y frío–, y ahora te ruego que me escuches. Como sabes, opino que los celos son un sentimiento ofensivo y humillante y jamás me permitiré dejarme llevar de ese sentimiento. Pero existen ciertas leyes, ciertas conveniencias, que no se pueden rebasar impunemente.

      Hoy, y a juzgar por la impresión que has producido –no fui yo solo en advertirlo, fue todo el mundo–, no te comportaste como debías.

      –No comprendo absolutamente nada –contestó Ana encogiéndose de hombros.

      «A él le tiene sin cuidado» , se decía. «Pero lo que le inquieta es que la gente lo haya notado.»

      Y añadió en voz alta:

      –Me parece que no estás bien, Alexey Alejandrovich.

      Y se levantó como para salir de la habitación, mas él se adelantó, proponiéndose, al parecer, detenerla.

      El rostro de Alexis Alejandrovich era severo y de una fealdad como Ana no recordaba haberle visto nunca.

      Ella se detuvo y, echando la cabeza hacia atrás, comenzó a quitarse, con mano ligera, las horquillas.

      –Muy bien, ya dirás lo que quieres –dijo tranquilamente, en tono irónico–. Incluso te escucho con interés, porque deseo saber de qué se trata.

      Al hablar, ella misma se sorprendía del tono tranquilo y natural con que brotaban de sus labios las palabras.

      –No tengo derecho, y considero incluso inútil y perjudicial el entrar en pormenores sobre tus sentimientos –comenzó Alexey Alejandrovich–. A veces, removiendo en el fondo del alma sacamos a flote lo que pudiera muy bien haber continuado allí. Tus sentimientos son cosa de tu conciencia; pero ante ti, ante mí y ante Dios tengo la obligación de indicarte tus deberes. СКАЧАТЬ