Cafés con el diablo. Vicente Romero
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Название: Cafés con el diablo

Автор: Vicente Romero

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Investigación

isbn: 9788416842735

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СКАЧАТЬ las fanfarrias de un desfile militar, fuimos devueltos al exterior para ser trasladados a bordo de una camioneta. Minutos después ingresamos en Cuatro Álamos, caminando bajo las miradas de guardas apostados en torretas de vigilancia, a través de un corredor formado por planchas de cemento prefabricadas coronadas por un rollo de alambre de púas. Lo primero que me sorprendió fue el reducido tamaño de las instalaciones, más propio de una comisaría de provincias que de un centro operativo de la todopoderosa DINA. En esencia, se trataba de un pasillo en cuyos lados se alineaban dos despachos de unos doce metros cuadrados; una salita para guardias, dotada de un televisor; una docena de pequeñas celdas y otra de mayores dimensiones, así como un retrete para empleados y otro para presos. El sótano, que no pudimos ver, se utilizaba como cámara de torturas y mazmorra de castigo, por sus condiciones de aislamiento, oscuridad y humedad. Los funcionarios del terror lo denominaban, con siniestro sentido del humor, «el Terminal pesquero» por el olor de quienes pasaban largo tiempo allí sin poder lavarse.

      Los guardianes –un grupo de jóvenes semianalfabetos– me informaron de las obligaciones básicas de los reclusos: barrer, limpiar exhaustivamente todo, incluso abrillantar con bayetas las baldosas del suelo; ir al retrete cada tres horas, siempre bajo vigilancia para evitar encuentros con otros reclusos; sobre todo, mantenerse en pie todo el día. Comprobaban que así fuera, abriendo inesperadamente las mirillas de las celdas. «Sentarse o tumbarse está castigado –me advirtieron–, pero no se preocupe, señor. Si lo vemos descansando, no diremos nada, porque no somos mala gente.» Al menos no lo parecían. Fueron corteses e incluso nos proporcionaron lectura para entretenernos: una novela de Los Vengadores y la Biblia. Uno de ellos me trajo noticias de Lorna y acabaría sirviéndonos de correo para que intercambiásemos unas palabras de amor. Ella las escribió en un papel con la cabeza de una cerilla y yo las grabé en un tubo de dentífrico.

      Era fin de semana, algo sagrado para los burócratas de todo el mundo. Así que los interrogadores se olvidaron de nosotros hasta el lunes, concediéndonos un par de días de descanso a pensión completa. Eso sí, ya entrada la noche nos visitó un médico que no nos examinó y confesó carecer de una simple aspirina. La dieta tampoco resultó satisfactoria: una rebanada de pan y un cuenco de leche recalentada para desayunar, y guisotes a base de arroz, fideos y patatas en las comidas. Lorna –que ya había demostrado ser una mujer valerosa y firme en situaciones difíciles durante las guerras de Vietnam, Camboya o Angola, y bajo los fascismos de Sudáfrica y Argentina– se negó a probar bocado. Preocupados por encontrarse ante el inicio de una huelga de hambre, los agentes de la DINA se ofrecieron a comprar los alimentos que prefiriese, con el dinero que nos habían incautado. Que éramos unos reos privilegiados volvió a quedar patente cuando nos trajeron los objetos de aseo personal que habíamos dejado en el hotel. Pero no supe si agradecerlo o preocuparme, ya que la recogida de nuestras pertenencias significaba que podíamos desaparecer sin dejar huellas, como tantos otros inquilinos de Cuatro Álamos.

      Mediada la tarde del lunes, nos interrogaron por separado en uno de los despachos policiales. Se encargaron de hacerlo dos oficiales, acompañados por cuatro hombres silenciosos, que miraban y escuchaban como becarios aplicados. Su jefe, un tipo de tez pálida y ademanes nerviosos, entraba y salía de la habitación dándoles instrucciones en voz muy baja. Nunca supe su nombre, pero su aspecto y su comportamiento coincidían con las descripciones que varios sobrevivientes habían hecho de Orlando Manzo Durán, un teniente de Gendarmería retirado que Contreras había recuperado para ponerlo al frente de Cuatro Álamos. Los prisioneros le apodaban Carapálida, y los guardias se referían a él con el nombre en clave de Lucero. Su crueldad quedó sobradamente acreditada, y se le atribuyen numerosas desapariciones, incluida la de uno de los agentes a sus órdenes, Carlos Carrasco Matus, alias Mauro, acusado de ser demasiado condescendiente con los enemigos del régimen.

      Lógicamente, se interesaron por la visita que habíamos efectuado a la Vicaría de la Solidaridad, convertida en principal fuente de denuncias contra la represión, y por las escasas gestiones periodísticas que nos había dado tiempo de hacer antes de caer detenidos. Pero las cuestiones que me parecieron más relevantes fueron las que rozaban el sinsentido, porque evidenciaban lo desnortados que andaban los agentes de la temida Brigada Rauten, que, sin el terror y la tortura, no eran seres diabólicos sino oscuros policías mediocres: «¿Qué piensa sobre el Rey de España?, ¿Le gusta Cuba?, ¿Cree en Dios?, ¿Cuántos países socialistas ha visitado?»... El absurdo absoluto lo alcanzaron al preguntarme por qué todos mis calcetines eran de color negro. Asumieron mis contestaciones sin inmutarse. Con Lorna, sin embargo, se enfadaron cuando le pidieron su opinión sobre Chile y respondió: «Las montañas que se ven desde mi celda son muy hermosas».

      «Parece usted muy seguro de que va a salir de aquí», me había dicho el jefe de Cuatro Álamos. Pero no acertó a ocultar la orden de expulsión de Chile que descansaba sobre su mesa. Yo sabía que estaba prevista la inmediata llegada del ministro español de Defensa, para negociar una operación de venta de armas. Y tener encarcelado a un periodista podría incomodar a un Gobierno democrático que estaba siendo criticado por sus negocios con la dictadura de Pinochet.

      Recuerdos de amor y sueños entre torturas

      Un antiguo campo de confinamiento de prisioneros políticos no parece el lugar más adecuado para dar un paseo hablando de amor y nostalgias de juventud, aunque se hubiera transformado en un apacible «parque de la memoria». ¿O sí? Eso fue precisamente lo que hicieron Nubia Becker y Osvaldo Torres el día que los conocí en Villa Grimaldi, donde se perdió el rastro del mayor número de desaparecidos del régimen militar chileno. Pero el más siniestro de los centros operativos de la DINA estaba íntimamente unido a los sentimientos personales y los anhelos sociales de ambos, presos sobrevivientes del terrorismo de Estado. Porque Nubia y Osvaldo –ambos militantes СКАЧАТЬ