Название: Viaje al centro de la Tierra
Автор: Julio Verne
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782384230020
isbn:
¡Qué deliciosos paseos habría dado con mi bella curlandesa por los muelles de aquel puerto, donde dormían tranquilos navíos y fragatas bajo sus rojas techumbres, junto a las verdes orillas del estrecho, en medio de las espesas sombras entre las cuales se oculta la ciudadela, cuyos cañones asoman sus negras bocas a través de las ramas de los saúcos y sauces!
Pero. ¡ay, qué lejos estaba mi Graüben! Y ni aun esperanzas tenía de volver a verla jamás.
Sin embargo, aunque ninguno de estos deliciosos parajes llamaron la atención de mi tío, causóle viva impresión la vista de un campanario que se erguía en la isla de Amak, que forma parte del barrio SO de Copenharue.
Marchamos por orden suya en dirección hacia él, nos embarcamos en un vaporcito que transportaba pasajeros a través de los canales, y, algunos momentos después, atracarnos al muelle de Dock-Yard.
Después de atravesar algunas calles estrechas en donde los galeotes, con pantalones amarillos y grises por partes iguales, trabajaban bajo la amenaza de la vara de los sota cómitres llegamos delante de Vor-Frelsers-Kirk. Esta iglesia no ofrecía nada notable: pero su campanario había llamado la atención del profesor porque, a partir de su base, una escalera exterior subía dando vueltas alrededor de su cuerpo central, desarrollándose sus espirales al aire libre.
-Subamos -dijo mi tío.
-¿No nos acometerá el vértigo? -repliqué.
-Razón de más; es preciso que nos habituemos a él.
-Sin embargo…
-Vamos, no perdamos tiempo insistió el profesor con ademán imperioso.
Tuve que obedecer. Un guardia, que permanecía apostado en el otro lado de la calle, nos dio una llave y comenzó la ascensión.
Mi tío me precedía con paso lento. Yo le seguía no sin cierto terror, porque se me solía ir la cabeza con facilidad deplorable. No me hallaba dotado del aplomo de las águilas ni de la insensibilidad de sus nervios.
Mientras marchamos por la hélice interior que formaba la escalera, todo fue bien; pero después de haber subido ciento cincuenta peldaños, el aire me golpeó la cara: habíamos llegado a la plataforma del campanario donde comenzaba la escalera aérea, que no tenía más resguardo que una frágil barandilla, y cuyos escalonas cada vez más estrechos, parecían subir hasta lo infinito.
-¡Me es imposible subir! —exclamé medio aterrado.
-Pero, ¿tan cobarde eres? ¡Sube inmediatamente!- me azuzó el cruel profesor.
No tuve más remedio que seguirle, agarrándome a la barandilla con ansia. El viento me atolondraba; sentía el campanario oscilar bajo sus ráfagas; las piernas me flaqueaban; no tardé en subir de rodillas y acabé por trepar arrastrándome y con los ojos cerrados; el vértigo de las alturas se había apoderado de mí.
Por fin, con la ayuda de mi tío, que tiraba de mí, asiéndome por el cuello de la chaqueta, llegué cerca de la cúpula.
-Mira -me dijo mi verdugo-, y fíjate bien en todo; es preciso aprender a contemplar el abismo sin la menor emoción.
Entonces abrí los ojos y vi las casas como aplastadas por efecto de una terrible caída. en medio de la niebla producida por los humos de las chimeneas. Por encima de mi cabeza pasaban desgarradas las nubes. y, por una ilusión óptica que invertía los movimientos. parecían inmóviles, en tanto que el campanario, la cúpula y yo éramos arrastrados con una velocidad vertiginosa. A lo lejos, se extendía por un lado la campiña, tapizada de verdura y brillaba, por el otro, el azulado mar bajo un haz de rayos luminosos. El Sund se descubría por la punta de Elsenor surcado por algunas velas blancas, que semejaban gaviotas, y entre las brumas del Este se vislumbraban apenas las ondulantes costas de Suecia. Toda esta inmensidad era un torbellino confuso ante mis ojos.
Esto no obstante, tuve que ponerme de pie y pasear en derredor la mirada. Mi primera lección de vértigo duró una hora. Cuando, al fin, me permitieron bajar y sentar mis pies en el sólido piso de las calles, estaba desfallecido.
-Mañana repetiremos la prueba-me dijo el profesor.
Y en efecto, durante cinco días tuve que repetir tan vertiginoso ejercicio. y, de grado o por fuerza. hice sensibles progresos en el arte de las altas contemplaciones.
Capítulo 9
Llegó el día de la marcha. La víspera, el señor Thomson, con su amabilidad acostumbrada, nos había llevado cartas de recomendación muy eficaces para el conde Trampe, gobernador de Islandia, el señor Pictursson. coadjutor del obispo, y el señor Finsen, alcalde de Reykiavik. En prueba de gratitud, mi tío le prodigó fuertes apretones de manos con el mayor entusiasmo.
El día 2, a las seis de la mañana, nuestros inestimables equipajes se ubicaban ya a bordo de la Valkyria. El capitán nos condujo a unos camarotes exageradamente pequeños, instalados bajo una especie de puente.
-¿Tenemos buen viento? -preguntó mi tío.
-Inmejorable -respondió el capitán Biarna-. Brisa fresca del Sudeste. Vamos a salir del Sund con todo el aparejo largo y el viento entre el través y la aleta.
Algunos instantes después, largó al velacho, el juanete, los foques y la cangreja, y, después de largar las amarras, orientó convenientemente el aparejo y penetró a toda vela en el estrecho. Una hora más tarde, la capital de Dinamarca parecía sumergirse en las lejanas olas, y la Valkiria rozaba casi la costa de Elsenor. Efecto de la disposición en que se encontraban mis nervios, creía ver la sombra de Hamlet errar sobre el legendario terrado.
-¡Oh sublime insensato! -pensaba yo-; ¡tú aprobarías sin duda nuestra empresa! ¡Tú nos seguirías tal vez ganoso de encontrar en el centro de la tierra una solución a tu duda sempiterna!
Mas nada descubrí sobre las antiguas murallas; el castillo es, además, mucho más moderno que el heroico príncipe de Dinamarca. Sirve en la actualidad de suntuoso alojamiento al portero de este estrecho del Sund, por el que pasan cada año quince mil buques de todas las naciones.
El castillo de Krongborg no tardó en desaparecer entre la bruma, así como la torre de Helsinborg, que se eleva en la costa sueca, y la goleta se inclinaba ligeramente, impedida por las brisas del Cattegat.
La Valkvria era un velero, y con esta clase de barcos nunca puede predecirse lo que va a durar el viaje. Conducía a Reykiavik carbón, utensilios de cocina, loza, vestidos da lana y un cargamento de trigo; e iba tripulada por cinco lobos de mar, todos ellos daneses, que bastaban para maniobrar su aparejo.
-¿Cuánto durará la travesía?-preguntó mi tío al capitán.
-Diez días, poco más o menos -respondió este último-, si a la altura de las Feroe no arrecia al Noroeste.
-Pero, ¿suele usted experimentar retrasos considerables?
-No, señor Lidertbrock; no pase ningún cuidado, ya llegaremos.
СКАЧАТЬ