Un pacto con el placer. Nazario
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Название: Un pacto con el placer

Автор: Nazario

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Rey de bastos

isbn: 9788418292514

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СКАЧАТЬ Quintero que eran seleccionados para ser representados en función de los personajes que intervenían y la disponibilidad de una reducida lista de actores, compuesta por gente joven del pueblo. Miguelito el Carpintero era una de las personas más activas e imprescindibles, no tan solo como actor por su capacidad de memorización, sino por su trabajo como tramoyista. Paquita Hierro era otra de las personas esenciales. Natural de Huelva, era una mujer hierática, elegante y educada, con unos ojos verdes espectaculares, metálicos que recordaban los ojos de las serpientes. Se había casado con un terrateniente del pueblo y no habían tenido hijos. Ella decidía la música de las funciones y, junto con las jóvenes que componían el elenco, diseñaba y confeccionaba el vestuario.

      Aparte de los cortijos y las extensas propiedades de los Porres, los Osborne o los Gamero Cívicos, el extenso término de Castilleja incluía cortijos como El Carrascalejo, propiedad de algún descendiente del famoso torero El Algabeño o Chichina, allá por las ruinas romanas de Tejada, que habían comprado dos señores llamados Germán y Salvador que vivían en Madrid y que, a veces, aparecían por el pueblo con un halo de misterio similar al que rodeaba la figura de «la Trini».

      Los detalles de ser los dueños dos hombres mayores y solteros y el que dijeran que vivían juntos en Madrid, no pasaban desapercibidos a mis oídos que, cuando oía hablar de ellos, prestaba atención muerto de curiosidad como cuando oía hablar de Pepito Calero.

      A todo este puñado de caciques les seguía, escalonadamente, una lista de terratenientes del pueblo en mayor o menor grado hasta llegar a pequeños pelantrines, como mi padre, con pequeñas parcelas de tierra de secano o de olivos, distribuidas por varios lugares del término municipal, que ellos mismos labraban. El resto de hombres del pueblo eran asalariados que trabajaban para todos ellos. A veces mi padre, una vez había labrado sus tierras, trabajaba en el campo de tito Hilario, pero en tiempo de la recolección de la aceituna o el algodón, contrataba a jornaleros.

      Los alrededores

      Bordeando la iglesia, subía una calle que terminaba en la carretera de Carrión. Un camino a la izquierda rodeaba toda la parte más alta del pueblo teniendo, a un lado, las tapias o las cercas de los empinados corrales de las casas y, al otro, continuaba el cerro de los Silos (de los Siglos para los vecinos del pueblo), hasta terminar en la cúspide coronada por un pozo. Frente al camino, al otro lado de la carretera, se alzaba el «Barraero», un enorme anfiteatro semicircular, de altas paredes de barro amarillo cortadas a pico, de veinte o treinta metros de altura. Al fondo de la oquedad se veía una pequeña y oscura choza que parecía amenazada con ser engullida. Desde la carretera, en medio del barro, un camino tortuoso llevaba hasta la choza. Allí vivía Fermín con su madre Laura, mujer enigmática a la que se le adjudicaban varios «maridos», el último, que vivía allí con ellos, se llamaba Pablo y rasgueaba la guitarra que sonaba lamentablemente retumbando en medio de aquella especie de foso.

      La choza de bajos muros de barro pintados de cal con una entrada estrecha tenía una cubierta inclinada de paja y ramas renegridas. Cualquiera que se acercara a la casa se enfrentaba, desde el comienzo del camino, a los insistentes ladridos de un perro. Había en aquella familia algo extraño, ajeno al pueblo, como los campamentos de gitanos o de refugiados que se ven en las afueras de algunas ciudades.

      Los campos de los alrededores del pueblo habían sido engullidos, centímetro a centímetro, por el voraz fuego de los hornos de las fábricas de ladrillos de Castilleja o Carrión. La tierra parecía ser excelente para la fabricación de unos ladrillos de color ocre amarillento. Junto al cementerio había otro gran yacimiento de barro que, en aquella época, apenas se explotaba y tenía unos altos barrancos que por algunas zonas bajaban con pendientes levemente inclinadas. Los niños convertíamos estas laderas en vertiginosos y accidentados toboganes que eran la pesadilla de nuestras madres. Tras mearnos varios niños en lo alto, el barro se convertía en una rampa resbaladiza por la que nos deslizábamos, uno tras otros, los más atrevidos y los que menos temíamos las riñas y guantazos de nuestras madres cuando veían los culos de los pantalones destrozados.

      Las aguas de las lluvias bajaban de lo alto del cerro de los Silos corriendo hacia Carrión, por un lado y desparramándose por toda Castilleja por el otro. El agua se encauzaba por tres torrenteras que apenas llegarían a perderse en el lejano arroyo que discurre por la campiña, casi siempre seco, señalizado a trozos por raquíticas arboledas.

      La torrentera del lado de Huelva bordeaba el pueblo por detrás del corral del Palacio hasta llegar a la carretera, pasando bajo ella por la alcantarilla de la Dura, en donde daba comienzo la cuesta de la Dura, pequeño repecho tras el que comenzaban las tierras del condado de Huelva, una vez pasadas las vías del tren y la vereda de la Carne. La torrentera terminaba en una explanada en donde estaba el campo de futbol junto a un gran manantial que llamaban «el Pozo Aguado» que surtió de agua durante mucho tiempo a todo el pueblo.

      Antes de llegar a la alcantarilla, en un lugar llamado el Cerrete, había otras dos o tres chozas, similares a la de Fermín, en la que vivían algunas familias. Una noche ardió una choza, ocasión que permitió a Miguelito dar una exhibición de lo que debía ser «tocar las campanas a rebato», mientras la gente con cubos de agua intentaba apagar el fuego con cubos de agua. Por allí decían que estaba la Venta, donde vivía la amante de mi abuelo Nazario.

      Justo al lado, un señor llamado Lombardo, que venía de Jaén, levantó una inmensa, negruzca y humeante fábrica de ladrillos que haría la competencia a la fábrica de Carrión. Este ingenio insaciable socavaría los alrededores del pueblo convirtiéndolos en enormes agujeros como si los hubieran provocado intensos bombardeos.

      La torrentera central bajaba canalizada por la cuesta del Palacio y continuaba por un profundo regajo que zigzagueaba, abriéndose camino hasta llegar a la carretera general que atravesaba bajo la enorme alcantarilla de la Mora. A aquel regajo desaguaba, por tuberías bajo tierra, el alpechín procedente del molino de la marquesa. Lo llamaban el Chorrito y en la época del prensado del aceite, se veía salir por el agujero un líquido marrón rojizo. La otra torrentera bajaba por el estrecho callejón empedrado que, separando varios corrales (entre ellos el corral del Primales en donde guardaba las cabras), desembocaba casi frente a la puerta del casino de Lucas bifurcándose allí y, tras rodear el bar por calles de gran desnivel, volvían a reunirse terminando por desaguar en otro regajo que había junto a la casa de la Moca, última casa del callejón de la Horca, al comienzo del camino del cementerio.

      En el pueblo habían dos «yacimientos» de plantas autóctonas: el poleo y el orozuz. El poleo era una planta en la que nadie reparaba ni sabía para qué podía servir. Era como la yerbabuena, pero de olor más dulce y suave que se arrastraba por el suelo tapizando las torrenteras del Cerrete. Unos hombres aparecieron un día con un camión y comenzaron a cortarlo y a llevárselo. Se dijo que con él hacían aceites para perfumes. En poco tiempo no dejaron rastro de él.

      La otra planta de crecimiento espontáneo era el orozuz que se extendía por el llamado cerro de la Erilla, junto al camino del cementerio. Esta planta de hojas pegajosas y largas raíces, que llaman regaliz o paloduz, era curiosa porque proliferaba en un terreno concreto y, unos metros más lejos, desaparecía sin que se pudiera encontrar rastro de ella por ningún sitio. En una determinada época, algunos niños, armados de escardillos, marchábamos en grupos a la Erilla para arrancarlas y conseguir el preciado orozuz. Excavábamos hoyos alrededor de la mata y, tirando con fuerza de ella, íbamos desenterrando las largas raíces que se extendían paralelas a la superficie. Volvíamos al pueblo orgullosos con la cosecha de trofeos que luego limpiábamos de tierra y cortábamos en trozos del tamaño de cigarrillos. El trabajo se hacía en equipo y mientras uno cavaba, otro tiraba. En una ocasión este trabajo se descoordinó y Elías me propinó un tremendo golpe en la cabeza con el escardillo cuando intentaba tirar de la raíz. Conservo una pequeña calva, justo en la coronilla, como recuerdo.

      Al estar el pueblo en la falda de un cerro y СКАЧАТЬ