Un pacto con el placer. Nazario
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Название: Un pacto con el placer

Автор: Nazario

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Rey de bastos

isbn: 9788418292514

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СКАЧАТЬ «el Burra» —fotógrafo oficial de bodas y bautizos, procesiones, primeras comuniones y cualquier otro acontecimiento importante que tuvieran lugar, desde hacía años, en ambos pueblos–, eligió aquella avenida de palmeras, junto al arriate blanco, para hacerme la foto vestido de primera comunión.

      Posiblemente fuéramos a Carrión a buscarlo para que me hiciera la foto y nos lo encontramos en el camino. Rápidamente decidió que allí estaba el «marco incomparable» para posar con mi traje blanco. Me introdujo en el paseo de entrada del huerto y me colocó al sol, junto al arriate encalado. ¡El retrato, además de torcido, resultaba de una calidad infame! Los detalles de la banda con el cáliz dibujado, la pajarita del cuello, el cordón con la cruz y la vela rizada, todo, todo, aparecía totalmente quemado, confundido con la blancura de la cal del arriate. Por el contrario la cabeza quedaba en la sombra semioculta por la penumbra de la oscuridad de los arbustos del fondo. Al querer realzar la luz de la cara, la zona soleada había quedado totalmente blanca, apenas sin que se pudiera percibir detalle alguno.

      Contaban, con aires de chiste, que en una ocasión en que un cliente se había quejado de que, en la foto que le había hecho a su hijo, no lo había sacado nada favorecido, el Burra, con gran desparpajo y sinvergonzonería, le había contestado: «¡Cómo quieres que lo que tú no has podido hacer con la polla, pueda hacerlo yo con una máquina!».

      La historia de mi primera comunión fue un poco triste y humillante. Fue como una primera comunión de película de posguerra ideada por Azcona. Aparte de este infame recuerdo fotográfico y de haberme visto obligado por el cura, con una vergüenza tremenda, a leer un texto plagado de lamentaciones por nuestro incesante empeño en pecar y no ser lo suficientemente buenos como para recibir aquel regalo eucarístico, estuvo la historia de hacer mi primera comunión con un traje prestado.

      Isabelita era una prima segunda de mi madre que confeccionaba ropa de hombre y hacía diversos arreglos de costura en su casa o en casa de los clientes. Había sido víctima de una poliomielitis infantil que le había dejado una pierna más corta que la otra. Una bota ortopédica, que tenía una plataforma de casi un palmo de alto, intentaba suplir la desigualdad haciéndola andar de forma que se desplomaba hacia un lado a cada paso. Mi hermano y yo nos reíamos de su forma de andar imitándola caminando con un pie en la calle y el otro en el escalón de la acera. Como era muy pequeña y menuda, este defecto resultaba más acusado en ella que en Danilo, un músico amigo de mi tío que tocaba el clarinete y que, al ser más alto, la gran plataforma y el desplome no se le notaban tanto.

      La prima Isabelita usaba unas gafas de carey para coser y miraba por encima de ellas cuando hablaba con alguien; nunca tuvo novio y vivía con su hermana, la prima Enriqueta, su marido y sus hijos. Venía a casa de vez en cuando y se quedaba unos días para hacernos ropa. Mi hermano dormía en mi cama y ella dormía en la cama de mi hermano.

      Cuando se quitaba los zapatos para acostarse, yo miraba de reojo, muerto de curiosidad, por ver si la pierna más corta era igual que la otra o si escondía algún misterio en aquella bota de altura tan tremenda.

      Las visitas de mis tías eran festejadas, pero las de ella eran consideradas como una gran contrariedad para mi hermano y para mí. Al margen de la incomodidad de tener que dormir juntos, teníamos que soportar el martirio que suponía estarnos quietos para que nos tomara las medidas y para hacernos las pruebas con la ropa hilvanada: los «Estate quieto y date la vuelta»; los «Quítatelo y espera un poco que voy a encogerle de aquí» y los «No te vayas muy lejos que tengo que probarte otra vez», constituían todo un suplicio y mi hermano, a veces, lloraba de impaciencia y sofoco.

      Ella le diría a mi madre lo que costaría un traje de primera comunión y mi madre pensaría que, para usarlo solo un día, aquel gasto supondría un lujo innecesario. La prima le sugeriría a mi madre que le pidiera prestado a una mujer de Carrión el traje que le había hecho el año anterior, al niño que era más o menos de mi misma altura. Total, casi todos los trajes eran parecidos y, además, como el otro niño era de otro pueblo, nadie se iba a dar cuenta, debió decirle mi prima, o pudo pensar mi madre. Y como la madre del niño no puso ninguna objeción, hice mi primera comunión con aquel traje prestado. No creo que protestara. A cualquier otro niño tal vez le hubiera dado igual, pero yo, con mi orgullo y mi vanidad heridos, lo sufrí como una gran humillación.

      Los atractivos del pueblo vecino

      Durante nuestra infancia, tanto para mí como para mi hermano, Carrión siempre fue una alternativa a mi pueblo y una especie de válvula de escape, una forma de evadirse del férreo control de nuestra madre y de las escasas distracciones que había en nuestra casa. En el fondo, la casa de mis abuelos fue como una guardería donde mis padres nos dejaban mientras duraban las faenas del campo en las que ambos participaban y, a veces, pagaban a una de mis tías para que les ayudara. La recolección de la aceituna o del algodón requería más trabajadores.

      En Castilleja, las diversiones para los adolescentes eran escasas. Los domingos la diversión consistía en pasear unos kilómetros por la carretera general con grupos de amigos y amigas de la misma edad bajo la sombra de las numerosas moreras que la bordeaban, o sentarnos en el bar La Granja a charlar y tomar un refresco. Un año decidieron talar todas las viejas moreras con la explicación de que eran peligrosas para la circulación. También prohibieron pasear por el asfalto por el peligro que podían correr los viandantes. Mirar la televisión en el bar La Granja, en el casino de Lucas o ir al cine, cuando proyectaban películas en algún corral o alguna bodega que el dueño del proyector había acordado con sus propietarios, era otra de las pocas opciones para pasar los domingos.

      En Carrión, en cambio, había bares con futbolín y billar, un cine de invierno y otro de verano y, sobre todo, había paseos en donde poder reunirse con amigos y amigas; una estación de ferrocarril; numerosas y variadas fiestas y más posibilidades para poder encontrar novia.

      La estación del tren, en las afueras, era un bello edificio de ladrillo rojo, de estilo neomudéjar. Siempre me sentía impresionado por las máquinas humeantes que resoplaban, que pitaban y aullaban por las noches, por las enormes ruedas y por el movimiento de las bielas.

      En el pueblo había una plaza amplia, alargada, limitada por una calle en un lado y una amplia escalinata, que bajaba a otra calle, en el extremo opuesto. A ambos lados había varios bares que tenían mesas en sus puertas que bordeaban el paseo. Desde ellas la gente observaba a los que paseaban. También estaba, en la plaza, el Ayuntamiento, el cine y una enorme pared con un torreón de algún antiguo molino. A partir de cierta hora, la gente joven tenía por costumbre dar paseos de un lado a otro de la plaza. En grupos de dos o tres chicos o chicas, recorríamos la plaza, y cuando llegábamos al final, dábamos media vuelta y volvíamos a repetir el recorrido, incansablemente, durante horas. Nos acercábamos al grupo de amigas y, colocándonos a ambos extremos, las acompañábamos en las vueltas y revueltas. No disponíamos de dinero para sentarnos en una mesa y, si disponíamos de algún dinero, preferíamos meternos en el cine. Hablábamos y nos reíamos y la gente se insinuaba y maduraban las relaciones hasta que se declaraban y se hacían novios y ya todo el pueblo hablaba de ello: un castillejino ha pretendido a la hija de M; Z está saliendo con P; un pileño va detrás de F o, N ha roto con Y.

      Así la plaza generaba infinidad de comentarios como todas las plazas de todos los pueblos y ciudades de provincias. Los jóvenes de Castilleja íbamos a Carrión casi todas las tardes y volvíamos por la noche. Unos iban a ver a las novias, otros iban al cine y otros íbamos a pasear y a charlar con los amigos y amigas. Tanto durante el día como por la noche, en la carretera que unía Castilleja y Carrión, siempre se encontraban grupos de gente que iba o venía.

      Y además Carrión era un pueblo que casi siempre estaba en fiestas. La existencia de dos hermandades rivales, cada una con su respectiva imagen de la virgen, convertían el pueblo en un nido de enemistades y rencores, de envidias y contiendas. Cuando no eran СКАЧАТЬ