Obras selectas de Iván Turguénev. Iván Turguénev
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Читать онлайн книгу Obras selectas de Iván Turguénev - Iván Turguénev страница 26

Название: Obras selectas de Iván Turguénev

Автор: Iván Turguénev

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4064066442316

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СКАЧАТЬ más fuerte que el temor, me hizo permanecer donde estaba. Empecé a observar, haciendo esfuerzos por oír alguna palabra. Parecía que mi padre insistía en algo. Zenaida se negaba. Como si fuese ahora, veo su rostro triste, serio, bello y con un sello de lealtad, melancolía y amor, imposible de ser descrito... Y también de desesperación. No puedo encontrar otra palabra. Pronunciaba palabras monosilábicas, sin levantar la vista y sólo sonreía, sumisa y obstinada. Sólo por esa sonrisa reconocí a mi Zenaida de otros tiempos. Mi padre movió los hombros y se puso bien el sombrero, lo cual era en él una señal de que empezaba a perder la paciencia... Luego pude oír unas palabras. « Vous devez vous séparer de cette…» Zenaida se levantó y tendió la mano... De repente, algo insólito ocurrió ante mis ojos: mi padre levantó el látigo con el que estaba sacudiéndose el polvo de los faldones de su chaqueta y se oyó un golpe seco que cayó sobre la mano descubierta hasta el codo. Me costó trabajo contener el grito. Zenaida se estremeció, miró silenciosa a mi padre y, levantando lentamente su mano hacia sus labios, besó la cicatriz roja. Mi padre tiró el látigo, subió veloz las gradas del pequeño porche y entró en la casa... Zenaida dio la vuelta y, extendiendo las manos, inclinó la cabeza hacia atrás y también se apartó de la ventana.

      Encogido por el susto, con el horror de lo incomprensible en el corazón, corrí hacia atrás y, después de haber retrocedido por la callejuela y de haber dejado a Eléctrico detrás de mí, me volví a la orilla del río. No podía comprender nada. Sabía que mi padre, aunque frío y dueño de sí mismo, a veces se dejaba llevar por arrebatos de furor. A pesar de esto no podía entender qué es lo que había visto...Pero en ese mismo instante comprendí que viviese lo que viviese me sería imposible olvidar, durante toda la eternidad, el movimiento, la mirada y la sonrisa de Zenaida. Comprendí que su imagen, esa imagen nueva que súbitamente se me había aparecido, quedaría grabada para siempre en mi memoria. Miraba estúpidamente al río y no me daba cuenta de que las lágrimas se me estaban cayendo. «La están pegando- pensaba-, pegando... pegando...»

      -¿Qué te pasa? ¡Dame el caballo!- oí detrás de mí la voz de mi padre.

      Le di automáticamente las riendas. Montó sobre Eléctrico... El caballo, un poco resfriado, se enca-britó y dio un salto de unos tres metros... pero mi padre lo dominó muy pronto. Le metió las espuelas y le dio un golpe con el puño en el cuello...

      -¡Demonio, no tengo látigo!- murmuró.

      Recordé el silbido y el golpe del látigo que había oído hace unos instantes y me estremecí.

      -¿Dónde lo has perdido?- le pregunté a mi padre un poco después.

      Mi padre no me contestó y lanzó el caballo al galope. Lo alcancé. Quería ver su cara.

      -Te habrás aburrido solo- dijo abriendo apenas la boca.

      -Un poco. Pero, ¿dónde has perdido el látigo?-

      le pregunté otra vez.

      Me lanzó una mirada rápida.

      -No lo he perdido- dijo-. Lo he tirado.

      Se puso meditabundo y bajó tristemente la cabeza. Y sólo entonces, por primera y última vez, pude ver cuánta ternura y compasión podían expresar sus rasgos severos.

      Otra vez lanzó el caballo al galope, pero yo no pude alcanzarlo. Llegué a casa un cuarto de hora después.

      «Esto sí que es amor- me decía una y otra vez, cuando de noche estaba sentado al lado de mi mesa de trabajo, en la que empezaron a aparecer los cuadernos y los libros-. ¿Cómo no indignarse, cómo soportar un golpe, de cualquier mano, aunque sea la más querida? Pero parece que sí puede ser, si amas...» Y yo... ¿yo qué pensaba...?

      El último mes me hizo envejecer, y mi amor, con sus emociones y sufrimientos, me pareció a mí mismo algo pequeño, pueril, insignificante ante la dimensión desconocida del otro amor, sobre el cual apenas podía hacer conjeturas. Me asustaba como un rostro desconocido, bello pero amenazante, al que en vano te esfuerzas por ver en la penumbra.

      Un sueño extraño y espantoso tuve esa misma noche. Me pareció entrar en una habitación oscura de techo bajo... Mi padre está con un látigo en la mano dando patadas en el suelo. En el rincón, acu-rrucada, está Zenaida con una cicatriz roja no en la mano, sino en la frente... Detrás de ellos, todo cu- bierto de sangre, se yergue Belovsorov, que abre sus labios pálidos y amenaza furioso a mi padre.

      Dos meses después ingresé en la Universidad, y medio año después mi padre murió (de un ataque) en Petersburgo, donde acababa de llegar con mi madre y conmigo. Días antes de morir recibió una carta de Moscú, que le emocionó profundamente...

      Entró a pedir no sé qué a mi madre y, según me dijeron, él, ¡mi padre!, hasta lloró. El mismo día que tuvo el ataque por la mañana empezó una carta diri-gida a mí, redactada en francés. «Hijo mío- me escribía-, teme al amor de una mujer, teme esa dicha, ese veneno... Mi madre, después de su muerte, en-vió una importante cantidad de dinero a Moscú.

      Capítulo XXII

      Índice

      Pasaron unos cuatro años. Acababa de terminar la carrera y no sabía todavía a ciencia cierta qué iba a ser de mí, a qué puerta iba a llamar. Mientras tanto, paseaba sin hacer nada. Un día por la tarde vi en el teatro a Maidanov. Ya se había casado y conseguido un empleo, pero él no había cambiado. Se emocionaba lo mismo que antes, cuando no venía a cuento se deprimía con la misma rapidez.

      -¿Sabe- dijo, como quien no quiere la cosa- que la señora Dolskiy está aquí?

      -¿Qué señora Dolskiy?

      -¿Es que no se acuerda? La que fue la princesa Zasequin, de la que estábamos enamorados todos, incluso usted. ¿Se acuerda? En la dacha, en frente de Nescuchnoye...

      -¿Está casada con Dolskiy?

      -Sí.

      -Y ¿está aquí, en el teatro?

      -No, está en Petersburgo ha venido aquí hace unos días. Luego viajará al extranjero.

      -¿Quién es su marido?- pregunté.

      -Un chico estupendo. Y rico. Estamos emplea-dos en el mismo departamento en Moscú. Comprenderá que después de lo que pasó... Usted debe saberlo todo muy bien (Maidanov sonrió misteriosamente). No le fue fácil casarse. La cosa tuvo sus consecuencias... Pero con su inteligencia todo es posible. Vaya a verla. Se alegrará mucho de verlo. Está aún más hermosa.

      Maidanov me dio las señas de Zenaida. Estaba alojada en el hotel Demut. Recuerdos de otros años empezaron a revivir en mí. Me prometí visitar a mi pasión pretérita al día siguiente. Pero tuve que hacer algo urgente y pasó una semana, luego otra y, cuando al fin me acerqué al hotel Demut y pregunté por la señora de Dolskiy, supe que había muerto inesperadamente cuatro días antes, al dar a luz.

      Algo me golpeó el corazón. La idea de que po-día haberla visto y no la vi y el pensamiento amargo de que no la vería nunca más me fustigaban con toda la fuerza de un justo reproche. «¡Ha muerto!», repetía mirando estúpidamente al portero.

      Me puse a caminar sin rumbo fijo. Todo lo que había significado para mí salió otra vez a la superfi-cie y se puso ante mis ojos. La muerte СКАЧАТЬ