Название: Obras selectas de Iván Turguénev
Автор: Iván Turguénev
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4064066442316
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En la sala me recibió la vieja princesa con su saludo de siempre, indiferente y descortés.
-¿Por qué se marchan tan, precipitadamente?-dijo metiéndose rape en ambos agujeros de la nariz.
La miré y me tranquilicé. La palabra «letra de cambio» que dijo Felipe me martirizaba. No sospe-chaba nada, por lo menos así me parecía. Zenaida apareció por la habitación de al lado, vestida de negro, pálida, con el cabello suelto. Me cogió de la mano y me invitó a seguirla.
-Oí su voz- empezó- y salí inmediatamente.
¿Tan fácil era para usted abandonarnos niño malo?
-Vine a despedirme de usted, princesa- contesté-. Probablemente, para siempre. Ya habrá oído que nos vamos.
Zenaida me miró fijamente.
-Sí, lo sé. Gracias por haber venido. Pensaba que ya no lo vería jamás. No me guarde rencor. A veces lo he hecho sufrir, pero no soy como usted se imagina.
Se dio la vuelta y se apoyó en la ventana.
-De verdad que no soy así. Sé que no tiene buen concepto de mí.
-¿Yo?
-Sí, sí, usted.
-¿Yo?- repetí tristemente y mi corazón empezó a vibrar otra vez bajo la acción de su encanto irresistible e inexpresable-¿Yo? Créame, Zenaida Alexandrovna, que haga usted lo que haga, me martirice como me martirice, la querré y la adoraré hasta el fin de mis días.
Ella se volvió hacia mí rápidamente y, extendiendo las manos, abrazó mi cabeza y me dio un beso fuerte y apasionado. Sólo Dios sabe a quién buscaba ese beso largo de despedida, pero participé ávido de su dulzura, porque sabía que no se volvería a repetir: «¡Adiós, adiós!», repetía.
Me apartó y salió de la habitación. También yo me fui. No soy capaz de expresar el sentimiento con que me marché. No quisiera que se repitiese, pero me consideraría infeliz, si no lo hubiese experimen-tado nunca.
Nos fuimos a vivir a la ciudad. Tuvo que pasar algún tiempo hasta que pude olvidarme del pasado y ponerme a trabajar. Lentamente mi herida se iba curando. Pero contra mi padre no tenía ningún resentimiento. Al contrario, había crecido mi estima-ción hacia él. Que los psicólogos expliquen esta contradicción como mejor puedan. Una vez iba por uno de los bulevares y topé, para gran satisfacción mía, con Lushin. Lo quería por su carácter abierto y sin doblez; además, me era caro por lo que evocaba en mí. Me fui corriendo hacia él.
-Ah- dijo frunciendo el ceño-. ¿Es usted, joven?
Déjeme que lo vea. Está todavía un poco mal de cara, pero ya no hay tristeza en los ojos. Ya parece usted un hombre y no un perro faldero. Eso está bien. ¿Trabaja?
Suspiré, No quería mentirle, pero me daba vergüenza decirle la verdad.
-Bueno, no importa- siguió Lushin-. No se de-sanime. Lo principal es vivir como Dios manda y no dejarse llevar por las pasiones. ¿Para qué? Te lleve donde te lleve la ola, siempre irás de mal en peor. El hombre tiene que estar firme sobre sus pies, aunque sólo sea encima de una piedra. Yo parece que estoy un poco enfermo. En cambio, Belovsorov... ¿pero sabe lo que le ocurrió?
-No ¿Qué ha pasado?
-Desapareció. Dicen que se fue al Cáucaso. Una lección para usted, joven. Y todo es por no saber despedirse a tiempo. Usted parece que no ha salido mal parado esta vez. Tenga cuidado, no se deje atrapar otra vez. ¡Adiós!
«No me atraparán- pensé-. No la veré jamás»
Pero quiso el destino que viese a Zenaida una vez más.
Capítulo XXI
Mi padre salía diariamente a darse un paseo a caballo. Tenía un magnífico ejemplar de pura sangre, de raza inglesa, de cuello fino y patas largas, desbordante de energía y de muy mal carácter. Se llamaba Eléctrico. Sólo mi padre sabía dominarlo. Una vez entró a verme de muy buen humor, cosa que hacía tiempo no sucedía con él. Quería salir de paseo y ya se había puesto las espuelas. Empecé a pedirle que me llevase con él.
-Mejor es que juguemos al juego de saltacabri-llas- me contestó mi padre-. Porque con tu caballo alemán no creo que puedas alcanzarme.
-Claro que puedo. Me pondré también espuelas.
-De acuerdo, entonces.
Nos pusimos en camino. Tenía un caballo mo-ro, muy peludo, muy fuerte de pies y bastante veloz. Es verdad que tenía que esforzarme mucho cuando Eléctrico iba al trote, pero no me quedaba rezagado a pesar de todo. Jamás vi un jinete como mi padre. Montaba con tanta gracia y con agilidad desdeñosa tal, que parecía que el caballo que tenía debajo apre-ciaba estas cualidades y hacía alarde de su jinete. Pasamos los bulevares, visitamos el Devichye Pole, saltamos varias veces alguna valla (al principio, me daba miedo saltar, pero mi padre despreciaba a los pusilánimes, por lo cual dejé de temer), pasamos dos veces el río Moscova y ya pensaba que volveríamos pronto a casa, puesto que mi padre había observado que mi caballo estaba cansado. De repente, se desvió a un lado cuando estábamos en el vado Krimsquiy Brod y siguió por la orilla del río. Lo seguí. Cuando llegamos a un montón apilado de troncos viejos, saltó ágilmente de Eléctrico, me mandó que bajase y, dándome las riendas de su caballo, me pidió que lo esperase allí mismo, al lado de los troncos. Habiéndome dicho esto, torció por una callejuela lateral y desapareció. Empecé a andar arriba y abajo llevando detrás de mí los caballos y riñendo con Eléctrico, que en plena marcha de vez en cuando sacudía la cabeza, se quitaba el polvo, resoplaba, relinchaba y, cuando paraba, escarbaba la tierra con la pezuña y mordía relinchando a mi caballo alemán en el cuello. En una palabra, se com-portaba como un pursang mimado. Mi padre no volvía. Del río llegaba un vaho húmedo y desagradable. Comenzó a caer una lluvia menuda que pintó de puntitos minúsculos los troncos en cuya proxi-midad deambulaba. Ya me había aburrido más de lo que hubiese querido. No podía más y mi padre no acababa de venir. Un guardia urbano finlandés, también gris de arriba abajo como los troncos, con un enorme chacó en forma de tiesto sobre su cabeza y con un alabarda en la mano (¡qué falta hacía un guardia urbano en la orilla del río Moscova!) se me acercó y torciendo hacia mí su cara de anciano llena de arrugas, dijo:
-¿Qué hace aquí con los caballos, señorito? Déjeme que les eche una ojeada.
No le contesté. Mi pidió tabaco. Para que me dejara tranquilo (también la impaciencia me acucia-ba) di unos cuantos pasos en la dirección que se había ido mi padre. Luego recorrí la pequeña boca-calle hasta el final, doblé la esquina y me paré. En la calle, a unos cuarenta pasos de mí, al lado de la ventana de una casita de madera, vuelto de espaldas, estaba mi padre. Se apoyaba con el pecho en el marco de la ventana. En la casita, medio oculta por la cortina, había una mujer sentada, vestida de negro, que hablaba con mi padre. Esa mujer era Zenaida. Me quedé СКАЧАТЬ