Название: Arsène Lupin. Caballero y ladrón
Автор: Морис Леблан
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9789877477344
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–Ni un centavo. Déjeme en paz.
–Ponga usted el precio. Soy rico, inmensamente rico.
Lo imperioso de la oferta desconcertó a Ganimard, que respondió más calmado:
–Estoy aquí de permiso y no tengo autorización para mezclarme...
–Nadie lo sabrá. Me comprometo, pase lo que pase, a guardar silencio.
–No va a pasar nada.
–Veamos, entonces, ¿tres mil francos serán suficientes?
El inspector tomó una pizca de rapé, meditó y declaró:
–De acuerdo. Sin embargo, es mi obligación decirle que francamente va a tirar su dinero por la ventana.
–Me da lo mismo.
–En ese caso... Después de todo, ¿qué sabemos de este diablo de Lupin? Quizá tiene toda una pandilla a sus órdenes... ¿Está usted seguro de sus sirvientes?
–Por mi vida que sí...
–Entonces, desinteresémonos de ellos. Voy a telegrafiar para advertir a dos buenos amigos míos para que estemos más seguros. Por ahora, váyase, que no nos vean juntos. Nos vemos mañana a eso de las nueve.
Al día siguiente, la fecha fijada por Arsène Lupin, el barón Cahorn sacó sus armaduras, pulió sus armas y se paseó por los alrededores del castillo. Ningún error lo soprendería.
Y, por la noche, hacia las ocho y media, ordenó a sus sirvientes que se retiraran. Vivían en un ala sobre el lado que daba al camino, pero algo alejada y al final del castillo. Cuando quedó solo, abrió sin hacer ruido las cuatro puertas. Al cabo de un momento, escuchó pasos que se acercaban.
Ganimard presentó a sus dos asistentes, hombres grandes, con cuellos de toro y manos poderosas, y luego pidió algunas aclaraciones. Después de enterarse de la disposición de todo el lugar, cerró cuidadosamente y obstruyó todos los puntos por donde se podría pasar a las salas amenazadas. Inspeccionó las paredes, levantó los tapices y apostó a sus agentes en la galería central.
–Nada de tonterías, ¿entendido? No venimos a dormir. Al menor signo de alarma, abran las puertas del patio y llámenme. Estén atentos también al lado del agua. Diez metros de precipicio no espantan a diablos de su calibre.
Los encerró, tomó las llaves y le dijo al barón:
–Y ahora, a nuestro puesto.
Para pasar la noche, había escogido una pequeña estancia abierta en el grosor de las murallas del recinto, entre las dos puertas principales y que, en otros tiempos, había sido el reducto del vigilante. Sobre el puente se abría una mirilla y otra sobre el patio. En un rincón podía verse algo que semejaba el orificio de un pozo.
–¿Le entendí bien, señor barón, que este pozo es la única entrada a los subterráneos y que está tapado desde que se tiene memoria?
–Sí.
–Entonces, salvo que haya otra entrada desconocida para todos, menos para Lupin, lo cual parece un tanto difícil, estamos tranquilos.
Alineó tres sillas, se extendió para acomodarse, encendió su pipa y suspiró:
–La verdad, señor barón, acepté esta misión tan elemental solo porque tengo mucha necesidad de agregar un piso a la casa en la que voy a terminar mis días. Le contaré la anécdota a mi amigo Lupin, para que se muera de risa.
El barón no rio. Con oído atento, interrogaba al silencio con inquietud creciente. Cada tanto se inclinaba hacia el pozo y lanzaba por el tiro una mirada ansiosa.
Y dieron las once, la medianoche, la una.
De pronto, asió el brazo de Ganimard, que se despertó sobresaltado.
–¿Oye eso?
–Sí.
–¿Qué es?
–Soy yo, que ronco.
–¡Eso no! Escuche...
–¡Ah, ya! Es la bocina de un auto.
–¿Y bueno?
–¿Bueno? No es probable que Lupin vaya a usar un automóvil como ariete para derribar el castillo. Señor barón, yo en su lugar me dormiría, como tendré el honor de hacerlo de nuevo. Buenas noches.
Fue la única alarma. Ganimard pudo recuperar su sueño interrumpido y el barón no escuchó nada más que los ronquidos sonoros y rítmicos.
Al amanecer, salieron de su celda. Una paz inmensa y serena, la paz de la mañana a la orilla del agua fresca, envolvía el castillo. Cahorn se sentía radiante de gusto, Ganimard sosegado como siempre. Subieron por las escaleras. No se oía nada ni se veía nada sospechoso.
–¿Qué le dije, señor barón? En el fondo, no debí haber aceptado, me avergüenza...
Tomó las llaves y entró en la galería.
Sobre dos sillas, encorvados, con los brazos colgantes, los dos agentes dormían.
–¡Por todos los cielos! –gruñó el inspector.
Y, a continuación, el barón soltó un grito:
–¡Los cuadros! ¡La credenza!
Balbuceaba, sofocado, con la mano extendida hacia los lugares vacíos, hacia las paredes desnudas en las que sobresalían los clavos y colgaban las cuerdas inservibles. ¡Desapareció el Watteau! ¡Se llevaron los Rubens! ¡Desmontaron los tapices! ¡Las vitrinas vaciadas de sus joyas!
–¡Y mis candelabros Luis XVI! ¡Y el velador de la Regencia y mi virgen medieval!
Corría de un lugar a otro pasmado, desesperado. Repasaba lo que le habían costado, acumulaba las pérdidas sufridas, sumaba las cifras, todo desordenadamente, con palabras indistinguibles y frases entrecortadas. Temblaba, se sacudía, loco de ira y dolor. Parecía un hombre arruinado al que no le quedaba más que volarse los sesos.
Si algo hubiera podido consolarlo, habría sido ver la estupefacción de Ganimard. Pero, al contrario del barón, el inspector no se movía. Parecía petrificado. Examinaba el lugar con una mirada vaga. ¿Las ventanas? Cerradas. ¿Los cerrojos de las puertas? Intactos. Ninguna fractura en el techo. Ningún orificio en el suelo. Todo en perfecto orden. El robo debió haberse realizado metódicamente, siguiendo un plan inflexible y lógico.
–Lupin... Lupin –murmuraba abatido.
Súbitamente, se lanzó sobre los dos agentes, como si por fin se avivara su enojo, y los sacudió e insultó furiosamente. ¡Pero no reaccionaron!
–¡Me lleva el diablo! ¿Será acaso que...?
Se inclinó sobre ellos y los observó atentamente. Dormían, СКАЧАТЬ