Название: Luis Tejada y la lucha por una nueva cultura (1898-1924)
Автор: Gilberto Loaiza Cano
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
isbn: 9789585010031
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El ánimo educacionista de la familia Tejada estuvo guiado por un heraldo del pensamiento moderno en pedagogía, el maestro Pedro Pablo Betancur. Este maestro participó en la selección de los primeros docentes del Gimnasio Moderno, la institución educativa nacional que abanderó la inspiración en las tesis de la escuela activa, y condujo a María Rojas Tejada por las novedades pedagógicas de los Kindergarten. A ella le encargó, en 1910, la dirección del Liceo Pedagógico Femenino de Yarumal y a don Benjamín lo designó inspector de instrucción pública para esa provincia del norte de Antioquia. Esa es la razón por la cual encontraremos a Luis acompañando a su padre en las correrías por la región. El muchacho aprovechaba los viajes para escribir breves apuntes inspirados en el paisaje y en las recónditas poblaciones que visitaban; aquellas incipientes páginas en prosa las ilustraba con minuciosos dibujos extraídos de su visión de la naturaleza. En Yarumal conoció a Horacio Franco, otro joven que llegaría al periodismo nacional, y a Pedro Rodas Pizano, con quien años más adelante dirigió un explosivo periódico en Barranquilla. Con ellos disfrutó los generosos momentos de lectura que les brindaban las inquietantes bibliotecas de sus padres.11 Tejada parecía ser el estudiante ejemplar del colegio de varones de Yarumal, porque en un homenaje al maestro Betancur se le encomendó entonar un canto.12 Así vivió hasta que sus padres tomaron una nueva decisión sobre su destino; precisamente, el acto de homenaje de marzo de 1912 era la despedida para el maestro Betancur, a quien el Gobierno de la Unión Republicana le acababa de asignar la dirección de la Instrucción Pública en Antioquia; y era la despedida para Luis Tejada, a quien sus padres enviaban bajo la protección del mencionado maestro a estudiar en la Escuela Normal de Institutores, en Medellín, porque el máximo anhelo era agregarle a la tradición docente de la familia un maestro más.
Muchos historiadores han dicho —y parece que no se equivocan— que el siglo xix se prolongó en Colombia hasta bien entrado el siglo xx. La prueba más visible la otorga la permanencia del poderío cultural de la Iglesia, que seguía ejerciendo, como en los tiempos coloniales, la dirección de la enseñanza. Su supremacía en el control social y en los destinos de la educación había sido refrendada por la Constitución de 1886. Desde entonces la Iglesia católica representó la ideología oficial que pretendió combatir el inatajable oleaje de voces profanas. Ella prohibía periódicos, folletos, libros y librerías. Advertía sobre qué obras podían ser leídas por los jóvenes y cuáles debían ser censuradas; ella seguía cada paso de un alumno, porque no quería que en un descuido se desviara por lecturas que podían “pervertir la mente y el corazón”.13 En los poblachos, una trinidad tenía poderes admonitorios: el cura, el alcalde y el maestro. No quiere esto decir que el país fuera inconmovible ante los avances científicos y técnicos del siglo xx; que no conociera la aparición de tipos sociales modernos, como el empresario capitalista o el obrero.14 Pero, aun así, la Iglesia católica fue una especie de Argos con cien abiertos y vigilantes ojos que alertaban sobre la proximidad nefasta de unas costumbres modernas que podían derrumbar su poder. En Antioquia, quizá más que en cualquiera otra región del país, la Iglesia católica ejerció un inmenso control sobre la conducta de los hombres y quizá con mayor virulencia ocasionó conflictos con individuos que se resistieron a aceptar su omnipotencia.
Cuando el joven Tejada atravesó las puertas de la Escuela Normal de Institutores de Antioquia, el claustro vivía en un ambiente de tolerancia. Gracias al amparo intelectual del maestro Betancur, la biblioteca pudo nutrirse de libros que eran devorados por la curiosidad de los estudiantes más inquietos. Según lo prueban las actas de calificaciones, Tejada fue un estudiante de gran nivel durante los cinco años de preparación para el magisterio. Al final de cada curso, los alumnos presentaban exámenes orales ante un Consejo Examinador, presidido por el director de Instrucción Pública o, en su ausencia, por el director de la Escuela Normal. Desde 1912 hasta 1916, el estudiante Luis Tejada recibió clases de lógica, retórica, francés, geografía, cosmografía, historia patria. Las notas certifican un excelente promedio en estas materias, menos en contabilidad y en la práctica de gimnasia sueca, en las que apenas si obtuvo puntajes que le permitieron recibir la aprobación.15 Era un estudiante que se paseaba por los corredores y el patio de la escuela leyendo quizá a Rodó, Nietzsche, Rousseau o simplemente “recitando la lección del día [...] desentrañando el oscuro sentido de un párrafo escolástico, de alguna arcaica lógica”,16 según una de sus tantas evocaciones de la vida de estudiante. Ya escribía “versos a la luna y prosas anarquistas”17 que enviaba a sus padres y hermanos. Pero esa tranquilidad en la institución la alteró el fin del gobierno de la Unión Republicana, porque con él se retiró el espíritu tolerante de Pedro Pablo Betancur de la instrucción pública antioqueña. Antes de abandonar su puesto directivo, el maestro alcanzó a dejar esta constancia de su protegido: “En los últimos veinte años, Luis Tejada es el mejor estudiante que ha pasado por los claustros de la Escuela Normal”.18
Por estos años en que Tejada era estudiante normalista, Medellín se sacudía de la modorra patriarcal. En 1914 comenzaba a hacerse familiar para los oídos ciudadanos el sonido de la locomotora, y las calles comenzaban a conocer el pavimento para recibir otra novedad metálica, el automóvil. Otro sueño burgués se acercaba, el del rápido avión que haría más efectivo el contacto con los centros de la economía mundial. Por la capital antioqueña caminaban cada vez más obreras y obreros, como también jóvenes estudiantes y artistas recién llegados de oscuras provincias que se reunían en cafés y librerías para ponerse al día con los asuntos del momento o para urdir algunos escándalos. Muchos de ellos se entregaban a ciertos placeres prohibidos con tal de desafiar el estiramiento puritano e intranquilizar a una sociedad demasiado sobria cometiendo algunos excesos, como prolongar ruidosamente la vida nocturna, leer obras vedadas por el clero, discutir con los maestros, preparar tesis de grado con inspiraciones demasiado heterodoxas. Uno de ellos, para aquel tiempo, ya había consignado en su diario esta aspiración: “Un pensador debe tener una pequeña fortuna [...] ¡Todas las libertades!”.19 Ese joven ya conocía, a su modo, las obras de Nietzsche, Schopenhauer y Baruch de Spinoza; desde los dieciséis años escribía un libro titulado Pensamientos de un viejo y, por supuesto, sus exóticas preocupaciones intelectuales ya conocían el más obvio premio, la expulsión del colegio donde cursó el bachillerato.
Ese joven se llamaba Fernando González y a él se unieron otros doce jóvenes provincianos para organizar la primera conspiración de la nueva intelectualidad que incursionaba en el mundo de las letras. En un café que quedaba al frente de la catedral de Medellín se reunieron los trece muchachos irreverentes y crearon la revista Panida, cuyo primer número apareció el 15 de febrero de 1915. Los Panidas fueron León de Greiff, su director; Ricardo Rendón, el caricaturista por antonomasia de la naciente generación intelectual; el filósofo Fernando González; Libardo Parra, Jesús Restrepo Olarte, Eduardo Vasco, José Gaviria, Teodomiro Isaza, Rafael Jaramillo, Bernardo Martínez, Félix Mejía, José Manuel Mora y Jorge Villa. Casi todos contaban con el inmediato precedente de la expulsión de sus respectivos colegios. No se reunieron precisamente para hablar, como los más influyentes periódicos de la ciudad, del próspero negocio del café ni de las nuevas mercancías que llegaban a los almacenes. Tampoco recomendaban leer libros tan “útiles” como La cartera del negociante, manual muy apropiado para las cuentas urgentes en las agencias de café, ni divulgaban obras con el significativo título El hombre que hace fortuna (su mentalidad y sus métodos).20 No, los trece panidas estaban corroídos por posturas nihilistas y tenían entre los iluminadores de sus poses excéntricas al poeta Abel Farina, para ellos todo un “poeta maldito”, “espíritu atormentado y asaz independiente”.21 Prefirieron exaltar “el noble arte de vagar” antes que propagar la moderna fe del trabajo y del progreso. Pedían un lugar para el artista en un mundo cada vez más entregado a las ambiciones del enriquecimiento material: “Locos se nos llama porque hemos cometido el delito de ser poetas”.22 Reproducían la admiración por inspiradores de las vanguardias de comienzos de siglo, como Nietzsche y el italiano Papini. Panida presentó en sociedad a la generación de escritores y artistas que después conocimos como СКАЧАТЬ