Tres (Artículo 5 #3). Simmons Kristen
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Название: Tres (Artículo 5 #3)

Автор: Simmons Kristen

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Artículo 5

isbn: 9789583063329

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СКАЧАТЬ mis ojos en la oscuridad. El espacio que ocupaba Chase a mi lado estaba vacío.

      Me deshice de la toalla playera que cubría mis piernas. Había seis cuerpos durmientes desperdigados por el suelo. Gente que, como yo, había venido a la costa en busca del único refugio conocido para quienes huían de la opresión de la OFR, solo para encontrarla derruida. Por algún milagro, ciertas huellas que se alejaban de los escombros indicaban un camino a seguir y un pequeño grupo de nosotros las siguió al sur, y dejó atrás a quienes habían sido heridos durante el ataque a Chicago. Nos esperaban en un minimercado en la periferia de la explosión, vulnerables, con apenas unos pocos combatientes para defenderse, esca­­sa comida y menos pertrechos.

      Me tomó un buen par de minutos sacudirme del todo el sueño y recordé que Tucker no estaba con nosotros, que tres días atrás se había ido con los transportadores para hacerles saber a los otros grupos de la resistencia lo que había ocurrido con el refugio. Se suponía que se pondrían en contacto tan pronto alcanzaran el primer bastión. Aún no teníamos noticias suyas.

      Yo quería que se largara, pero el tipo seguía allí. No podía respirar tranquila cuando él andaba por allí, y eso a pesar de la ayuda que nos había brindado durante las últimas semanas. Al menos cuando lo tenía cerca podía vigilar sus acciones. Ahora era igual que haber dejado caer un cuchillo afilado con los ojos cerrados y esperar que la hoja no cayera encima del pie.

      Alguien estaba mascullando algo. Quizá Jack, uno de los sobrevivientes de la resistencia de Chicago. El tipo no venía bien desde que la Milicia Moral bombardeó los túneles y que por poco nos entierra vivos a todos. Su cuerpo delgado yacía cuan largo era justo a la entrada, y un tipo de Chicago, al que llamaban Rat, tan bajito como era alto Jack, dormía recostado de lado tras el primero. Sean se había dormido recostado contra un sofá desvencijado, con la cabeza caída y las palmas de las manos abiertas sobre el regazo como si estuviera meditando. Tras él, Rebecca, enroscada sobre los cojines, con las muletas metálicas en sus brazos ocupando el lugar del muchacho que a todas luces querría estar allí.

      Aunque Rebecca debería haberse quedado en el minimercado con los heridos, insistió en seguir adelante. El ritmo fue duro para su cuerpo, pero no se quejó. Eso me preocupaba. Era como si quisiera demostrar algo.

      Los otros dos, que estaban echados en el comedor, eran de la resistencia de Chicago y no habían perdido la esperanza de que, de alguna manera, sus familias hubieran sobrevivido el ataque al refugio y que por tanto hubieran escapado y huido al sur.

      Oí afuera el rumor de ramas chasqueando. Me levanté en silencio y me acerqué a la puerta abierta eludiendo los cuerpos. El aire olía a salitre y a moho, a frescura y a podredumbre al mismo tiempo. Tras los bancos de arena susurraban el océano, el flujo y reflujo de las olas, la sordina de los altos pastizales entre la playa y este decrépito pueblo costero donde habíamos acampado. Se llamaba DeBor… algo. El aviso de “Bienvenidos a…” había sido, años atrás, víctima de los tiros de práctica de alguien, y pequeñas perforaciones de balines de cobre hacían ilegible el lado derecho.

      Alguna vez, DeBor… algo fue un lugar de lujo. Los portones que impedían ingresar a los pobres se habían venido abajo, pero ahí seguían, arrumados al lado de la garita de seguridad ahora reducida a cenizas. Durante la guerra, allí hubo disturbios, como ocurrió en muchos de los barrios más ricos. Lo que quedaba de las otrora coloridas casas de playa, ahora vacías, eran ruinas: negros andamiajes como dedos calcinados apuntando al cielo, cimientos a medio caer sobre sus pilotes expuestos, paredes mudas cubiertas de capas de sal marina y arena y tablas entrecruzadas que clausuraban las ventanas que aún quedaban. En algún lugar cercano, una oxidada puerta de mosquitero verde golpeaba contra el marco.

      Escuché otro crujido que provenía del último escalón del porche a la entrada de la casa. Era Billy, todo hueso, codos y omoplatos, encorvado sobre sus rodillas. Le quitaba la corteza a un palo y no pareció darse cuenta de mi llegada.

      Fruncí los labios. Si Billy estaba de guardia, amanecería pronto. Billy había relevado a Chase antes en la noche. Pero Chase no estaba aquí. La toalla sobre la que durmió la habían arrojado cerca de la ventana, al lado de una bolsa de basura que contenía todos nuestros haberes: dos tazas, un oxidado cuchillo de cocina, un cepillo de dientes y un poco de cuerda que recuperamos de los escombros.

      Billy apenas si se movió cuando crucé el porche en punta de pies para sentarme a su lado.

      —¿Una noche tranquila? —pregunté con cautela.

      Apenas si levantó un hombro por toda respuesta. La lucecita roja del radio de banda ciudadana, que rescatamos de uno de los camiones de transporte, titilaba sobre el escalón entre sus botas remendadas. El radio era metálico y cabía de sobra en una caja de zapatos. No era tan cómodo como uno de mano, pero tenía potencia suficiente para comunicarse con el interior.

      O por lo menos eso creíamos, que tenía potencia suficiente. Se suponía que la luz roja pasaba a verde cuando entraba una llamada, pero eso aún no había ocurrido.

      Volví a mirar a Billy. Había guardado silencio desde que nos reencontramos en las ruinas del refugio. Sabía que esperaba que Wallace, alguna vez líder de la resistencia de Knoxville —y más importante, su padre adoptivo—, aún estuviera vivo, que estuviera entre los sobrevivientes cuya senda habíamos seguido. Pero eso era imposible. Wallace había muerto entre las llamas en el Wayland Inn. Todos vimos arder el hostal.

      —Todavía queda un poco de guiso enlatado —le dije.

      Me moría de hambre. Las raciones se estaban acabando. Hizo una mueca y continuó pelando el palo con las uñas, como si fuera la actividad más fascinante del mundo.

      Billy era capaz de acceder al servidor de la MM, por lo que un palo no era tan interesante.

      —En fin, vale. Uno de los tipos encontró unos espaguetis, tú…

      —¿Acaso dije que tenía hambre?

      Alguien que dormía cerca de la puerta de entrada se movió. Billy llevó de nuevo el mentón al pecho y ocultó sus insolentes ojos castaños tras una cortina de pelo grasoso.

      El silencio entre los dos se extremó. Él había perdido un padre, cierto, y yo sabía lo que se sentía, pero no fuimos nosotros quienes matamos a su padre.

      Al menos no, como sí matamos a Harper.

      Un escalofrío me puso los pelos de punta, a pesar de la temperatura agradable.

      —¿Hace cuánto se marchó Chase? —le pregunté.

      Volvió a encogerse de hombros. Muy molesta, me puse de pie y di vuelta a la casa camino a la playa esperando que Chase hubiera tomado ese rumbo. Hacia la derecha había menos pasto, de manera que cogí por ese lado y casi me doblo de dolor cuando, al empezar a subir una duna, sentí como si me hubieran enterrado un clavo en las espinillas. Mis propias piernas se habían convertido en un campo de batalla: magulladuras amarillas y púrpuras de la explosión en Chicago, ampollas por las botas y verdugones como monedas en tobillos y talones por el roce de la grava que se había metido entre mis calcetines. Pero al coronar la duna, todo el dolor cayó en el olvido.

      Un estallido de estrellas se reflejaba en el océano oscuro, estrellas puras y encendidas como diamantes, sin luz de ciudades o base alguna que robasen su belleza. El punto exacto donde agua y horizonte se encontraban, sumido en la oscuridad más profunda y en un murmullo vivo, como un corazón palpitante.

      La inmensidad de todo me devoró. La brisa fresca jugaba con las puntas de mi pelo con la misma inocencia distraída con la que mi madre jugaba СКАЧАТЬ