Название: La Corona De Bronce
Автор: Stefano Vignaroli
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Жанр: Историческая литература
isbn: 9788835420880
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―Hermana, mandad que la llamen enseguida. El Palazzo Baldeschi está enfrente, en esta misma plaza, ¡incluso puedo vislumbrarlo desde la ventana!
La monja sonrió y apartó la mano, todavía retenida por la de Bernardino.
―Por su seguridad, la Señora se ha retirado a la residencia de campo de la familia, cerca de Monsano, junto con sus hijas y sus preceptores. El Papa ya ha procedido a nombrar un nuevo Cardenal que está a punto de llegar desde Roma. Debido a que no sé sabe cuáles son sus intenciones, la Condesa Lucia prefirió mantenerse alejada de la ciudad, por el momento. ¡Considerad que Jesi va a la deriva! Ya no tenemos ni autoridad civil, ni religiosa, y podríamos ser una presa fácil para los enemigos, tanto internos como externos. Por lo tanto, creo que es sabia la decisión de la noble dama, a fin de protegerse y de amparar a sus hijas. No debemos olvidar que su prometido, Andrea, está todavía por ahí y podría llegar de un momento a otro para reclamar su puesto de Capitano del Popolo, así como la mano de la noble Baldeschi.
―Después de todo, tiene todo el derecho. El título de Capitano del Popolo le pertenece y en las venas de la pequeña Laura corre su sangre ―dijo Bernardino con la voz que comenzaba a aclararse.
―¿Hace poco que os habéis recuperado y ya no conseguís poner freno a esa maldita boca? ¡No digáis herejías! ¿No os ha llegado con escapar de las llamas una vez? ¿Queréis acabar de nuevo en ellas? ―replicó la monja con ironía yendo a cerrar las contraventanas para dejar la habitación a oscuras. ―Reposad, ahora, ¡lo necesitáis!
―Sólo una cosa, hermana. Tengo ganas de orinar. ¿Cómo puedo hacer? ¡No conseguiré levantarme de aquí!
―¿Cómo pensáis que habéis hecho todos estos días? Relajaos, permaneced tranquilo. Os hemos puesto un tubo flexible que canaliza directamente vuestros humores3 en un recipiente que hay debajo de la cama.
Bernardino dejó escapar la orina asombrándose de cómo, en efecto, en la estancia flotaba un olor extraño, debido a las medicinas y a los emplastos que le habían aplicado sobre las quemaduras, pero no se advertía olor a excrementos en absoluto. ¡Y ya debía de haber pasado un mes desde que estaba acostado en la cama!
Si bien no recordaba nada de los delirios y de los sueños de los días anteriores, a partir de ese momento el reposo de Bernardino fue constantemente agitado por pesadillas, por sueños y por visiones que a él mismo, en el duermevela, casi le costaba distinguirlos de la realidad. Ya se volvía a ver rodeado de llamas, ya se sentía protegido entre los dulces brazos de Lucia. Sólo ahora comprendió que había sido ella quien lo había socorrido, quien le había salvado la vida. La había visto claramente sobre él antes de perder el conocimiento. Y habría esperado verla a su lado en cuanto abriese los ojos. Pero cada vez que se volvía a despertar se encontraba en la misma habitación semi oscura, inerme, incapaz incluso de levantarse. La única presencia humana eran las hermanas, ya una, ya otra, que se alternaban en la cabecera de su cama, que se esforzaban por extender sobre él ungüentos y emplastos, e intentaban hacerle engullir el caldo habitual. Parecía que en aquel hospital no había otro tipo de alimento. Sólo una vez había percibido la presencia del médico a su lado, un hombre rudo, con espesos cabellos blancos y con una perilla del mismo color. Había acercado la oreja a su pecho y había sentenciado:
―Dentro de tres días probaremos a levantarle. A pesar de su edad este hombre es una roca. Tiene un corazón más resistente que el mío. Mañana podemos dejar que lo visite la noble Baldeschi. ¡Sólo unos minutos, hermana! No debemos fatigarlo. Una emoción demasiado fuerte podría ser fatal para él.
El impresor volvió a caer dormido, también debido a las medicinas que le eran suministradas para aliviar el dolor. Y esta vez soñó que estaba de nuevo trabajando en su tipografía, completamente reconstruida y renovada, más hermosa que antes. Y soñó que le daba buenos consejos a la noble Señora, su amiga. Y soñó que la veía sobre el escaño del Capitano del Popolo, en la sala de los Migliori en el interior del Palazzo del Governo. Y soñó con las niñas, Anna y Laura, que jugaban y se perseguían en el parque de una lujosa residencia en el campo mientras que él las observaba como un abuelo cariñoso.
Cuando, volviendo a la realidad de uno de sus innumerables y turbulentos sueños, se dio cuenta de que al lado de su cama estaba la noble Lucia, tuvo la impresión de que todos los dolores de repente hubiesen desaparecido y que estuviese recuperando las fuerzas. Tanto que consiguió levantarse un poco mientras Lucia, con un gesto amable más que caritativo, le colocó una almohada detrás de la espalda de manera que estuviese más a gusto, permitiéndole, al mismo tiempo, mantener aquella posición.
―¡Decidme que no sois un sueño, mi Señora! ―dijo Bernardino con la voz interrumpida por un ataque de tos.
Sintió las manos de Lucia buscar una de las suyas para estrecharla, haciéndole sentir una sensación de calor inesperada, que infundió en él una nueva fuerza. Se levantó un poco más con la espalda, entre las protestas de la monja que amenazaba con interrumpir enseguida la visita. El gesto que dirigió Lucia a la cara de la hermana no fue percibido por Bernardino, pero el resultado fue evidente porque ésta se calló, es más, se fue de la habitación dejando a los dos amigos libres de hablar entre ellos.
―Soy feliz de que os estéis recuperando, Bernardino. No sabéis cuánto os necesito, en este momento, a vos y a vuestros consejos. El Cardenal ha muerto y en la ciudad la situación es realmente difícil. Parece ser que el Papa nos había enviado un nuevo obispo y la elección había caído sobre el anciano Cardenal Ghislieri, de origen jesino. Debería haberse hecho cargo tanto de la Iglesia como del Gobierno de la ciudad, pero… Nunca ha llegado a Jesi.
―¿Cómo es posible, si puede saberse? ―preguntó Bernardino con curiosidad.
―Por desgracia Leone X ha muerto de repente días atrás.
―¡Pero si sólo tenía cuarenta y seis años!
―Justo, muchos creen que fue envenenado. Giovanni de’ Medici estaba demasiado próximo a su familia, a los Señores de Firenze, para que la oligarquía eclesiástica lo continuase aceptando. Y ahora, a la espera de la elección del nuevo Papa, los Cardenales reunidos en cónclave en Roma están repartiéndose los territorios entre ellos. Parece ser que ha sido nombrado el Cardenal Jacobacci como legado de la Santa Sede en nuestra ciudad, sin perjuicio de los derechos y privilegios del Concejo4 .
―Pero Jacobacci está ligado a la peor facción integrista de los Güelfos.
―Justo pero tampoco de este tal Jacobacci hemos visto ni siquiera su sombra en Jesi. Y mientras tanto la miseria, después del saco del año 1517, hace estragos en el campo y en las ciudades. Y parece ser que la peste haya llegado a Ancona ¡y no creo que tarde en llegar hasta nosotros!
―¡Escuchadme, Lucia! Tomad las riendas del gobierno de la ciudad. Tenéis todo el derecho. No tengáis miedo por el hecho de ser mujer. Movilizad a los nobles jesinos, estarán muy contentos de poderos ayudar. Y haced poner una corona sobre el león rampante representado en la fachada del Palazzo del Governo. Recordará a todos que Jesi es una ciudad Real y que se gobernará de manera independiente a la Iglesia. Si el Cardenal tarda en aparecer, peor para él. Cuando llegue se encargará de los asuntos religiosos mientras que el Gobierno Civil será del pueblo, como debe ser.
―¿Me estáis instigando a fomentar una rebelión?
―No, os estoy diciendo que debéis asumir vuestras responsabilidades. Y coger el puesto que os corresponde. ¡No hay otra solución!
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